Tribuna:

El viajante de comercio llega a Madrid

Cuando faltaban 30 kilómetros para llegar a Madrid, encendió el último de los cuatro cigarrillos que se había autorizado para amenizar el viaje y cambió la emisora en busca de noticias, mientras se excitaba con la idea de ir directamente a ese bar de la calle Serrano donde había una camarera con cuyo escote disfrutaba tanto. El comportamiento del coche durante el largo viaje no había podido ser mejor y tenía la necesidad de reconocérselo de algún modo, de manera que, sin dejar de pensar en ella, pasó la mano por la piel del salpicadero a modo de caricia mientras musitaba una brutalidad amable....

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Cuando faltaban 30 kilómetros para llegar a Madrid, encendió el último de los cuatro cigarrillos que se había autorizado para amenizar el viaje y cambió la emisora en busca de noticias, mientras se excitaba con la idea de ir directamente a ese bar de la calle Serrano donde había una camarera con cuyo escote disfrutaba tanto. El comportamiento del coche durante el largo viaje no había podido ser mejor y tenía la necesidad de reconocérselo de algún modo, de manera que, sin dejar de pensar en ella, pasó la mano por la piel del salpicadero a modo de caricia mientras musitaba una brutalidad amable. Un buen automóvil era como un útero materno: todo cuanto uno necesitara debía estar al alcance de la mano, de forma que apenas hubiera espacio entre el deseo y su realización.En esto, el coche que iba delante del suyo empezó a lanzarle unas ráfagas de luz, como si llevara detrás los focos de delante. Tardó un segundo o dos, quizá menos, en comprender que iba por el carril de la izquierda, como si aún estuviera en la autopista y no en una carretera de dos direcciones. Frenó y giré el volante a la derecha en un movimiento perfectamente sincronizado que evitó el golpe por milímetros. En la radio, un locutor afónico, o asustado, como si hubiera presenciado el incidente, daba las cifras de los muertos del fin de semana. Apagó el cigarro y hundió un poco el acelerador para recuperar velocidad mientras se sorprendía de no estar asustado. El miedo, pensó, acontece antes o después de aquello que lo produce, nunca van juntos.

Sin embargo, tampoco ahora tenía miedo, sino un sentimiento de irrealidad que no recordaba haber experimentado nunca. Entre tanto, la memoria reproducía una y otra vez el suceso, y lo que mas le llamaba la atención de este repaso era la lentitud con la que se habían ejecutado todos aquellos movimientos que sin embargo habían durado décimas de segundo. En cualquier caso, el optimismo corporal anterior había desaparecido sin que el espacio dejado por él hubiera sido ocupado por otra sensación. Le habría gustado sentir angustia o remordimiento, pero su cuerpo parecía lleno de humo.

Al entrar en Madrid intentó reproducir la excitación del escote, que era del mismo color que la tapicería del automóvil, pero sintió una indiferencia atroz; por los semáforos, los edificios e incluso por la suciedad de las aceras. Vio a un barrendero que, escoltado por unos guardias, llevaba a cabo su trabajo, pero ni si quiera eso le hizo gracia, y no le hizo gracia porque desde la perspectiva desde la que ahora veía las cosas un humilde barrendero podía aparecer rodeado de escoltas, mientras el alcalde, vete a saber, se paseaba a cuerpo. No es que las cosas se hubieran invertido, sino que los engranajes de la realidad cambiaban de sitio caprichosamente. A lo mejor, pensó, mañana me levanto y la ropa interior se vende en las carnicerías. Aun así, tendría que comprar el conjunto que le había prometido en el último viaje.

En Serrano dejó el coche en doble fila y entró en la cafetería buscando el escote con la mirada. Preguntó por ella y le dijeron que había muerto en la Operación Retorno del fin de semana. Se tomó un vermut al ue no consiguió arrancar ningún sabor y se fumó un cigarro no incluido en la programación que tampoco le supo a nada. Quería ponerse triste, pero la glándula de la que otras veces había obtenido la sustancia viscosa de la pena no funcionaba. De repente supo que el resto de su vida estaría condenado a la irrealidad, al menos mientras continuara resistiéndose a saber qué había sucedido realmente cuando intentó evitar a aquel automóvil que se le había echado encima.

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