Editorial:

La ley de huelga

EL NUEVO proyecto de ley de huelga se ha convertido en la más inmediata confrontación entre sindicatos, empresarios y en el seno del propio Gobierno, en el que, a raíz de las últimas declaraciones, parecen coexistir criterios divergentes sobre el mismo. El mero hecho de aceptar debatir este proyecto significa que las centrales sindicales reconocen la necesidad de una ley de huelga, en contra de lo que habían defendido durante años. Pero una vez destacado este hecho positivo, es preciso analizar el procedimiento seguido y el contenido del proyecto en sí.El Gobierno presentó el pasado mes de may...

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EL NUEVO proyecto de ley de huelga se ha convertido en la más inmediata confrontación entre sindicatos, empresarios y en el seno del propio Gobierno, en el que, a raíz de las últimas declaraciones, parecen coexistir criterios divergentes sobre el mismo. El mero hecho de aceptar debatir este proyecto significa que las centrales sindicales reconocen la necesidad de una ley de huelga, en contra de lo que habían defendido durante años. Pero una vez destacado este hecho positivo, es preciso analizar el procedimiento seguido y el contenido del proyecto en sí.El Gobierno presentó el pasado mes de mayo un proyecto de ley de huelga, cuya tramitación se inició con absoluta normalidad; cuando todavía ésta se encontraba en sus comienzos, el mismo Gobierno entabló, sin embargo, una negociación con los sindicatos precisamente sobre la regulación de la huelga. Fruto de esta negociación es un nuevo texto que, según declaraciones del ministro de Trabajo, se presentará como enmienda al anterior.

El procedimiento sería sorprendente si no estuviésemos acostumbrados ya a interpretaciones sorprendentes del parlamentarismo. Pero, aunque ya no asombre nada, el procedimiento sigue siendo lamentable, y en democracia, que es sobre todo un sistema de Iegitimación mediante el procedimiento", los errores de método son quizá a la larga los más graves, los que más dañan la legitimación del poder. La regulación de la huelga se hace al margen del Parlamento y negociando con un poder ajeno a éste- Se coloca a la oposición en la imposibilidad de enmendar el proyecto real (el otro, el presentado por el Gobierno en el mes de mayo, queda sólo como pretexto), y si esa imposibilidad se salva mediante una nueva habilidad, se la fuerza a criticar lo que ya no es sólo voluntad del Ejecutivo, sino también de los sindicatos; a ser oposición a los sindicatos y no sólo al Gobierno. No mucho mejor parado resulta el Grupo Parlamentario Socialista, obligado a actuar como correa de transmisión para presentar puntualmente, como enmiendas propias frente al proyecto de su Gobierno, un texto que este mismo Ejecutivo ha hecho ya público y anunciado a bombo y platillo como feliz resultado de su negociación con los sindicatos, convertidos así, sin reforma constitucional alguna, en cuerpos colegisladores.

Es perfectamente legítimo oír a los sindicatos antes de acometer la regulación del derecho de huelga; menos evidente es que, habiendo optado por la participación de los interesados, se cuente sólo con una de las partes, prescindiendo por entero de los empresarios.

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La propiedad del proyecto

El fruto granado de este estupendo procedimiento es el que razonablemente cabía esperar de él, es decir, un esperpento. El nuevo texto negociado con los sindicatos pone la huelga en sus manos, y no sólo por permitir que sea el propio sindicato convocante el que se constituye como comité de huelga, sino por reducir los requisitos que el proyecto gubernamental exigía para la convocatoria, restringir a simple posibilidad la calificación como abusivas de las huelgas de celo o de reglamento, o eliminar por entero los escasos supuestos de responsabilidad sindical por las convocatorias irregulares y la previsión de sanciones económicas.

Son los sindicatos los que de acuerdo con la Administración, determinan cuáles son los servicios mínimos que han de mantenerse cuando la huelga afecta a los servicios públicos e, incluso, los que indican cuáles son los trabajadores que han de llevarlos -a cabo. La empresa en conflicto es, en el mejor de los casos, oída, sin ninguna posibilidad de imponer su criterio, y sólo se prevé un medio de solución (la famosa comisión mediadora) para las diferencias que opongan a los sindicatos y la Administración.

Cabría pensar que lo que por esta estrambótica vía se ha conseguido es hacer realidad el viejo sueño sindical de la autorregulación. No es así: se ha convertido en norma legisladora el criterio de los sindicatos, que verosímilmente serían mucho más realistas y mucho más respetuosos con los derechos de los ciudadanos y usuarios si hubieran de regular situaciones concretas, pero que inevitablemente han de ser maximalistas al enfrentarse con la posibilidad de una regulación abstracta y general.

Pero es en la reglamentación de las huelgas que afectan a servicios esenciales -cuyo funcionamiento, de acuerdo con la Constitución, debe gagrantizarse en todo caso- en donde un proyecto como el que comentamos tiene su piedra de toque. Desgraciadamente, tampoco las garantías son suficientes: las sanciones (que en ningún caso podrán ser de despido) se eliminan para quienes se limitan "simplemente" a participar en huelgas ilegales y apenas se mantienen, debilitadas, para quienes, habiendo sido designados para el mantenimiento de alguno de los servicios mínimos, se nieguen a ello. Todo esto preocupa al legislador mucho menos que la posibilidad de que las empresas adopten medidas o lleven a efecto actuaciones que obstaculicen el ejercicio del derecho de huelga, entendido casi exclusivamente como derecho de los sindicatos.

Los servicios esenciales

Entre esas medidas no podrá estar, en ningún caso, la de sustituir a los trabajadores en huelga por otros de la misma empresa, como no sean precisamente de la misma categoría y de la misma planta. Llevados de este frenesí para preservar su propia posición, sindicatos y Administración llegan casi al extremo de lo grotesco e incluso de lo inconstitucional.

Partiendo del criterio funcional, que es el único posible en nuestro tiempo, la definición de los servicios esenciales se hace normalmente por referencia al ejercicio de los derechos fundamentales, con independencia de cuál sea la naturaleza, pública o privada, de la empresa que los presta. No así en el proyecto negociado. Servicios esenciales no son los que afectan al ejercicio de todos los derechos fundamentales, sino sólo a algunos de ellos, o, lo que es aún peor por más ridículo, sólo si los afectan en aspectos puramente laterales.

En cambio, sí resultan seflo los que afectan a un derecho fundamental (el derecho a la seguridad entendida como seguridad pública) que en la Constitución no figura. En lo que respecta al derecho a la educación, nada que sea enseñar es esencial; sólo lo que no es enseñar, sólo examinar a los alumnos de aquello que no se les enseñó (o, quizá mejor aún, sólo de aquello, ¡tan poquito y tan fácil de aprendefl, que se les pudo enseñar mientras no había huelga). Y así, muchos más casos.

También el proyecto admite, de manera genérica, la posibilidad de "efectuar, de manera pacífica, labores de extensión de la huelga". Nada que objetar de no ser por la experiencia, que indica que tales piquetes de extensión se transforman con frecuencia en grupos "tendentes a la intimidación ilegítima del resto de los trabajadores", según una reciente sentencia del Tribunal Constitucional.

En definitiva, el proyecto de ley de huelga se ha convertido en un fiasco que rompe legalmente el equilibrio de fuerzas que componen una empresa, en favor casi exclusivo de una de ellas. Los ciudadanos, mientras tanto, seguirán soportando, sin apenas posibilidades de reaccionar o defenderse, los excesos de una conflictividad que, en la mayor parte de las ocasiones, les es ajena.

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