Cartas al director

Bosnia, sí; sida, también

No deja de parecerme paradójico -y por qué no decirlo, de producirme una cierta indignación- el revuelo informativo que se produce en todos los medios de comunicación y el dolor participativo que va desde las más altas esferas del país hasta la gente de la calle, pasando por partidos políticos e instituciones, cada vez que muere un soldado español en la ex Yugoslavia.Los soldados que van a la guerra, a una guerra que siempre es cruel y casi siempre inútil, saben el riesgo que corren. Y es muy loable que, a pesar de ello, lo asuman.

Evidentemente, la muerte es algo trágico, es el horror ...

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No deja de parecerme paradójico -y por qué no decirlo, de producirme una cierta indignación- el revuelo informativo que se produce en todos los medios de comunicación y el dolor participativo que va desde las más altas esferas del país hasta la gente de la calle, pasando por partidos políticos e instituciones, cada vez que muere un soldado español en la ex Yugoslavia.Los soldados que van a la guerra, a una guerra que siempre es cruel y casi siempre inútil, saben el riesgo que corren. Y es muy loable que, a pesar de ello, lo asuman.

Evidentemente, la muerte es algo trágico, es el horror llevado al absurdo, y cuando se trata de una persona joven, del final de la adolescencia y el comienzo del sufrimiento, va en contra de toda razón.

Pero esto sucede también con los enfermos de sida. Todos los días muere en España un joven enfermo de sida, exactamente 1,7 según las estadísticas, y nadie se conmueve; es el silencio, casi el ocultamiento.

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Los enfermos de sida han tenido una vida basculante entre la claridad y la sombra, la esperanza y la desesperanza, la paz y la tormenta. Afrontan días y noches interminables, aferrados a una violento vaivén emocional entre el pánico y la desesperación.

El sida, como casi todos nuestros males, proviene de la sociedad.

¿Por qué entonces estos enfermos de rostros desencajados, hechos de dolor y angustia, de miedo y deseperanza, de soledad y enfermedad, de depresión y silencio, deben enfrentarse automáticamente al oprobio?

¿Por qué se les niega el derecho a la rabia, a la indignación, y el privilegio de la debilidad? ¿Por qué no se les concede un protagonismo cuando menos igual al de otros que también se han ido demasiado pronto?

¿Cómo se puede, después de tanta tragedia, continuar galopando en pos de vanidades que no representan nada?

En la entrega de los premios Príncipe de Asturias de este año había un palco de honor reservado a las viudas de los soldados muertos en combate en Bosnia. No me hubiera parecido mal si el resto prácticamente del teatro Campoamor se hubiera reservado para lo que una amiga mía llama con acierto el colectivo de huérfanos e hijos del sida. Posiblemente hubiera hecho falta el aforo de una plaza de toros.

Y no sirve decir que este año el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia se concedía a los cascos azules, porque el año pasado el mismo premio se concedió a la ANFAD, fundación estadounidense para la lucha contra el sida, que lidera con generosidad personal la actriz Elisabeth Taylor, y tampoco había una pequeña representación ni de los propios enfermos ni de los huérfanos de hijos del sida.

Ella tenía 30 años y los ojos color de otoño. Era tímida, hablaba poco y bajito, pero estaba ahí y sólo con estar llenaba la vida.-

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