Tribuna:

Elogio del tumbado

El otro día murió en Madrid Juan Carlos Onetti, el gran tumbado de la literatura de este siglo. Onetti llevaba 15 años en la cama, sin levantarse prácticamente nunca, así que, cuando murió, lo único que hizo fue darle a su actitud carácter definitivo. Su postura hasta ese instante había sido solamente voluntaria, si es que voluntario es querer desentenderse por completo de lo que pasa en el mundo.El caso de Onetti, por más que extremo y famoso, no es, empero, el único caso de tumbado conocido. Dentro de la literatura, autores como Aleixandre o como Pío Baroja ejercieron de tumbados en los últi...

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El otro día murió en Madrid Juan Carlos Onetti, el gran tumbado de la literatura de este siglo. Onetti llevaba 15 años en la cama, sin levantarse prácticamente nunca, así que, cuando murió, lo único que hizo fue darle a su actitud carácter definitivo. Su postura hasta ese instante había sido solamente voluntaria, si es que voluntario es querer desentenderse por completo de lo que pasa en el mundo.El caso de Onetti, por más que extremo y famoso, no es, empero, el único caso de tumbado conocido. Dentro de la literatura, autores como Aleixandre o como Pío Baroja ejercieron de tumbados en los últimos años de su vida, aquejados de una extraña enfermedad moral, y otros, sin atreverse a tanto, los describieron en sus novelas o en sus obras de teatro, como aquel personaje de Jardiel que llevaba 20 años en la cama, sin ver a nadie ni hablar con nadie, pero viajando, eso sí, por todo el mundo gracias a la imaginación y a la ayuda de un criado que le servía de gula. Hoy me voy a San Sebastián, decía, por ejemplo, y, cerrando los ojos, se ponía a viajar mientras el criado imitaba los sonidos del tren con la ayuda de una campanilla.

En España, la figura del tumbado es más común de lo que la mayoría imagina. Casos como el de Onetti abundan por todas partes, especialmente en Andalucía, donde todos conocen algún tumbado, alguno incluso dentro de su familia. Un día, la mujer (los tumbados siempre son hombres; hasta ahí aún no ha llegado el feminismo) va a despertar al marido y éste le dice desde la cama, completamente impasible, que no piensa levantarse y, lo que es mucho más grave, que no piensa hacerlo nunca. La mujer comprende al instante (normalmente lo esperaba: al tumbado se le ve venir, como a las nubes) y corre a dar la noticia a sus parientes y a sus amigos. A veces, éstos intentan convencerle para que reflexione y deponga su actitud, casi siempre con resultados negativos, pero la mayoría se limitan a aceptar aquélla como una desgracia que hay que llevar con resignación y con la mayor dignidad posible. Desde ese día, y hasta su muerte, el tumbado recibe en la cama los cuidados de sus familiares y las visitas de sus amigos, a los que suele recibir sentado, con la espalda apoyada en la almohada, como gesto de cortesía, y ya no vuelve a salir de casa ni a interesarse más por lo que pasa en el mundo. El mundo, para él, ahora es la cama, desde la que observa todo con una enorme apatía.

Hay quien dice que el tumnbado lo que pretende en el fondo es volver al claustro materno, que identifica con el calor de las sábanas y la seguridad de lo conocido. Algo debe de haber de eso, en efecto, y de una cierta vagancia (vagancia que a veces es más costosa, desde el punto de vista psicológico, que la alienación del trabajo diario, como constantemente nos demuestran las tardes de los domingos), pero lo que hay fundamentalmente, al menos a mi entender, es una gran dejación y un desinterés total por lo que ocurre en el mundo; desinterés que se muestra en pequeños aspectos, a veces ya en la infancia o en la primera juventud, pero que se desarrolla con el paso de los años, aunque, como las separaciones, no se manifieste fuera hasta un momento concreto y de forma normalmente repentina. Como decía Cortázar, cuando alguien dice que se va es que ya se ha ido.

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Viendo estos últimos días las fotografías de Onetti -las pocas que dejó hacerse-, postrado sobre la cama con su cabeza de león de mar y su mirada llena de whisky, he pensado en los cientos de tumbados que a lo largo de mi vida he conocido. Tumbados no siempre puros (me refiero a la postura), pero tumbados al fin y al cabo, aunque sea sobre la barra de un bar o en los bancos de las plazas públicas. No hace falta quedarse entre las sábanas para apartarse del mundo.

Las noticias sobre Onetti coincidían, además, a veces en la misma página, con los artículos sobre escándalos y corrupciones políticas que, durante los últimos dos o tres meses, han sacudido la vida pública; una vida pública -la española- cada vez más encanallada, más áspera y menos dulce. Y no sólo me refiero a la política. La social, la periodística, hasta la literaria o la deportiva, parecen últimamente haberse contagiado del furor y de la agresividad feroz que, procedentes de aquélla (o reflejadas en ella), impregnan todos los ámbitos, incluso los menos competitivos. Siempre ha sido un poco así (no en vano nos educan para el éxito, no para ser felices), pero en los últimos tiempos se percibe en España una crispación social mayor de la conocida. El malestar general por los múltiples problemas personales y económicos, unido a la decepción por el final de las vacas gordas que para muchos sólo existieron en la imaginación de los socialistas, ha generado una agresividad -agravada por la ira producida entre la gente por el comportamiento bandoleresco de algunos de éstos e interesadamente atizada por sus opositores políticos- que hace casi irrespirable la atmósfera del país y que invita a quedarse en la cama todo el día. En un tiempo como éste en el que la política ya no es un debate de ideas, sino un navajeo público, en el que los periódicos ya no informan, sino que juzgan y acusan (todo al tiempo y todo junto), en el que las televisiones, incluidas las estatales, compiten, al grito de ¡todo por la audiencia!, en ser más cutres y en el que hasta la literatura se valora por el número de ventas, como la mayonesa o los discos, lo mejor es quedarse en la cama o entregarse a la bebida.

Personalmente, debo reconocer que, aun perezoso y escéptico desde mi más tierna infancia -lo que explica, entre otras cosas, mi aversión a la cultura-, aún no he alcanzado el grado de placidez o de desencantamiento necesarios para tumbarme, al menos toda la vida (debo reconocer también que me asusta la etimología: tumbado viene de tumba). Pero, a poco que sigan así las cosas -y parece que no van a cambiar mucho-, dudo de que no llegue a alcanzarlo, si no para quedarme definitivamente en la cama, como los tumbados clásicos, sí al menos para imitarles cuando las circunstancias arrecien o me invada la apatía. De momento, este verano voy a entrenarme por si, a la vuelta, hay elecciones anticipadas y, como todo parece indicar, vuelven a ganar los mismos.

es escritor.

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