Tribuna:

La democracia de la diferencia

Los seres humanos somos racistas, en el sentido más amplio del término. La misantropía, la misoginia, son ejemplos cotidianos de ello. Para evitar la naturalidad del racismo, los ciudadanos debemos poner en ejercicio toda nuestra racionalidad. "Todos somos judíos respecto a alguien", decía Sartre. En general, se utilizan indiscriminadamente los conceptos de racismo, xenofobia e incluso ultranacionalismo, aunque no supongan exactamente lo mismo, pero todos sabemos a lo que nos referimos cuando apelamos a ellos. El racismo ha adquirido a lo largo de la historia las más diversas caras; hoy...

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Los seres humanos somos racistas, en el sentido más amplio del término. La misantropía, la misoginia, son ejemplos cotidianos de ello. Para evitar la naturalidad del racismo, los ciudadanos debemos poner en ejercicio toda nuestra racionalidad. "Todos somos judíos respecto a alguien", decía Sartre. En general, se utilizan indiscriminadamente los conceptos de racismo, xenofobia e incluso ultranacionalismo, aunque no supongan exactamente lo mismo, pero todos sabemos a lo que nos referimos cuando apelamos a ellos. El racismo ha adquirido a lo largo de la historia las más diversas caras; hoy tiene la faz de la inmigración. Hubo un tiempo (desgraciadamente, todavía no olvidado) en que el racismo fue sinónimo de antisemitismo.

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La democracia de la diferencia

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Desde el affaire Dreyfus, a finales del siglo pasado, el antisemitismo tuvo diversas representaciones justificadoras.

a) Los judíos son condenables porque asesinaron a Jesucristo (posición cristiana).

b) Los judíos son condenables porque inventaron a Jesucristo (posición racionalista).

c) Los judíos son condenables porque son una raza impura que impide la regeneración de Europa (los nazis).

d) Los judíos son condenables porque son banqueros (los Rothschild, los Schroeder ... ) y ricos, y explotan a los pobres (posición de los antisemitas de izquierdas, los estalinianos). Este pretexto tiene una versión más moderna, que es la de que los judíos martirizan a los palestinos. Es decir, el antisemitismo jamás contó con una fórmula constante, sino que -como el resto de los racismos- ha cambiado a medida que lo hicieron los sistemas de legitimación y la opinión pública que lo sustentaba.

Hoy el racismo se instrumenta a través de los fenómenos inmigratorios. El marco español se remite casi exactamente al europeo, y contempla tres tipos de problemas: la quiebra de los países del Este, que sufren una latinoamericanización creciente; la desarticulación de la antigua Unión Soviética, con el cuestionamiento correspondiente del modelo de Estado y los estallidos que produce una transición inédita del socialismo real al capitalismo; por último, la realidad de ser frontera física o cultural del sur geopolítico, lo que da lugar a la llegada de pateras africanas o de ciudadanos provenientes de América Latina. La consecuencia es que Europa se ha convertido en territorio receptor de inmigraciones masivas del Este hacia el Oeste y del Sur hacia el Norte, cada una de ellas con sus características diversas. Por ejemplo, los ciudadanos provenientes del Este están, en general, más formados que los que llegan del norte de África, lo que da lugar a una mejor integración, aunque también a una mayor descapitalización de sus países de origen. El demógrafo Massimo Livi-Bacci ha escrito que "la presencia de ciudadanos del Este en la Europa comunitaria no creará tensiones en el empleo si no es masiva. Los parados autóctonos no concurren en el mismo mercado de trabajo; aunque hubiera paro, seguiría habiendo necesidad de emigración, con lo que aparecería una clase social subalterna de trabajadores europeos".

Ello indica que mientras existan diferentes sistemas políticos (sociedades cerradas y sociedades abiertas) y un desarrollo económico desigual, las emigraciones no se detendrán, por más encastillamiento del que se provean los territorios favorecidos. Es especialmente relevante el dato de que de los veinticinco mil habitantes del pueblo de origen de Lucrecia Pérez, la asistenta dominicana asesinada hace unos días, alrededor de cinco mil estén viviendo en Madrid. Tampoco conviene olvidar, para no dar una visión maniquea del asunto, que muchos de los problemas que se generan con los emigrantes no son estrictamente enfrentamientos entre clases sociales; también existe una oposición de los pobres de los países ricos hacia los pobres que emigran, ya que los primeros entienden que se pueden quedar sin trabajo y sin el Estado del bienestar del que disfrutan, al tener que repartirlo en un momento de enorme crisis fiscal del Estado. De ahí el silencio sindical que muchas veces se produce en Europa ante este tipo de dificultades nuevas. La imagen de miles de albaneses intentando desembarcar en Italia para unirse al paraíso capitalista, y devueltos a su nación entre gestos de desesperación, es paradigmática.

Es cierto que Europa tiene que dar una respuesta a estas cuestiones y que no se puede promover la entrada masiva de habitantes de otras zonas del planeta sin, paralelamente, solucionar las condiciones de vida con las que se van a encontrar. La sociedad dual es uno de los referentes básicos de la inestabilidad política y de los fascismos. Pero ahora que se construye la unidad europea, es el momento más oportuno para homogeneizar las condiciones de entrada, aplicando la legislación de los países más generosos, los que han estado orgullosos de convertirse en tierra de asilo, y no igualar a través de quienes siempre han sido los más autárquicos y los más renuentes a la libre circulación de personas a la vez que paladines de la libre circulación de capitales. En esto tiene España una especial responsabilidad por su propia historia reciente: nosotros fuimos hasta hace poco como ellos.

Pero tan importante como asegurar unas condiciones de vida mínimas a los emigrantes es establecer unas normas de convivencia que aseguren la ausencia de estallidos sociales. Agnes Heller, estudiosa del asunto, ha establecido algunas en las que profundizar. Los inmigrantes deben respetar las leyes de los Estados que les acogen, incluso si son diferentes de las suyas; no es preciso que las amen, pero no deben infringirlas. Las inmigrantes deben respetar las leyes no escritas de quien las recibe: la higiene, la urbanidad, etcétera. Los inmigrantes tienen que contribuir al bienestar de la sociedad en la que habitan, no minarlo o boicotearlo. Los inmigrantes tienen que asumir, en resumen, la civilización de los anfitriones, pero no su cultura: costumbres religiosas o étnicas, música, etcétera. Es decir, los anfitriones tienen que respetar el derecho a la diferencia de los inmigrantes.

El racismo es una amenaza cada vez mayor en las sociedades occidentales. Los prejuicios racistas se expresan abiertamente, y en ocasiones con total impunidad. El teléfono 903 que responde con una proclama xenófoba o las pintadas con la leyenda de "Lucrecia, jódete" no son ni mucho menos anécdotas ni están amparados en una presunta libertad de expresión, concepto que es homónimo, pero no sinónimo, dependiendo de quien lo pronuncie y de las intenciones de quien lo arguye. Los Estados se muestran crecientemente impotentes para mantener los antiguos modelos de integración; de modo progresivo se refuerzan las identidades comunitarias que se definen en términos religiosos, étnicos, regionales, culturales, históricos y nacionales. La democracia sólo puede ser impulsada, en los albores de un nuevo milenio, como una cultura incompatible con la obsesión de las identidades. La democracia sólo puede ser la democracia de la diferencia, la comunidad de los sin comunidad.

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