Tribuna:

El ombligo

Para los madrileños, ya lo decía Juan García Hortelano, a partir de Las Ventas empieza Guadalajara. A partir de Las Ventas empieza Guadalajara, y a partir de La Moncloa, Segovia, y a partir de Atocha, La Mancha. Para los madrileños, como para los asturianos, Madrid es España y lo demás tierra conquistada.Vista desde Madrid, y por los madrileños, España es un inmenso páramo salpicado de pueblos y de pequeñas ciudades por las que cruzan las carreteras como si fueran relámpagos y, en sus bordes más extremos, urbanizaciones playeras donde ponerse morenos en las vacaciones de verano y de Semana San...

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Para los madrileños, ya lo decía Juan García Hortelano, a partir de Las Ventas empieza Guadalajara. A partir de Las Ventas empieza Guadalajara, y a partir de La Moncloa, Segovia, y a partir de Atocha, La Mancha. Para los madrileños, como para los asturianos, Madrid es España y lo demás tierra conquistada.Vista desde Madrid, y por los madrileños, España es un inmenso páramo salpicado de pueblos y de pequeñas ciudades por las que cruzan las carreteras como si fueran relámpagos y, en sus bordes más extremos, urbanizaciones playeras donde ponerse morenos en las vacaciones de verano y de Semana Santa.

En medio, y entre unos y otras, lo que los madrileños ven al pasar es el campo; ese inmenso territorio del que hablan normalmente con desprecio y que identifican a veces con toda España. "Vamos al campo", dicen algunos al despedirse de sus vecinos, aunque a donde se dirijan sea a Zaragoza, o a Ávila, o a Salamanca. Para los madrileños, el campo es todo aquello que escapa a sus dominios ciudadanos y donde empiezan a darse cuenta de que son exactamente como todos los demás. Es decir: el campo es ese lugar donde, como decía alguien, andan los pollos crudos y se siente la orfandad de los vencidos, el silencio y la nostalgia y la propia lejanía de Madrid.

Porque, para los madrileños -y para todos los españoles-, Madrid es un inmenso ombligo en el que todos se miran, unos con la satisfacción de creerse el centro del mundo y otros con la desconfianza de sentirse desplazados de ese eje que hace moverse la rueda en la que todos giramos y a la que nadie puede escapar.

Por eso, los madrileños se pasan toda la vida mirándose el ombligo sin descanso y creyéndose los reyes del país, y por eso los españoles los miran con el recelo de quienes se saben íntimamente desplazados por aquéllos a un segundo o tercer lugar. Piensan aquéllos, no sin motivo, que el ombligo es todo el cuerpo, o al menos su centro exacto y el origen y el destino de todo lo demás, y éstos, no sin los suyos, que el ombligo solamente es el desagüe en que confluyen los desechos y los sueños del país.

Lo que unos y otros no saben es que este ombligo antiguo y humilde, redondo como una tarta, que es en el fondo Madrid, hace tiempo que ha perdido, respecto de sus extremos y sus provincias, su poder de atracción centrífuga y aun el propio cordón umbilical.

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