Editorial:

Deuda pendiente

CON LOS afectados del síndrome tóxico -sobrevivientés de la tragedia sanitaria que hace 11 años llevó la muerte y la enfermedad a extensas zonas de la geografía peninsular a causa del consumo de aceite de colza desnaturalizado-, la sociedad española y el Estado tienen una deuda pendiente. Si están o no dispuestos a saldarla y, si lo están, a hacer los correspondientes sacrificios presupuestarios, son cuestiones que deben dilucidar cuanto antes. Es la sensibilidad de los poderes públicos ante los derechos de las víctimas lo que está en juego.Los centenares de víctimas de la colza que durante do...

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CON LOS afectados del síndrome tóxico -sobrevivientés de la tragedia sanitaria que hace 11 años llevó la muerte y la enfermedad a extensas zonas de la geografía peninsular a causa del consumo de aceite de colza desnaturalizado-, la sociedad española y el Estado tienen una deuda pendiente. Si están o no dispuestos a saldarla y, si lo están, a hacer los correspondientes sacrificios presupuestarios, son cuestiones que deben dilucidar cuanto antes. Es la sensibilidad de los poderes públicos ante los derechos de las víctimas lo que está en juego.Los centenares de víctimas de la colza que durante dos semanas han acampado frente a la sede del PSOE en la calle de Ferraz de Madrid no han hecho sino recordar la existencia de esta deuda todavía no satisfecha. Condicionar el diálogo con las víctimas al abandono de la protesta, como ha sostenido empecinadamente el PSOE hasta que alguien entró ayer en razón, revela una mentalidad oficinesca. Es cierto que la acampada en plena calle no añade un gramo de razón a sus razones; pero tampoco las merma, y al final ha bastado un poco de inteligencia política para encontrar una fórmula de satisfacer la aspiración de los manifestantes a ser recibidos sin que por ello se siente ningún grave precedente o se quiebre algún severo principio.

Con cerca de un millar de muertos y 25.000 afectados, el asunto bien merece que el partido del Gobierno, y con él las demás fuerzas representadas en el Parlamento, intente llegar a un acuerdo con las víctimas de aquella tragedia. Es cierto que el asunto está todavía en los tribunales, pero la justicia ya se ha pronunciado sobre lo esencial, dictaminando la culpabilidad de las personas que, aprovechando la lenidad de las autoridades, provocaron el envenenamiento colectivo -vendiendo como comestible un aceite que no lo era.

La satisfacción pecuniaria a que son acreedores los damnificados tiene más de compromiso solidario que de estricto deber legal. Que éste se produzca o no -depende de si el llamado sumario de los altos cargos concluye o no en condena-, para nada debería influir en el cumplimiento de este compromiso de naturaleza- mucho más fuerte que la estrictamente derivada de la legislación. De ahí que sea política y éticamente rechazable que el Estado -gobernado hoy por un partido que en su día encabezó la denuncia contra los responsables políticos del asunto- siga vinculando la entrega de indemnizaciones a esta hipotética obligación de carácter penal, en lugar de asumir por propia iniciativa este elemental compromiso de solidaridad.

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Las prestaciones económicas entregadas en estos años a los afectados -cuantificadas oficialmente en unos 50.000 millones de pesetas- responden a exigencias asistenciales cubiertas por la Seguridad Social que no agotan, ni mucho menos, el compromiso indemnizatorio. A ello se une la obligación de las autoridades de seguir investigando la causa de la enfermedad para poner remedio a las dolencias físicas y psíquicas que aquejan a los afectados desde hace 11 años. Se sabe que el, aceite de colza desnaturalizado fue el vehículo que llevó la tragedia a miles de hogares, pero médica y científicamente sigue siendo una incógnita el agente químico que la provocó. Demasiados cabos por atar que explican que todavía hoy exista entre las víctimas que sobreviven una sensación de angustia y de impotencia que de vez en cuando se desborda en alguna manifestación colectiva.

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