Editorial:

Morir en Haití

LA MUERTE de un millar de haitianos tras hundirse el transbordador en el que se amontonaban saca de nuevo a la luz pública el triste sino de una de las poblaciones más pobres del planeta. Las imágenes de esos hacinamientos desesperados constituyen un dramático recordatorio del abandono en el que los tiene sumidos la comunidad internacional.En el caso de Haití, al dolor se añade el escarnio. El presidente Jean-Bertrand Aristide, elegido hace dos años en los primeros comicios democráticos, deambula por el mundo en busca de algún compromiso político que le restituya el poder perdido poco después ...

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LA MUERTE de un millar de haitianos tras hundirse el transbordador en el que se amontonaban saca de nuevo a la luz pública el triste sino de una de las poblaciones más pobres del planeta. Las imágenes de esos hacinamientos desesperados constituyen un dramático recordatorio del abandono en el que los tiene sumidos la comunidad internacional.En el caso de Haití, al dolor se añade el escarnio. El presidente Jean-Bertrand Aristide, elegido hace dos años en los primeros comicios democráticos, deambula por el mundo en busca de algún compromiso político que le restituya el poder perdido poco después a manos de los militares. Con su solo regreso, muchos de los problemas se enderezarían. Pero la Organización de Estados Americanos no se decide a imponer el arreglo político que lo haga posible. Y como es cierto que la política de asilo irrestricto es compleja de aplicar sin cortapisas, los haitianos están en un callejón sin salida. Ciertamente es difícil condenar a EE UU por oponerse a que lleguen a sus costas más refugiados políticos o económicos (ambas situaciones se confunden en Haití), pero todos entenderían mejor la cicatería de Washington si previamente no hubiera enseñado a los haitianos la mano con el dulce para que un presidente detrás de otro retiraran el señuelo y cerraran la puerta.

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