Tribuna:RESURGE EL 'CASO GAL'

Medios sin fin

El juez pregunta al reo con qué apoyos esperaba contar para llevar a cabo su proyecto, y esto es lo que le contesta Luis Augusto Blanqui: "Con el suyo, señoría, y los de otros muchos como usted si yo hubiera triunfado". Es difícil imaginar a Amedo respondiendo a Garzón con una sutileza comparable, pero es cierto que si la aventura de los GAL hubiera obtenido éxito muchos de los que ahora claman habrían aprobado con su silencio.A fines de los 70 muchos políticos y muchísimos particulares pensaban que para acabar con ETA había que aplicarle la ley del talión. Viejos dirigentes nacionalistas, com...

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El juez pregunta al reo con qué apoyos esperaba contar para llevar a cabo su proyecto, y esto es lo que le contesta Luis Augusto Blanqui: "Con el suyo, señoría, y los de otros muchos como usted si yo hubiera triunfado". Es difícil imaginar a Amedo respondiendo a Garzón con una sutileza comparable, pero es cierto que si la aventura de los GAL hubiera obtenido éxito muchos de los que ahora claman habrían aprobado con su silencio.A fines de los 70 muchos políticos y muchísimos particulares pensaban que para acabar con ETA había que aplicarle la ley del talión. Viejos dirigentes nacionalistas, como el famoso gudari Joseba Elósegui -el mismo que se lanzó al vacío en el frontón Anoeta, envuelto en llmas "para ver el fuego de Guernika reflejado en los ojos de Franco"-, lo habían insinuado abiertamente, recordando el antecedente de De Gaulle con la OAS. Según dijo el periodista Raúl Heras en la tertulia matinal de Onda Cero el pasado 17 de febrero, Rodolfo Martín Villa les había preguntado años atrás a Pedro J. Ramírez y a él qué opinaban de la posibilidad de contratar hampones marselleses para acabar con los dirigentes de ETA en Francia.

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Por entonces la discusión se planteaba preferentemente en términos de eficacia: si iba a ser útil o contraproducente. Así siguió siendo tras los primeros atentados de los GAL. Las voces que se alzaron argumentando desde una posición de principios eran minoritarias. Una de ellas fue la de Ramón Rekalde, actual consejero de justicia (en funciones) del Gobierno vasco. Sostenía que de poco serviría derrotar al terrorismo si el Estado asumía los métodos e interiorizaba los valores que movían a los terroristas; pronto o tarde, ese Estado utilizaría tales métodos contra los ciudadanos y lo justificaría en nombre de la eficacia.

Pero incluso entre quienes afirmaban que el fin no justifica los medios había un cierto equívoco: el de aceptar que el fin perseguido era deseable. Grant Wardlaw, máximo especialista en la cuestión, advirtió hace años que el terrorismo, si bien causa grandes males, no es capaz por lo general de poner en cuestión al Estado democrático; mientras que una política antiterrorista ¡legal mantenida durante suficiente tiempo provoca la segura liquidación de las libertades e instituciones democráticas. La cuestión es, por ello, qué puede hacer el Estado democrático para combatir el terrorismo sin dejar de ser democrático. Cualquier planteamiento diferente del problema es perverso.

Sin embargo, es absurdo atribuir la responsabilidad de la creación de los GAL a instancias políticas y al mismo tiempo sostener que sus inspiradores se movían por pulsiones criminales o motivos de venganza. Su intención era acabar con la impunidad de una ETA que llevaban cinco años asesinando a razón de una víctima a la semana. La detención de comandos servía de poco mientras el santuario francés garantizase la continuidad organizativa. La esperanza en una negociación realista (indultos a cambio de entrega de las armas) se había desvanecido ante la exigencia etarra de contrapartidas políticas (autodeterminación, Navarra) que ningún estado democrático podría aceptar sin deslegitimarse gravemente.

La idea de aplicar el talión a ETA buscaba seguramente llevar el enfrentamiento a un nivel en el que el Estado pudiera ofrecer a los terroristas la contrapartida de dejar de matarles a ellos a cambio de que ellos dejasen de matar policías.

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Pero el recurso a medios ¡legales y secretos tiene su propia lógica. De entrada, aleja el control de las medidas antiterroristas de manos de las autoridades civiles. La búsqueda de impunidad por parte de los ejecutores obliga a crecientes concesiones que mermarán la autoridad del gobierno frente a ellos. Si el proceso se prolonga en el tiempo, desaparece la diferencia de legitimidad entre el Estado democrático y los terroristas, lo que da verosimilitud a la idea de una negociación política que establezca una nueva legalidad: la pretendida por los terroristas, impuesta por ellos mediante la fuerza. Así ha sido siempre. Así habría sido si alguien no hubiera detenido aquella aventura.

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