Tribuna:CRISIS DE ESTADO EN RUSIA

El campo de minas de nuestra libertad

La autora afirma que en Rusia se ha vuelto a perder la libertad, la democracia, el parlamentarismo, la paz y el acuerdo social. Si los rusos osan interpretar esa derrota como victoria, agrega, perderán el futuro.

Rusia vive de nuevo una tragedia nacional. Entierran a los cadáveres y en las ruinas de la Casa Blanca buscan a los vivos y a los muertos. La puesta de largo de la democracia rusa se convirtió en el aplastamiento el Parlamento y el asalto a la sede parlamentaria. Por tercera vez, tras la disolución de la asamblea Constituyente en 1918 y la abolición del Congreso de los Diputados Populares de la URSS en 1991, se manifestó el horrible hábito del poder popular patrio de devorarse a sí MISMO. El Parlamento ya no existe. Y por el momento no se sabe si vale la pena alegrarse de esta circunstancia.En...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Rusia vive de nuevo una tragedia nacional. Entierran a los cadáveres y en las ruinas de la Casa Blanca buscan a los vivos y a los muertos. La puesta de largo de la democracia rusa se convirtió en el aplastamiento el Parlamento y el asalto a la sede parlamentaria. Por tercera vez, tras la disolución de la asamblea Constituyente en 1918 y la abolición del Congreso de los Diputados Populares de la URSS en 1991, se manifestó el horrible hábito del poder popular patrio de devorarse a sí MISMO. El Parlamento ya no existe. Y por el momento no se sabe si vale la pena alegrarse de esta circunstancia.En herencia nos ha quedado un vasto campo de minas que puede hacer saltar la tierra en cualquier momento dada nuestra pesada forma de andar y la costumbre de romperlo todo a nuestro paso. El campo de minas ha sido en esta ocasión el campo constitucional. Aquello que a todos los pueblos de Europa y América sirve como garante de sus derechos y libertades, como. base de su vida cívica, aquí ha sido el detonador de una explosión ciudadana. La Constitución y la lucha en torno a ella han hecho estallar nuestra vida. ¿Qué clase de Constitución es ésta si a ella está vinculado un masivo derramamiento de sangre?

¡Qué ironía de la historia! Los que hoy son calificados como "amotinados" y "bandidos" se denominaban a sí mismos "defensores de la legalidad y el régimen constitucional". Lo que desde hace mucho tiempo se considera como los principios de la libertad cívica, la base de la civilización europea, ha sido aquí el obstáculo para realizar las reformas democráticas.

Las palabras, los conceptos, los términos políticos, por muy exactos y claros que sean, al ser usados en el contexto ruso pierden nitidez, exactitud y rigor, y a veces incluso deforman totalmente su sentido popular.

En Rusia, de nuevo hay revueltas. Y las llamadas "reformas democráticas", realizadas en régimen de motines, con ineptitud y prisa, pueden transformarse en cualquier momento en un escenario de guerra civil. En Rusia, donde quieren construir una sociedad libre de corte occidental en medio año y reformar la psicología humana en tres meses, existe una confusión que afecta no sólo a las palabras y a los conceptos, sino también a las funciones, como si los actores se dispusieran a representar un espectaculo sin haber leído la obra y sin haberse repartido los papeles.

Somos una sociedad enferma y somos gente enferma. Aquí, la intelectualidad (la intelligentsia) no pide misericordia compasión a las autoridades, sino a pena de muerte. "Aplasten al reptil", grita, loca de alegría, esta intelectualidad el día de luto, cuando incluso el presidente, que mandó los tanques al Parlamento, guarda duelo por el fratricidio. Aquí, los demócratas, defensores de la transparencia informativa y la libertad de palabra, festejan solemeneente la ansiada clausura de todos los periódicos y partidos políticos de oposición. Aquí, la gente del mundo de la cultura exije que, sin proceso alguno, les quiten los pisos a los diputados caídos en desgracia, porque Ios bienes de los diputados fueron adquiridos de forma ilegal". Aquí, el proletariado, al que históricamente pertenece la consigna "roba lo robado", acude a contemplar el espectáculo de la guerra como si fuera una fiesta popular, y sin miedo, sin sensación de peligro, contempla desde el lugar de los sucesos quién puede a quién. Aquí, las escuelas situadas en el territorio de la guerra suspenden las clases y, bajo los silbidos de las balas de los francotiradores, los excitados escolares hacen apuestas sobre la caída del bastión parlamentario. Aquí, las autoridades declaran el estado de excepción y después, a altas horas de la noche, invitan a la gente buena, pero desarmada, a que salga a la calle para luchar con la gente mala, pero armada.

Y lo más horrible es que, aquí, una chica de 16 años, que hace un mes asistió al concierto de Michael Jackson, agarra de repente una barra metálica y se lanza a la Casa Blanca para defender a sus dirigentes. ¿Por qué? Porque "todo es caro y no se puede comprar nada".

Conocer lo que pasa fuera, es entender lo que pasará dentro, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Aquella noche, cuando Moscú se encontraba a merced de su destino, cuando inesperadamente se habían apagado las pantallas de televisión y los dirigentes del país habían desaparecido sin dejar rastro, los merodeadores reinaban en la ciudad vacía y casi condenada, y sólo ellos, siendo como eran de estructuras diferentes, actuaban de la misma forma. Cada uno por sí mismo y para sí mismo. El OMON [cuerpo de elite del Ministerio del Interior], al detener a los periodistas -y pegarles, por si acaso- les confiscaba sus pertenencias, los documentos y el dinero; los defensores de la Casa Blanca sacaban de la fortaleza asediada los aparatos telefónicos, las lámparas de lágrimas de cristal y los manillares de las puertas. Entre unos y otros había quien abría profesionalmente las cajas fuertes en las oficinas destrozadas de los políticos conocidos, siguiendo las huellas de los saqueadores vulgares, que rompían los ordenadores a culatazos.

Aquélla fue la noche de la fiera. Y el hombre, asustado, desarmado, confuso, habiendo perdido el sentido de la realidad, se agitaba entre las emisoras de radio y los tiros callejeros, tropezando con el lobo, el perro, la zorra o el chacal. El hombre estuvo muy solo aquella noche.

No hemos aprendido aún a ser ciudadanos. Los que quieren vivir en armonía con su conciencia y no transferir la responsabilidad a las autoridades reconocidas -Mstislav Rostropóvich o Alexandr Solzhenitsin- oscilan entre dos posiciones: o bien consideran que todos son culpables, que todos son dignos de lástima y que no hay vencedores; o bien que la democracia debe saber defenderse y que hay que imponer el bien con los puños. El horror de nuestra vida consiste en que son los militares quienes proclaman la primera posición y los pacíficos ciudadanos quienes proclaman la segunda, y no al revés.

Además, todos nosotros somos rehenes de nuestra historia, donde los métodos violentos con abundantes sangrías siempre fueron más comprensibles y preferidos. La lógica de la violencia nos ha calado hasta los huesos, y ésta, por desgracia, en el minuto decisivo, propone el imperativo categórico. Todos juntos, mientras hablamos de paz y no violencia, nos movemos hacia la guerra y la sangre.

Tal vez hemos asimilado mal las lecciones de la historia y las profecías de nuestros profetas pasaron junto a nuestra conciencia produciéndonos tan sólo algunos ligeros rasguños en el alma. En la escuela aprendimos el sermón de la no violencia, según Tolstói y Dostoievski, e intentamos recordar una importante verdad: el mal con el mal se paga, y la ilegalidad, con la arbitrariedad y el caos. Con enormes dificultades y tras setenta años de experimento social entendimos que un templo no puede construirse sobre la sangre, que no se puede construir la armonía mundial si se basa en un campo de concentración. En nuestra propia piel aprendimos que no se puede conducir al pueblo a palos a una vida feliz. Sin embargo, poniéndolo todo patas arriba, nos hemos atropellado por el camino de choque hacia la nueva prosperidad.

Una costumbre rusa fatal es la de transformar el mundo y a sí mismo a velocidad de vértigo. "El que tiene prisa, da risa" dice un refrán ruso. Con nuestro apresuramiento nos hemos asustado mortalmente a nosotros mismos y a todo el mundo al haber respondido a la terapia de choque con la cirugía social. El presentimiento y el olor de la sangre nos ha producido vahídos. No somos sensibles a la muerte, y en esta carestía lo más barato es la vida humana.

Hoy hemos vuelto a perder la libertad, la democracia, el parlamentarismo, la paz y el acuerdo social. Si osamos interpretar nuestra derrota como victoria, perderemos el futuro.

Ludmila Saraskina es crítica literaria y columnista de la revista Novedades de Moscú

Archivado En