Editorial:

Causas y efectos

LOS SINDICATOS consiguieron ayer paralizar la gran industria, la construcción y buena parte del transporte -excepción hecha de los servicios mínimos-. Tuvieron una adhesión desigual en el comercio y bastante limitada en educación, sanidad y sector público. En otras palabras: la huelga no fue tan general. Al margen de la guerra de cifras inevitable en estos casos, no es posible saber cuántos pararon por identificación con los motivos que invocaron los sindicatos y cuántos por otras razones, incluyendo la imposibilidad de hacer otra cosa o, simplemente, el miedo en el caso de los comerciantes au...

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LOS SINDICATOS consiguieron ayer paralizar la gran industria, la construcción y buena parte del transporte -excepción hecha de los servicios mínimos-. Tuvieron una adhesión desigual en el comercio y bastante limitada en educación, sanidad y sector público. En otras palabras: la huelga no fue tan general. Al margen de la guerra de cifras inevitable en estos casos, no es posible saber cuántos pararon por identificación con los motivos que invocaron los sindicatos y cuántos por otras razones, incluyendo la imposibilidad de hacer otra cosa o, simplemente, el miedo en el caso de los comerciantes autopatronos, que se hacían la huelga a sí mismos.En una huelga general confluyen, por la propia naturaleza de esa forma de protesta, las más variadas, y a veces contradictorias, motivaciones. Numerosos obstáculos dificultaron en la práctica la posibilidad de disentir de la consigna sindical. Seguramente es utópico pensar en una huelga general desarrollada sin un alto grado de coacción, en condiciones de plena libertad para elegir, de manera que el que quiera trabajar pueda hacerlo, y el que prefiera parar, pueda también hacerlo sin temor. Su seguimiento -objeto siempre de debate numérico- no puede, por ello, ser un aval absoluto a los motivos de, la convocatoria. Por eso mismo, la huelga general no parece el método más adecuado en una democracia moderna para expresar la voluntad de los ciudadanos. Mucho menos cuando se trata de rebatir la decisión mayoritaria -más del 90%- de un Parlamento elegido siete meses atrás.La batalla de los servicios mínimos se jugó por adelantado y en el terreno de la opinión pública. El objetivo de los sindicatos era crear incertidumbre sobre si habría o no transportes urbanos y de cercanías, buscando el desestimiento de quienes dudasen. El efecto se completó con el estratégico aviso de última hora, según el cual las centrales no se responsabilizaban del "cumplimiento de los servicios mínimos decretados por el Gobierno". Si ello se combina con las advertencias sobre los "piquetes contundentemente informativos", resulta sarcástico cuando no cínico que algunos dirigentes sindicales hablasen ayer de las "medidas coercitivas" y los "servicios abusivos de Gobierno y patronal" que la huelga había tenido que superar. Una de las lecciones de la jornada es que la peor ley de huelga es mejor que ninguna.

Pero sería absurdo considerar que la amplia repercusión de la protesta es únicamente fruto del ventajismo con que los sindicatos la plantearon. Si ha hecho confluir tantas voluntades es porque el motivo central de la huelga, la reforma laboral, suscita el temor de muchos trabajadores. Ello no significa que el Gobierno y el Parlamento deban renunciar ahora a llevar adelante la reforma -gobernar implica a veces adoptar decisiones impopulares-, pero sí que a la hora de aplicarla será preciso tener en cuenta ese factor.

Los principales partidos, con excepción de Izquierda Unida, incluyeron en sus programas medidas tendentes a modificar el marco laboral. Pero es verdad que ninguno de los candidatos puso el acento en ese aspecto de sus ofertas. Cuando Aznar dice que se trata de una huelga "contra Felipe González hecha por quienes le votaron y ahora se sienten engañado" dice una parte de la verdad. Falta añadir que él mismo se cuidó de sacar el tema a debate. Hubo un ocultamiento deliberado por parte de los candidatos de las consecuencias lógicas que se derivaban de sus propios diagnósticos.

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Pero también es cierto que todos ellos pusieron en primer plano la prioridad de la lucha contra el desempleo y la opción por la concertación como método de abordarla. Se trataba de pactar las condiciones que permitieran compensar la pérdida de competitividad de la economía española que ha provocado un aumento vertiginoso del paro. En teoría, un acuerdo de ese tipo habría permitido, si no evitarla, plantear la reforma laboral de manera más gradual. El fracaso de la concertación -puesto de manifiesto en la resistencia de los salarios a bajar- vino a dar la razón a los sectores que sostenían que era precisamente la estructura del marco laboral español, más rígido que el de nuestros principales competidores, lo que impedía adaptar los salarios a la coyuntura: más concretamente, cambiar salarios por empleo. La conclusión fue que la reforma de ese marco era la tarea prioritaria.

El objetivo último de la flexibilidad es producir un reparto forzoso de un bien escaso, el trabajo, que en España no realiza espontáneamente el mercado (laboral). En la medida en que ello afecta a derechos adquiridos, una reforma de ese tipo nunca será popular. Además, algunos aspectos de la reforma permiten, o no imposibilitan, abusos por parte de empleadores sin escrúpulos. Pero combatir esos riesgos de abuso sin por ello anular de raíz la reforma sólo es posible mediante la acción sindical responsable en cada empresa, de acuerdo con sus condiciones y expectativas. El propio programa electoral del partido del Gobierno propugnaba, como contrapeso a la flexibilidad laboral, el "aumento de las facultades de control de los representantes de los trabajadores". Más que a combatir leyes que cuentan con el respaldo mayoritario del Congreso, estaría bien que los sindicatos dedicasen sus esfuerzos a vigilar la correcta aplicación de las mismas y a luchar contra los abusos.

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