Editorial:

Mejor con pacto

EN LA reciente campaña electoral, todos los partidos han considerado el paro como el principal problema, y la mayoría de ellos han defendido en sus programas la idea de un pacto social para abordar las medidas de ajuste y las reformas estructurales que constituyen la condición para contener el actual deterioro e impulsar, a medio plazo, el crecimiento del empleo. El pacto aspiraría a garantizar un clima de paz social y a establecer un marco salarial estable y compatible con la recuperación de la inversión de la que depende ese crecimiento.Algunos economistas consideran que en las actuales cond...

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EN LA reciente campaña electoral, todos los partidos han considerado el paro como el principal problema, y la mayoría de ellos han defendido en sus programas la idea de un pacto social para abordar las medidas de ajuste y las reformas estructurales que constituyen la condición para contener el actual deterioro e impulsar, a medio plazo, el crecimiento del empleo. El pacto aspiraría a garantizar un clima de paz social y a establecer un marco salarial estable y compatible con la recuperación de la inversión de la que depende ese crecimiento.Algunos economistas consideran que en las actuales condiciones tales pactos sólo servirían para aumentar el gasto social sin que sea realista esperar contrapartidas significativas del lado sindical. El balance de la experiencia (desde los Pactos de la Moncloa hasta el AES de 1985-1986) es en sí mismo materia de controversia. Pero existe un amplio consenso en tomo a la idea de que si en algún momento es a la vez conveniente y viable un pacto que incluya una política de rentas y precios y de estímulos a la inversión es en coyunturas de emergencia como la actual: aquellas en las que la propia gravedad de la situación favorece la supeditación de los legítimos objetivos sectoriales a uno compartido por todos.

La magnitud del paro es el principal argumento en favor de un acuerdo pactado. El enroque de los sindicatos en los últimos años y la extraordinaria politización de la gran patronal, las principales trabas. En un modelo de relaciones laborales como el europeo, la responsabilidad del crecimiento del desempleo es compartida, junto con el Gobierno, por la patronal y los sindicatos.

Lo diga Boyer o su porquero, no es normal que los salarios hayan seguido subiendo por encima del IPC y de la productividad mientras se disparaba el paro: esa insensibilidad a la coyuntura no lo explica todo, pero sin ella no se entiende nada de lo que está pasando en la economía española; no se entiende, en particular, el hecho diferencial de un paro que dobla al de la CE. Tampoco es normal que las empresas y sectores no sometidos a la competencia internacional que practican políticas de precios disparatadas y la máxima opacidad contractual se resistan como gato panza arriba a aceptar las reglas básicas de la competencia: ese comportamiento corporativo tiene fuertes efectos inflacionistas que perjudican directamente la posibilidad de acordar una política de rentas.

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En Francia se ha insinuado estos días que es el modelo laboral europeo el que puede estar agotándose. Frente a él se erige el estadounidense: poco paro, pero salarios bajos, gran movilidad del trabajador y escasa protección social. El modelo europeo forma parte consustancial de la doble tradición, socialdemócrata y democristiana, que ha dado forma al proceso de construcción europea, y de ahí que su defensa se identifique con la del proyecto europeo mismo. Pero es cierto que sin una adecuación del mercado laboral a las nuevas condiciones -entre otras, la competencia de países capaces de producir lo mismo y a menor coste- será difícilmente superable el deterioro de la competitividad que está deterioro del aumento vertiginoso del paro.

Los expertos comunitarios consideran que sólo a partir de tasas de crecimiento del 3% podría crearse empleo, y de ahí el consenso sobre la prioridad otorgada a los objetivos de recuperación de la inversión y reducción del gasto público. El PP deslizó en la campaña -aunque siempre de manera indirecta- el argumento de que son prioridades que podría alcanzar más fácilmente un Gobierno libre de hipotecas ideológicas (o familiares) con los sindicatos. No era un argumento absurdo, pero para que se revelase certero tendría que ocurrir que la vía del pacto y la concertación fuera imposible, dejando como única salida la del enfrentamiento.

La cuestión está, entonces, en saber si a los dirigentes sindicales les habrá bastado la posibilidad de triunfo de la derecha o si, al contrario, el resultado final les ha tranquilizado lo suficiente como para confirmarles que ellos no son responsables de nada y que la negociación debe: servir para impulsar el "giro social" en la política económica. La prioridad otorgada al empleo es incompatible con los efectos presupuestarios de tal giro y exige, por el contrario, la búsqueda negociada de un equilibrio entre moderación salarial y reinversión de los beneficios, y entre contención de los gastos sociales y reformas que acaben con los privilegios de ciertos sectores con gran incidencia en la inflación.

El electorado ha dado un voto en favor de ese compromiso y en contra, por tanto, de las actitudes sectarias que durante los últimos años lo han hecho imposible. Algunos dirigentes sindicales han empezado a mostrar sensibilidad a este planteamiento y a los resultados de las urnas, obligando a las cúpulas a aceptar -pronto se verá si sólo verbalmente- una estrategia de pacto sin condiciones previas. Mientras, la gran patronal aparece ensimismada tras la victoria socialista, al reiterar más las dificultades del pacto y sus exigencias previas para lograrlo que su necesidad. Otros foros empresariales, con mayor lucidez, están apostando fuerte y públicamente, en lo político, por una legislatura sólida y un Gobierno de coalición estable; y en lo social, reclamando un acuerdo. De la evolución de esas actitudes dependen demasiadas cosas para el futuro inmediato de este país.

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