Tribuna:

Política de gabinete

¿Qué prometió, con qué amenazó Adolfo Suárez a los procuradores de las Cortes franquistas para convencerles de que debían disolver aquel tinglado de la democracia orgánica? ¿Qué hablaron Fernando Abril y Alfonso Guerra en la noche del consenso constitucional? ¿Sobre qué exactamente aleccionó el Rey a los dirigentes de los partidos el día siguiente al golpe militar? ¿Qué cosas le habrá podido recordar Guerra a González para obligarle a rebajar de forma tan drástica su intención primera de exigir responsabilidades por el caso Filesa? ¿Qué se dijeron González y Pujol entre dos vuelos trans...

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¿Qué prometió, con qué amenazó Adolfo Suárez a los procuradores de las Cortes franquistas para convencerles de que debían disolver aquel tinglado de la democracia orgánica? ¿Qué hablaron Fernando Abril y Alfonso Guerra en la noche del consenso constitucional? ¿Sobre qué exactamente aleccionó el Rey a los dirigentes de los partidos el día siguiente al golpe militar? ¿Qué cosas le habrá podido recordar Guerra a González para obligarle a rebajar de forma tan drástica su intención primera de exigir responsabilidades por el caso Filesa? ¿Qué se dijeron González y Pujol entre dos vuelos transoceánicos, y González y Arzalluz cenando en La Moncloa?Ya se comprende que esta lista de preguntas, relativas todas a momentos más o menos densos de nuestra reciente historia, podría multiplicarse. El espacio de la política, teóricamente público, abierto a la indagación y a la crítica ciudadana, se vuelve para las grandes ocasiones secreto, íntimo; el debate se desarrolla entonces como conversación a dos, mejor sin testigos, no siempre con comunicado final. Política de comedor y gabinete, propia de políticos que sienten en el espacio público la misma angustia que paraliza al agorafóbico antes de salir a la calle.

Cierto, no habría política si los políticos no conversaran, pues sin negociación y sin pactos la política deviene en guerra o revolución, que exigen y devoran grandes espacios abiertos, calles y plazas que tomar, trincheras que defender. Hay un componente necesariamente secreto, de manteles y visillos, en cualquier acuerdo político, y más vale que los políticos almuercen y mantengan una cordial relación personal a que gruñan y se insulten de continuo. Un factor evidente del éxito de la transición fue la reconocida habilidad de su principal artífice para el ejercicio de la seducción en espacios cerrados.

Pero la política es siempre representación o, literalmente, presentar de nuevo y presentar en público, y, por tanto, simbolizar, significar: lo era ya cuando el sagrado cuerpo del rey se exponía a la pública contemplación y veneración. Lo es, sobre todo, desde la Revolución Francesa, que desacralizó la majestad del rey e introdujo al público como actor transportándolo al escenario mismo de la representación política. Si es verdad que no hay política sin acuerdos entre dirigentes, también lo es que no hay política democrática si esos pactos, que además de ser impulsados y alentados por un público crítico, no incorporan en algún momento a ese mismo público como sujeto del drama, como actor.

El público es inevitablemente, antes o después, a favor o en contra de los primeros actores, sujeto de esa representación. Tal vez nuestros políticos, que se han educado en gabinetes y que acostumbran a hablar en restaurantes, no han percibido del todo esta exigencia' de la política democrática. De ahí la creciente irritación del público hacia los políticos, primer peldaño de un descenso hacia una radical alineación en la que algún individuo con suficiente poder de comunicación puede hacerse con todo el escenario a costa de seducir al público devolviéndole, a través de una pantalla de televisión, la impresión de que al fin se ha erigido en actor principal: Forza Italia tiene algo que ver con la miserable política de alcoba de la que tanto presumían unos viejos politicastros engreídos en su papel de maestros en el arte de la finezza. No hay política sin finezza, desde luego; pero cuando toda la política es finezza, el final tiene ya los nombres de Andreotti y Berlusconi.

Entre el gabinete y la calle existe, desde la Revolución Francesa, un espacio para la representación pública de los acuerdos políticos: el Congreso de los Diputados del pueblo. González, Pujol y Arzalluz parecen olvidar que cuando un acuerdo político no se puede representar parlamentariamente, el público tenderá a pensar que se trata de un acuerdo impresentable.

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