Reportaje:

Fábrica de músicos

Naves industriales y almacenes se reconvierten en locales de ensayo de los grupos madrileños

No es que los rockeros no sean buenos, como decía aquella canción de Barón Rojo, pero sí lo suficientemente ruidosos para constituir un vecindario poco apetecible. Por eso, y porque en la capital de la extinta movida basta, sin embargo, levantar una piedra para que aparezca un puñado de grupos, los locales donde las bandas ensayan se encuentran, en su mayoría, en las afueras, entre naves industriales, talleres y gasolineras, o inmersos en un paisaje suburbial de chabolas y vías de tren.En la prehistoria del rock español, muchos de estos locales eran fábricas y almacenes, posteriormente reconve...

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No es que los rockeros no sean buenos, como decía aquella canción de Barón Rojo, pero sí lo suficientemente ruidosos para constituir un vecindario poco apetecible. Por eso, y porque en la capital de la extinta movida basta, sin embargo, levantar una piedra para que aparezca un puñado de grupos, los locales donde las bandas ensayan se encuentran, en su mayoría, en las afueras, entre naves industriales, talleres y gasolineras, o inmersos en un paisaje suburbial de chabolas y vías de tren.En la prehistoria del rock español, muchos de estos locales eran fábricas y almacenes, posteriormente reconvertidos en factorías de músicos. Todas las tardes, miles de jóvenes -sólo en la zona sur hay más de 200 bandas- dejan a un lado la carpeta estudiantil o el uniforme del trabajo para encerrarse en cuartos minúsculos que truenan con el ruido y la furia de bajos, guitarras y baterías. Todo un derroche de decibelios que muy contadas veces da para vivir.

Lejos de las estrellas

Los grupos que acuden a los locales de Mario aún están muy lejos de alcanzar el estrellato. Mario, que pronto será rebautizado como Acrópolis, es un conjunto de casitas con fachadas de yeso a un lado del paseo de Extremadura, a la altura de Batán; galerías de ladrillo sin revocar y cabinas insonorizadas a base de gomaespuma, corcho y fibra de vidrio le dan un aspecto muy marginal. Son 20 habitáculos en los que ensayan 40 grupos, a dos por cabina, con lo que se comparte el alquiler, que supone unas 35.000 o 40.000 pesetas. "Lo malo es la humedad que hay aquí", comentó Pablo, bajista de El Búho, pero a nosotros, que hemos tocado desde en iglesias hasta en sedes del PCE, nos compensa por el horario (24 horas al día). Aquí te dan la llave y vienes cuando te apetece.

Mario, el dueño, es un percusionista que adquirió el inmueble para uso propio, pero la demanda de los grupos le llevó a abrirlo al público. "Está bien que haya sitios donde ensaye el personal, porque en la calle lo único que hacen es ponerse hasta arriba".

El Mario, como el resto de los locales, abarca un variado elenco de tendencias musicales: heavies descarriados, pulcros poperos, siniestros de negras vestimentas, incluso bandas de inspiración jazzística, caso de los Latina Saxophone Quartet, cuatro saxofonistas: un checoslovaco, un argentino, un madrileño y un inglés. Este último, John, llevaba varios años en Madrid "un poco a lo que saliera, en trabajos eventuales, pero últimamente malvivo con el dinero de las actuaciones. Nos movemos por el circuito de cafés de jazz de la zona de Huertas. Sacamos para pagar este local y los instrumentos".

El reciclaje o la extinción son los destinos contrapuestos de estos talleres de músicos. Antros como el Faico, pionero en Madrid, que estaba situado encima de una gasolinera en Embajadores, donde los usuarios se codeaban con las ratas y el dueño convencía escopeta en mano a los remisos a dejar los instrumentos para que respetaran el horario, optaron por echar el cierre definitivo. Otros, como El Papi, La Isla de Gabi o Perón, se han adaptado a los nuevos tiempos. Incluso han surgido algunos como La Nota, en la zona de Campamento, gestionado por Hermes Calabria, batería de los Barón Rojo, donde se provee a los músicos de instrumentos y dispone de estudios de grabación -el alquiler para ensayo es de 300 pesetas por hora y persona)-; otro como Carabós, ubicado en Carabanchel, dispone, frente a las mínimas dimensiones habituales, de cabinas de hasta 40 metros cuadrados. Un lujo.

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De cualquier modo, confiesan los propietarios, las relaciones con los sucesivos ayuntamientos han sido difíciles en la mayoría de los casos. En Tablada, barrio de Tetuán, se han visto obligados a cerrar a las nueve de la noche para no plantear problemas con los vecinos, y hace tiempo que dejaron de organizarse actuaciones en directo. "Eso sí, ninguno de los grupos que vienen sobrepasa los 60 decibelios, que es la medida municipal estándar", afirman los responsables de lo que hasta hace 13 años era una fábrica de zumos y entre cuyos muros sonaron, en los primeros ochenta, las canciones más representativas del rock urbano y el rollo madrileño: Mermelada, Leño, Labanda, Ñu...

Un mes de ensayo en Tablada sale por 55.000 pesetas, la mitad si se comparte con otra banda.

En Vallecas, barrio de tradición rockera, se encuentran dos de los locales más emblemáticos: La Factoría y La Nave. El primero alberga a 200 grupos. "Somos el centro más grande de toda Europa", dice satisfecho Kenny, uno de los gestores.

La Factoría, sin embargo, no cuenta con ventilación, una innovación aún reciente en estos centros. "Nosotros tenemos la suerte de haber pillado un cuarto con refrigeración natural", bromean los miembros de Bámbara señalando la ventana del local, desde la que se ve un puente por el que pasa pitando hacia Atocha un tren que ahoga el sonido de los instrumentos. "Esto parece Nueva York", dice Alberto Gambino, pianista del grupo. Gambino ha puesto los teclados a las grabaciones de casi todos los cantautores españoles; otro de los Bámbara, Seidú, es percusionista con Kiko Veneno; el guitarra y el batería viajan ahora por Europa como acompañantes de Héroes del Silencio.

El 'blues' del desencanto

"Sólo en la zona sur", dice Mabel Gracia, vicepresidenta de La Nave, "se calculan unas 2.000 bandas. Claro que muchas no duran cuatro días; por aquí han pasado bastantes que se cansan y terminan por dejarlo". En La Nave, la tarifa por local oscila de las 30.000 a las 100.000 pesetas mensuales. "Los mejores estudios los cogen los consagrados: Miguel Bosé, Perales, Aute, Paloma San Basilio, pero no suelen estar mucho tiempo, uno o dos meses les bastan para preparar los discos".

Los fines de semana se organizan conciertos que son un medio de autofinanciación de la clientela, que, de paso, puede pagar así algún alquiler atrasado, pues, junto con los millonarios en ventas, conviven los grupos de pub y grabaciones caseras. 'Tos que hacemos lo que nos gusta pasando de lo comercial lo tenemos muy chungo para salir adelante", se lamentaban Los Créditos, músicos de rythm and blues, mientras atacan los primeros compases de Further up on the road, de Eric Clapton.

Las salas del 'lejía'

El más curioso de los locales madrileños de ensayo, aunque no por ello el más conocido, se encuentra en un descampado próximo a la estación de metro de Ascao. Rogelio, un legionario que quedó inválido de las piernas tras un accidente en El Aaiún, lo construyó hace 18 años con sus propias manos: "Pues claro, qué se había creído usted".La fachada y los patios interiores de los locales del 'lejía' se hallan casi totalmente cubiertos por la hiedra y otras plantas trepadoras. "Empecé con unos geranios que me regalaron y así hasta hoy". Pintados en la puerta, la insignia de la Legión y el lema Soy el novio de la muerte certifican la estancia de El Roge en el Tercio.

En el interior, la sala central aparece profusamente decorada con espumillón navideño, carteles y fotografías -desde Travolta a los Led Zeppelin, incluyendo a Asfalto y al doctor Cabeza- dan fe de la heterogénea clientela del local. Por allí pasaron nombres legionarios, como Tequila o Radio Futura, pero Rogelio, prefiere recordar a "Los Chunguitos o a Marián Conde. Hasta Manolo Escobar estuvo unos días con su grupo. Antes se hacía una música más profunda, no como la de estos chavales de ahora que, con esos pelos, más que grupos parecen sectas. Aunque, bueno, aquí hemos tenido de todo: rusos, polacos, chinos.... también estuvieron dos negras guineanas, expulsadas por Macías, que nos las tiramos un colega y yo", se ríe mientras la voz monótona de un transistor en la cocina de la casa se mezcla con las vibraciones de fondo de los grupos. Éstos pagan un alquiler que va de las 10.000 a las 15.000 pesetas, dependiendo de suantigüedad, y siguen la práctica generalizada de dos formaciones por cabina.

Ahora las aficiones botánicas de El Roge y las musicales de las sectas sónicas se ven seriamente amenazadas por el empuje de la especulación. "Van a arrasar toda la zona para construir bloques y todos los gitanos de las casas bajas ya han firmado para cobrar la indemnización. Pero yo paso, vino aquí la concejala de Ventas y la eché a la calle; al fin y al cabo yo estoy haciendo algo, estoy trabajando por la juventud, ¿no? Antes que firmar haré una fiesta con champaña y luego prenderé fuego al local", declara Rogelio con orgullo de último superviviente.

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