Editorial:

'Año Miró'

EL AÑO Miró es una espléndida iniciativa. Al margen del eterno debate sobre si la auténtica cultura debe moverse a ritmo de espasmos conmemorativos, y no por el simple deseo de conocer y dar a conocer, está claro que las manifestaciones en torno al centenario del nacimiento de Joan Miró, que se celebran a lo largo de este año, van a dejar un sólido poso del que podremos beneficiarnos durante mucho tiempo.El poso será sólido porque la inauguración de un nuevo centro consagrado al artista catalán en Palma de Mallorca constituye una apuesta por lo duradero, toda vez que cierra un triángulo impres...

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EL AÑO Miró es una espléndida iniciativa. Al margen del eterno debate sobre si la auténtica cultura debe moverse a ritmo de espasmos conmemorativos, y no por el simple deseo de conocer y dar a conocer, está claro que las manifestaciones en torno al centenario del nacimiento de Joan Miró, que se celebran a lo largo de este año, van a dejar un sólido poso del que podremos beneficiarnos durante mucho tiempo.El poso será sólido porque la inauguración de un nuevo centro consagrado al artista catalán en Palma de Mallorca constituye una apuesta por lo duradero, toda vez que cierra un triángulo imprescindible ya en estos momentos para una apreciación profunda de la obra del pintor: el que configura el centro balear con la Fundación Miró de Barcelona y la Maeght de Saint-Paul-de-Vence, en la Costa Azul.

Y también porque la serie de exposiciones que podrán verse este año, encabezadas por la recientemente clausurada en el Reina Sofía de Madrid, la que se abrirá el próximo día 20 en Barcelona y la que tendrá lugar en octubre, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA), proporcionan un itinerario probablemente irrepetible para conocer las múltiples etapas creativas del maestro. Pero a la vez abren algunos interrogantes sobre la dispersión del esfuerzo de las instituciones públicas y su falta de valentía a la hora de apostar por algunas de estas manifestaciones.

Sorprende, concretamente, que la Generalitat de Cataluña y el banco público Argentaria financien la muestra del MOMA con una cantidad superior (139 millones de pesetas) a la que obtiene de fondos públicos la fundación barcelonesa (unos 100 millones de pesetas). Máxime si se tiene en cuenta que el centro neoyorquino es uno de los mejor dotados de fondos mironianos y que el barcelonés se mueve entre estrecheces que limitan su capacidad organizativa.

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La apelación al prestigio internacional y a los supuestos beneficios de imagen cuenta con apoyaturas no desdeñables, como la exposición sobre Matisse en Nueva York financiada por el Estado francés. Pero este argumento se revela más bien como una excusa difícil de justificar en una época de crisis como la que atravesamos. Y en un sector, el del arte, entregado a los vaivenes del libre mercado, donde los apoyos institucionales resultan ciertamente escasos. La sombra alargada del provincianismo, aunada con la inveterada desconfianza en nuestras propias posibilidades, oscurece indebidamente un año que debiera ser sólo luz, la luz vibrante y poderosa de Joan Miró.

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