Tribuna:

Habanera de Madrid

El otro día, en la sala Caracol de Madrid, mi amiga María Salgado presentó su nuevo disco de habaneras. María Salgado tiene la voz de seda y la mirada de gata y una melancolía muy honda que se le escapa a veces por las grietas de su sonrisa abierta y desenfadada. María Salgado canta como los ángeles: sin hacer ruido, pero parando el aire.Las habaneras de María Salgado son las de siempre, pero también las desconocidas, las que quedaron prendidas en tierra adentro, que es de donde viene ella, y que le ponen un punto de melancolía y salitre a los pardos horizontes de los campos castellanos: "En u...

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El otro día, en la sala Caracol de Madrid, mi amiga María Salgado presentó su nuevo disco de habaneras. María Salgado tiene la voz de seda y la mirada de gata y una melancolía muy honda que se le escapa a veces por las grietas de su sonrisa abierta y desenfadada. María Salgado canta como los ángeles: sin hacer ruido, pero parando el aire.Las habaneras de María Salgado son las de siempre, pero también las desconocidas, las que quedaron prendidas en tierra adentro, que es de donde viene ella, y que le ponen un punto de melancolía y salitre a los pardos horizontes de los campos castellanos: "En una tierra donde no hay palmeras / y el horizonte parece el mar... Por eso, la voz de María Salgado era como un fado extraño en el ambiente agitanado y moderno de la sala más gitana y moderna de Madrid. Vísperas de Navidad y con las calles llenas de niebla y de luminarias, cuando salimos, el eco de las habaneras se fundía con el de los villancicos, dándole a la ciudad un aire de puerto antiguo o de postal con nieve más próximo al de una ciudad costera del Norte que al de ese pueblo manchego que presume de gitano y de moderno y que se queda siempre a medias de ambas categorías, dividido como está entre su vocación abierta y cosmopolita y su condición castiza y funcionarial.

Madrid es una habanera que nadie ha escrito, una canción de marinos que nunca verán el mar. Tiene ese aroma a salitre que le dan sus patios antiguos y el horizonte azul y ondulado de las montañas del Guadarrama, pero la melancolía se la han robado hace ya años los millones de antenas y de edificios que se asoman a sus cielos intentando alzarla del suelo e impidiéndole ver el mar. El mar está en sus peceras y en los ojos de los, alcohólicos que se anclaron en los bares de sus puertos (puertos de nombres antiguos: Gran Vía, la Castellana, las Huertas, Sol) y en ese faro imposible que recientemente le han construido en Moncloa para hacer real su ficción. Nadie como los madrileños tan añorantes del mar y nadie, también, como ellos, tan moridos de nostalgia por su puerto cuando, se alejan de él.

Ahora que un año ha acabado y otro empieza ya a correr, Madrid, bajo las luminarias de la Nochevieja, parece más que nunca un puerto seco lleno de marineros borrachos que cantan, como María Salgado, habaneras imposibles en la noche porque en Madrid no hay palmeras ni espuma, aunque su vocación siga siendo portuaria y su sed sea tan vieja como el mar.

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