Tribuna:

Tribulaciones de un presidente progresista

Durante sus primeros ocho meses de presidencia, Bill Clinton ha decepcionado a muchas de las personas que más esperanzas habían puesto en un cambio de las administraciones -egoístas y favorables a los ricos- de Reagan y Bush; y ha decepcionado las simpatías generalizadas, y las preocupaciones sociales, que caracterizaron los programas nacionales de Franklin Roosevelt, Lyndon Johnson y Jimmy Carter. Es verdad que su relativa ingenuidad personal y la total falta de experiencia de Washington le condujeron a varios errores de juicio muy patentes, pero los verdaderos obstáculos a los que Clinton se...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Durante sus primeros ocho meses de presidencia, Bill Clinton ha decepcionado a muchas de las personas que más esperanzas habían puesto en un cambio de las administraciones -egoístas y favorables a los ricos- de Reagan y Bush; y ha decepcionado las simpatías generalizadas, y las preocupaciones sociales, que caracterizaron los programas nacionales de Franklin Roosevelt, Lyndon Johnson y Jimmy Carter. Es verdad que su relativa ingenuidad personal y la total falta de experiencia de Washington le condujeron a varios errores de juicio muy patentes, pero los verdaderos obstáculos a los que Clinton se enfrentará durante los próximos cuatro u ocho años tienen que ver con la situación económica y con la actitud de la clase media empresarial y profesional hacia el papel del Gobierno federal y hacia el pago de impuestos.La crisis económica consta de al menos tres componentes diferentes, ninguno de ellos fácil de resolver. Un componente es la recesión normal en el ciclo económico que es característica del sistema capitalista. Otro es el inmenso déficit generado por la insensata política reaganista de incrementar el gasto militar y reducir los impuestos al mismo tiempo. El interés sobre ese déficit absorbe ya alrededor de 15 centavos de cada dólar que el Estado recauda en impuestos. Y, por último, está el hecho de que, en los años noventa, una gran proporción de puestos de trabajo tanto en el sector industrial como en el administrativo está desapareciendo debido a la automatización de la industria y a la informatización de toda clase de trabajos administrativos y burocráticos.

Entre 1930 y 1980, muchos Gobiernos europeos y norteamericanos amortiguaron las caídas cíclicas siguiendo el consejo de John Maynard Keynes de utilizar la inversión pública como un medio para "cebar la bomba". Clinton intentó incluir un programa de obras públicas federal en su primer presupuesto. Ese programa, además de contribuir a mitigar el desempleo, habría puesto en marcha la reparación de carreteras, puentes, aeropuertos, infraestructura para el control de inundaciones, etcétera, del sector público, que ya viene haciendo falta desde hace mucho tiempo. Pero la mayoría de los congresistas, incluidos muchos demócratas, se negó a votar a favor de un programa de incentivos económicos aduciendo que era más importante la reducción del déficit.

Pero luego la reducción del déficit resultó ser más retórica que real. El presidente propuso un impuesto sobre la energía que habría generado unos 50.000 millones de dólares en ingresos a la vez que habría supuesto un incentivo para utilizar todos los combustibles de manera más eficaz y menos perjudicial para la biosfera. Pero la mayoría de los congresistas, entre la que nuevamente se encontraba un buen número de demócratas, prefería introducir recortes en la asistencia médica, las cartillas alimenticias, los programas de renovación urbana y otras prestaciones sociales a gravar con impuestos el sistema industrial que más energía derrocha del mundo. Tras sacrificar el impuesto energético y perder el programa de obras públicas, el presidente consiguió, por un margen de un voto, un presupuesto que reducirá ligeramente el déficit durante cuatro años, tras los cuales volverá a crecer. Según Benjamin Friedman, presidente del departamento de Economía de la Universidad de Harvard (texto publicado en The New York Review of Books, 15 de julio), "incluso en su punto más bajo, en 1997, el déficit seguirá absorbiendo más de la mitad de los ahorros netos del país, y la deuda pendiente del Gobierno seguirá subiendo con respecto a la renta nacional".

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Afortunadamente, Clinton es un hombre que no se deja desanimar fácilmente. Hablando como si su derrota presupuestaria hubiera sido una "victoria", presenta ahora ante el Congreso la primera legislación en la historia de Estados Unidos que tiene por objetivo proporcionar cobertura médica universal a todos los habitantes del país. Hillary Rodham, una experta abogada cuyo compromiso y experiencia con los problemas de los niños desfavorecidos se remontan a muchos años -y que da la casualidad de que además es la señora de Clinton-, fue muy elogiada por todos los sectores del Congreso en su exposición del primer día, en la que explicó el contenido del plan Clinton.

En Estados Unidos existe un consenso generalizado acerca de la necesidad de un plan sanitario nacional auspiciado por el Estado. Por consiguiente, es previsible que el plan del presidente, debidamente reducido en su alcance, merezca al menos cierta aprobación entre los republicanos y sea aprobado por un margen de algo más de un voto. Pero el líder de la minoría del Congreso, Robert Michel, ya ha dicho que "puede acabar siendo algo que merezca nuestro voto favorable si no se establece con carácter obligatorio, y eso va a ser difícil de conseguir". Por consiguiente, si el proyecto de ley "obliga", por ejemplo, a fijar unos precios máximos para medicamentos o tecnología cara, muchos republicanos se sentirán obligados moralmente a votar en contra, y el que avisa no es traidor. El presidente, asustado por su experiencia con el presupuesto, intenta decir que no serán necesarios nuevos impuestos, que el plan se financiará con los ahorros que pueden conseguirse evitando el "derroche" en asistencia sanitaria y otros programas existentes. Como ha dicho el senador Moynihan, liberal, pero sin pelos en la lengua, esta idea es una "fantasía".

¿Por qué resulta políticamente desastroso para un presidente muy inteligente, honesto y consciente proponer medidas económicas o sanitarias que requieran más impuestos si no van a incrementar también el ya inmenso déficit? La respuesta a esta pregunta requeriría mucho más espacio del que me queda en este artículo, pero sí puedo señalar los principales factores. En primer lugar, el presidente Reagan sustituyó la política de "impuesto y gasto" del Partido Demócrata por una política de "préstamo y gasto", más afín a los republicanos. Durante casi toda la década de los ochenta funcionó. Estados Unidos pasó de ser el principal acreedor del mundo a convertirse en el principal deudor del mundo, pero la industria, la exportación agrícola, las empresas y los profesionales estadounidenses prosperaban, y sus impuestos eran aproximadamente un 25% inferiores a los que tenían con el Gobierno de Carter.

En segundo lugar, la amplia clase media empresarial y profesional se considera virtuosa y se siente a la vez agraviada. Como resultado de un trabajo duro y una minuciosa planificación, conduce mejores coches, vive en casas más amplias y mejor amuebladas, y tiene mayores carteras de acciones de las que ha tenido nadie en ninguna época anterior, si se exceptúa una diminuta minoría de familias realmente ricas. Se trasladó a las zonas residenciales para estar apartada de las personas de color y de los pobres. Invirtió de buena gana en colegios privados, rifles telescópicos, aparatos electrónicos de seguridad y caros perros guardianes devoradores de carne, para proteger a sus seres queridos de una sociedad urbana cada vez más violenta.

Considera que con el actual sistema de bienestar ya están pagando los gastos médicos de los drogadictos, los costes de vida básicos de las madres con hijos ilegítimos, que en un desproporcionado número de casos no son blancas, y los costes de las escuelas públicas a las que prefieren no enviar a sus hijos. Al mismo tiempo, la educación de sus nietos, su asistencia médica y sus numerosos gastos de seguros han aumentado tan rápidamente que esa clase media prevé una caída en el nivel de vida de sus herederos. Y, ahora, un ingenuo joven presidente le dice que debería pagar más por su energía y utilizarla en menor cantidad, e intenta evitar decirle que tendrá que pagar más impuestos para proporcionar seguro de enfermedad a esa octava parte de la población que hasta ahora no lo ha tenido.

Por cuestiones de conciencia, esta clase empresarial y profesional conservadora estará de acuerdo con que se establezca alguna forma de cobertura médica universal mínima. Pero combatirá cualquier cosa que, mediante impuestos o legislación, pueda reducir la autonomía personal que considera como una de sus "prerrogativas", por utilizar un término que sus miembros a menudo aplican desdeñosamente para referirse a las pensiones de sus compatriotas menos prósperos. Y no he aludido al problema del desempleo tecnológico ni al de las implicaciones morales del egoísmo de las clases prósperas. Seguro que el lector se da cuenta de por qué la vida le resulta tan dificil al presidente más progresista de Estados Unidos desde Franklin Roosevelt.

Gabriel Jackson es escritor.

Archivado En