Tribuna:

De la tragedia al desastre

Creo que fue Disraeli el feliz autor de la definición entre tragedia y desastre."Una tragedia", dijo, "sería que sir Gladstone se cayera al río. Un desastre, que alguien lo rescatara".

En un momento en el que los socialistas se encuentran con el agua al cuello y en el que la mano generosa del juez Garzón y de otros líderes independientes se apresta a ampararlos, no faltan voces que alertan respecto a que a la tragedia del chapuzón se añada el desastre del salvamento. Lo más curioso es que no es difícil encontrar entre ellas las de conspicuos votantes, y aun militantes, del PSOE. Vienen ...

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Creo que fue Disraeli el feliz autor de la definición entre tragedia y desastre."Una tragedia", dijo, "sería que sir Gladstone se cayera al río. Un desastre, que alguien lo rescatara".

En un momento en el que los socialistas se encuentran con el agua al cuello y en el que la mano generosa del juez Garzón y de otros líderes independientes se apresta a ampararlos, no faltan voces que alertan respecto a que a la tragedia del chapuzón se añada el desastre del salvamento. Lo más curioso es que no es difícil encontrar entre ellas las de conspicuos votantes, y aun militantes, del PSOE. Vienen a argumentar que el ahogamiento político de González o Guerra, según los casos, o tal vez el de ambos a la vez, sería conveniente para la catarsis general del partido y de la Sociedad entera, tan abrumada por las acusaciones sobre la corrupción de la clase política en general y de la que ocupa el poder en particular.

Huérfano del instinto homicida que inevitablemente anida entre quienes buscan el poder o quienes pretenden simplemente derribarlo, a mí me parece más interesante, empero, analizar el presente guirigay electoral con los ojos de quien prefiere ver una vida política hecha a golpes de la razón y no del codo.

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En primer lugar, y quizá para perplejidad de algunos, no creo que el debate actual pueda ni deba centrarse sobre la corrupción. No porque no exista, sino porque no es tan relevante como otros problemas de nuestra estructura política. Los casos de financiación ilegal de los partidos alcanzan medianamente a todos por igual, y seguirán. vigentes mientras no se apunte una reforma del sistema electoral que los evite. Ninguno de ellos ha hecho nada al respecto en 15 años de democracia, y ahora cosechamos los frutos de su interesada pasividad. No pretendo exculpar con ello las responsabilidades, jurídicas o políticas, personales o colectivas, de quienes son culpables. Pero es preciso decir que no estamos gobernados -ni en el poder ni en la oposición- por una tribu de aprovechados y listillos. Por eso alucino, como dicen los castizos, cuando veo a líderes del PP y facundos ignorantes del columnismo nacional -más amantes del retruécano que de la sabiduría- sugerir que andamos camino de convertimos en Italia. La corrupción política italiana se originó primordialmente en la relación entre la Democracia Cristiana y las redes mafiosas del crimen organizado. Y se justificó en la guerra fría, el carácter fronterizo del país con el otrora telón de acero y la necesidad estratégica de poner freno al comunismo "como fuera". Estamos a años luz de padecer una situación así, y sólo los mentecatos o los demagogos pueden seguir insistiendo en ello.

El problema es más bien el agotamiento de las recetas (socialistas o socialdemócratas de un lado, reaganistas o thatcherianas del otro) a la hora de enfrentar una crisis, de proporciones desconocidas en las últimas décadas, que golpea con dureza el sentimiento de seguridad y el bienestar de los ciudadanos. Aparte el debate sobre las ideas, los métodos de análisis y la concepción de los valores, en el que es más que nunca necesario insistir, pero que difícilmente puede solventarse a través de una campana electoral, la cuestión primordial, en el corto plazo, está en saber si el Gobierno que salga de las urnas va a ser capaz de hacer lo necesario en defensa de la continuidad del desarrollo del país. De otro modo, lo alcanzado en el último decenio en lo que concierne a nivel de vida y aumento de las expectativas colectivas e individuales se puede ir al traste en muy poco tiempo. ¿Tendrá el próximo ministerio la suficiente tuerza política para reducir el déficit público y los elevados costes operativos de nuestra economía, de forma que gane competitividad respecto a los otros países de la CE? Dar respuesta a esas demandas pasa por costosas operaciones quirúrgicas, en el terreno del gasto público -notablemente, el de las autonomías y ayuntamientos-, la reestructuración de sectores de la industria de cabecera, la modernización del sistema financiero, la generación de un marco de relaciones laborales menos paternalista y más liberalizado y la aplicación de una política fiscal que ayude a incentivar el ahorro y la creación de riqueza. Sugerir que puede intentarse dar un empujón al empleo sin contener severamente los salarios y sin una bajada significativa de los tipos de interés, en ese marco de reformas estructurales, es lo más parecido a un engaño. Y si el Ejecutivo no tiene apoyo parlamentario suficiente para enfrentar estos problemas, podemos augurar, cualquiera que sea el inquilino de La Moncloa, un penoso periodo de inestabilidad y confusión.

Otro aspecto de la cuestión es Europa, sobre la que apenas se oye hablar en esta precampaña, si no es para pronunciar eslóganes incomprensibles y nada brillantes acerca del Sistema Monetario o de la convergencia de Maastricht. Con SME o sin él, con convergencia o sin ella, el bienestar y la felicidad personales de nuestros ciudadanos se hallan ligados de manera definitiva a los sucesos del continente. No es preciso ser un genio para descubrir los graves problemas por los que la construcción europea atraviesa, ni para vaticinar las dificultades crecientes en superarlos. Ya es más dificil, en cambio, exhibir la creatividad y la imaginación precisas que hagan confiar a los electores en que los sacrificios de ahora mismo generarán los frutos de un mañana alcanzable y nada lejano. La polémica desatada en torno al eventual envío de tropas a Yugoslavia, amparada en motivos exclusivamente humanitarios, prescinde cínicamente del análisis más inmediato. La paz en Yugoslavia, o al menos el control de la inestabilidad que allí se ha producido, es cuestión de vital importancia para el porvenir de Europa y para los intereses concretos de los pueblos del continente. No es sólo el horror por los genocidios, matanzas y abusos cometidos en la zona lo que mueve la voluntad de las primeras potencias mundiales a la hora de decidir la intervención militar. Una eventual extensión del conflicto hacia Macedonia y Albania -del todo probable si no se para los pies a los serbios- generalizaría la guerra en los Balcanes, afectaría a un país de la Comunidad Europea, como Grecia, y pondría en riesgo las relaciones de éste con Turquía y otros aliados de la OTAN. La necesidad de evitar que intervengan tropas de países fronterizos o con intereses en el área -Italia, Alemania, Turquía, Grecia-, y la evidencia de que la Alianza Atlántica es la única institución internacional hoy existente capaz de realizar misiones de policía internacional en una situación semejante, obligan a España a un esfuerzo superior al hasta ahora conocido, y probablemente nunca imaginado, en este terreno. Es responsabilidad de la clase política explicar la gravedad de las circunstancias y la urgencia en buscar soluciones antes que agitar las pasiones legítimas que cualquier envío de tropas suscitará en la población.

La debilidad de la propuesta europea del PP, su ambigüedad explícita y las dudas que suscita en el mundo político y financiero internacional son tanto más preocupantes cuanto que las encuestas muestran de continuo una pronunciada posibilidad de que la derecha forme Gobierno. Al margen de otras consideraciones, si ello se produce, con sus eventuales beneficios para la alternancia democrática y las evidentes desventajas que cualquier mentalidad liberal y progresista descubrirá enseguida, es deseable un compromiso mucho más explícito del Partido Popular con el proceso de unidad política y económica de continente, un talante más internacionalista en su liderazgo y una visión más global de sus posibles responsabilidades al frente del Estado.

Por último, y por hoy, no está de más una expresión de sorpresa, de preocupación también, por el crecimiento de la intención de voto a los comunistas y las simpatías que parecen demostrar nuestros ciudadanos por un Gobierno del PSOE con Izquierda Unida -benévola definición de los restos del comunismo en nuestro país-.

Una cosa así es como pretender juntar -esta vez sí- tragedia y desastre en un solo acto. No es el momento de recordar el legado de caos, fascismo, hambre y opresión que los regímenes del socialismo real, conducidos por personajes tan pintorescos como el propio Anguita, han producido en Europa, parte del cual es precisamente el conflicto yugoslavo. Por lo demás, también los países, y no sólo las gentes, tienen derecho al suicidio. Un Gobierno de la izquierda total es el mejor camino hacia el colapso, y un corrimiento del voto del desencanto socialista hacia Izquierda Unida (tan unida que no admite ni la más pequeña de las discrepancias internas) es la mejor manera de provocarlo.

En definitiva, estas elecciones no sólo van a ser las más competidas de las últimas décadas, sino las más comprometidas también. Suceda lo que suceda, es bastante posible que el Ejecutivo que de ellas salga no sea muy duradero y que la legislatura resulte más breve que el plazo de cuatro años que marcan las leyes. Pero van a marcar un hito significativo en la historia de nuestra democracia y merecen un especial esfuerzo de reflexión por parte de los electores a la hora de depositar el voto.

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