Tribuna:

Hay que aprender a evitar las desgracias

Recientemente visité dos preciosas ciudades, Ciudad del Cabo y Beirut. En la primera estuve poco antes de las históricas elecciones, del primer gran paso dado para salir de la dictadura y superar el régimen del apartheid. Una operación dificilísima, basada en compromisos concertados entre los verdugos y las víctimas de ayer. Un camino muy complicado, lleno de peligros, que pocas veces conduce a buen puerto sin derramamiento de sangre. Las pasiones y el odio acumulados durante largos, muy largos años pueden desencadenarse en cualquier momento. La tragedia podrá ser evitada únicamente con...

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Recientemente visité dos preciosas ciudades, Ciudad del Cabo y Beirut. En la primera estuve poco antes de las históricas elecciones, del primer gran paso dado para salir de la dictadura y superar el régimen del apartheid. Una operación dificilísima, basada en compromisos concertados entre los verdugos y las víctimas de ayer. Un camino muy complicado, lleno de peligros, que pocas veces conduce a buen puerto sin derramamiento de sangre. Las pasiones y el odio acumulados durante largos, muy largos años pueden desencadenarse en cualquier momento. La tragedia podrá ser evitada únicamente con un compromiso entre Frederik W. de Klerk y Nelson Mandela, entre un político que antes siempre sirvió al apartheid y otro que durante 27 años estuvo encerrado en una cárcel. La búsqueda de una solución que impida la hecatombe es una obra de los dos, y del éxito de sus esfuerzos y de la eficacia de su diálogo dependerá el futuro del país. De su capacidad de entendimiento dependerá que Ciudad del Cabo siga siendo un bellísimo lugar de la Tierra.En la segunda ciudad, Beirut, pude convencerme de lo que sucede cuando el odio se impone al diálogo y la sed de venganza al compromiso. Hoy, el corazón de esa bellísima ciudad es un cementerio. Su barriada central es un mar de ruinas y escombros, y lo que fueron preciosos hoteles, restaurantes y edificios de viviendas hoy son horribles esqueletos visitados sólo por las ratas. El centro de Beirut es el más sobrecogedor monumento levantado a la locura del hombre, al odio y al rencor, un monumento creado por los propios libaneses, musulmanes y cristianos, que no supieron llegar a un compromiso. Como ocurre en todos los conflictos también en el libanés aparecieron extranjeros que se aprovecharon de las luchas fratricidas. Hoy los libaneses, vestidos de luto, además de tener un Beirut arrasado, tienen que soportar el control de una parte de sus tierras por Israel y del resto por Siria.

Es cierto que el Beirut de antes de la guerra no era un lugar de bondad y honestidad. Por el contrario, era un lugar de corrupción, crimen e injusticia, pero era también una ciudad rica en la que vivían en paz fieles de más de una decena de religiones.

Paseando por las tristes calles del Beirut de hoy, pensé con horror que mi ciudad pudo vivir la misma tragedia. Pensé con aún más horror que cualquier ciudad del mundo podría vivir el espanto de Beirut si sus habitantes no supiesen entenderse.

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Dice un refrán de mi pueblo que "los polacos son sabios después de las desgracias". Ese proverbio me preocupa, porque sé cuánta verdad encierra y cuán débil es aún la democracia en Polonia. Las tensiones sociales reaparecen una y otra vez y el escenario político, en vez de recomponerse, sigue deteriorándose.

Lech Walesa, empeñado en conseguir la reelección como presidente de la República, debilitado por los muchos errores que ha cometido, parece dispuesto a sacrificar los logros de las reformas y hundir el país en una nueva y violenta lucha política, llena de odios y rencores. Se esfuerza por resucitar el espíritu del anticomunismo que animó a Solidaridad, pero al mismo tiempo se vale de hombres del antiguo régimen para controlar el Ejército y los servicios especiales. El sindicato Solidaridad, constructor de la democracia en Polonia, hoy muchas veces en manos de populistas que utilizan la retórica del populismo, el racismo y la xenofobia, se desliza cada vez más hacia actitudes extremistas.

Las agrupaciones que se autodefinen como de derecha, derrotadas después de haber abusado de los símbolos de la Iglesia, siguen empeñadas en buscar la salvación del país mediante la exclusión de los ex comunistas de la vida pública.

La propia Iglesia católica, que tan extraordinario papel desempeñó en el camino hacia la democracia, una vez conquistada la anhelada meta, modificó su actitud, y de sabia consejera que era trató de convertirse en uno de los protagonistas deseosos de imponer su voluntad.

El comunismo desapareció, pero la Iglesia encontró nuevos enemigos: las ideas liberales y el Estado laico. Sus ataques contra ambos sintonizaron con los que lanzaban los populistas y nacionalistas.

La coalición gubernamental, integrada por los ex comunistas de la Alianza de la Izquierda Democrática y los agraristas del Partido Campesino Polaco, que fueron fieles aliados durante casi 40 años de dictadura, parece haber agotado su creatividad y, paralizada por Walesa, se hunde cada vez más en una lucha fratricida.

Es cierto que Polonia está aún muy lejos de la catástrofe y que su economía, pese a todo, se fortalece, pero no menos cierto es también que los procesos que hoy observamos debilitan incesantemente los tejidos y estructuras sociopolíticas del país y amenazan con un colapso.

Y no porque exista el peligro de la restauración del comunismo. Los hombres que lo sostuvieron ayer son hoy frecuentemente partidarios de la economía de mercado. El peligro radica en la posibilidad de que las ambiciones, odios y rencores se impongan a la necesidad de diálogo y de compromisos. Los enemigos de las reformas, aunque movidos por distintas causas, abundan en la escena política polaca, también dentro de la actual coalición gubernamental, y amenazan con desbaratar lo que ya se ha conseguido si todos los partidarios de la nueva Polonia no renuncian a los prejuicios para concertar un acuerdo y convencer juntos a los polacos de que son engañados por quienes afirman que se puede construir un futuro mejor sin sacrificios ni dolor, por quienes les dicen que se pueden "quemar etapas", por quienes aseguran que "sólo los ricos se benefician de las reformas y sólo ellos deben sostener su carga".

Ante Polonia se abre un periodo muy difícil marcado por una campaña presidencial que durará más de un año, porque ya ha comenzado, mientras que las elecciones no se celebrarán hasta el otoño de 1995. Sus aún débiles instituciones democráticas pueden no resistir la prueba que supondrá una lucha política sin cuartel durante un periodo tan largo. Y es esa amenaza la que me espavienta, porque temo que el proverbio polaco que ya cité consiga una confirmación más de su sabiduría, y no "sepamos ser sabios antes de las desgracias".

Adam Michnik es editor del periódico polaco Gazeta Wyborzca.

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