Tribuna:

Violencia y ficción

En el año 1975 coincidí, en el jurado de un festival de cine, con el poeta libanés de lengua francesa Georges Schehadé. Era un viejecillo alerta y delicado, al que la ración de cuatro o cinco películas diarias producía vértigos. (Un día nos confesó, a sus colegas de jurado, que hasta entonces sólo iba al cine un par de veces al año).Las violencias en el Líbano acababan de comenzar y, una tarde, le oí decir algo que, desde entonces, vuelve de manera recurrente a mi memoria: "Yo creí que conocía mi país. Era un modelo para el Medio Oriente. Las razas, las culturas y las religiones convivían en e...

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En el año 1975 coincidí, en el jurado de un festival de cine, con el poeta libanés de lengua francesa Georges Schehadé. Era un viejecillo alerta y delicado, al que la ración de cuatro o cinco películas diarias producía vértigos. (Un día nos confesó, a sus colegas de jurado, que hasta entonces sólo iba al cine un par de veces al año).Las violencias en el Líbano acababan de comenzar y, una tarde, le oí decir algo que, desde entonces, vuelve de manera recurrente a mi memoria: "Yo creí que conocía mi país. Era un modelo para el Medio Oriente. Las razas, las culturas y las religiones convivían en el Líbano sin problemas y todos se beneficiaban de la prosperidad general. Ahora, de pronto todos se odian y se entrematan, incluso en el seno de las familias. No reconozco nada, ni entiendo ya nada de lo que pasa allí, salvo que la civilización es una delgadísima película que en cualquier momento se puede quebrar".

Cuando las primeras acciones de Sendero Luminoso estallaron en el Perú, en 1980, nadie las tomó muy en serio y los voceros del gobierno solían minimizarlas así: "¿Terrorismo? No. Petardismo..." Los perros colgados en los faroles de Lima con insultos a Deng Xiaoping, la carga de dinamita que averiaba un puente, el asesinato de un oscuro alcalde en una remota aldea de los Andes, parecían las extravagantes brutalidades de un puñado de fanáticos sin el menor futuro, a las que pondría fin, en un dos por tres, una patrulla de la Guardia Civil.

Doce años después, el número de víctimas a consecuencia de la subversión debe rondar los treinta mil muertos y los daños materiales ascienden cuando menos a veinte mil millones de dólares, una suma próxima a toda la deuda externa del Perú. Pero estas cifras, aunque enormes, no dan ni una vaga idea del deterioro generalizado de la vida, del envenenamiento del tramado social, del desplome de la moral cívica y de los supuestos básicos de la convivencia que esconden esas frías estadísticas.

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La historia de César y Chelo, en cambio, tal vez, sí. A él lo conocí en el colegio, en mi infancia piurana. Era un gordito amiguero y palomilla al que sus padres mandaban a clases como endomingado. Dejé de verlo siglos y, un día, ya tirando para hombres maduros los dos, me lo volví a encontrar, siempre en Plura. Yo andaba recorriendo el interior del departamento, para ambientar una novela, y él, que vendía y compraba productos agrícolas en las cooperativas, me fue de gran ayuda. En su camioneta dimos mil vueltas y revueltas por los poblados del desierto y arañamos también las estribaciones de la sierra.

Estaba casado con una esbelta y alegre piurana y tenían tres hijos adolescentes. Una típica familia de clase media, sana y magnífica, luchando con empeño y sin perder el humor para salir adelante, en medio del sistemático colapso de la economía que el populismo trajo al Perú en las últimas décadas, un período en el que, con raras excepciones, los ricos se volvieron menos ricos, la clase media se encogió y proletarizó y los pobres se volvieron pobrísimos y miserables.

Durante la campaña electoral, de 1987 a 1990, vi mucho a Chelo y César. Nunca habían hecho antes política, y estoy seguro de que ambos desconfiaban de la política como de algo ruin y peligroso, pero, como muchas otras parejas de clase media, en aquella ocasión se ilusionaron con la idea de un cambio para su desventurado país, y con tanta generosidad como idealismo y desinterés, entregaron su tiempo y su energía a trabajar para hacerlo posible. Me alegraba verlos, cada vez que iba a Piura, por la limpieza de su esfuerzo, y por la cálida y estimulante simpatía que emanaba de toda la familia.

Después, fui sabiendo de ellos muy de rato en rato. Dos de sus hijos, un varón y una muchacha, terminado el colegio, partieron a Lima, a la Universidad. Vivían en un departamento, en Miraflores, y la noche aquella estaba allí también Chelo, y un compañero de sus hijos. La explosión los borró a los cuatro en un segundo. Mató también a decenas de personas más, en el mismo edificio, que quedó en escombros, y causó centenares de heridos en el barrio. La onda expansiva de la carga fue tan poderosa que pulverizó casi todos los vidrios del edificio donde vive mi madre, a díez manzanas del lugar.

El atentado no tenía un blanco específico, su objetivo era indeterminado, genérico: destruir lo máximo, matar al mayor número. Se habla de un atentado "clasista", semejante al de Ravachol, quien, al lanzar aquella bomba contra los comensales del Café de la Paix, en París, gritó: "Nadie es inocente". Miraflores es un barrio de clase media, es verdad, pero entre las víctimas abundan peruanos de los sectores más humildes: cuidantes de coches, guardianes, sirvientes, mendigos. Leo que "Sendero quería levantar la moral dé sus combatientes con una acción espectacular". O que, en esta nueva etapa de su lucha, alcanzado el "equilibrio estratégico con las Fuerzas Armadas", se trata de sembrar el caos y el pánico en la capital, en espera del asalto decisivo.

El hecho concreto, sin embargo, es más iluminador que todas las interpretaciones y teorías. Hoy hay peruanos convencidos de que volando en pedazos edificios y viviendas y pulverizando a familias como la de Chelo y sus hijos se reparan injusticias y se mejora la condición de los pobres. Eso ya no tiene nada que ver con la política. Es el triunfo de lo irracional, el retorno a ese estadio primario de salvajismo del que el hombre partió, hace millones de años, a conquistar la razón, el sentido común, los valores primordiales de la supervivencia y la convivencia, en una palabra, a humanizarse.

Pero, acaso lo más terrible de todo lo que ocurre en el Perú, es que la helada crueldad con que Sendero Luminoso perpetra sus crímenes, parece estar dando exactamente los frutos previstos: la gradual barbarización del conjunto de la sociedad. No de otra manera se explica que, si las encuestas no

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mienten, una inmensa mayoría de peruanos haya celebrado como una bendición del cielo que el ingeniero Fujimori, en complicidad con una cúpula de generales, pusiera fin al sistema democrático, clausurara el Congreso, e instalara un régimen basado, como todas las dictaduras, no en la ley, sino en la fuerza bruta.

La razón profunda de este apoyo no es la inoperancia del parlamento y del poderjudicial, ni los avances de la corrupción¿ Estos son meros pretextos, pues todos saben que si ineficiencia y corrupción prosperan en el Perú en los períodos democráticos, con los dictadores lo hacen de manera geométrica. La verdadera razón es la creencia de que a un enemigo de la ferocidad de Sendero Lumninoso no lo puede derrotar una "débil" democracia, sólo un régimen de hierro, como el de los generales argentinos que acabó con el ERP y los montoneros, o el de Pinochet, que, luego de un baño de sangre, trajo a Chile paz y desarrollo.

Quienes piensan así coinciden milimétricamente con los designios de Sendero Luminoso. Desde que desató la guerra, cuando el país se aprestaba a volver a la democracia luego de doce años de régimen militar, Sendero ha buscado por todos los medios el golpe de Estado. Por eso sus campañas de intimidación a los campesinos para que no votaran en las elecciones (incluso cortándoles los dedos) y sus asesinatos masivos de candidatos y de autoridades elegidas. Con un certero instinto de lo que conviene a sus intereses, Sendero ha hecho cuanto ha podido para que la "débil" democracia se desintegre y la reemplace un gobierno fuerte, una autocracia sin bridas ni frenos, libre de cometer todas las tropelías sin rendir cuentas a nadie. Gracias al señor Fujimori, a un puñado de militares irresponsables, y con el beneplácito de gran número de peruanos, Sendero Lumninoso ya tiene lo que tanto deseó. Y, por eso, en los últimos tres meses, ha habido más acciones terroristas, víctimas y estragos que en todo el año anterior.

Esta escalada terrorista debería desvanecer aquella insensata fantasía según la cual una dictadura es el mejor remedio contra la subversión. En el terreno de la pura violencia, tiene todas las de ganar no el que, en el papel, luce más tanques, sino el más fanático, el que se siente más armado de razones y argumentos para justificar el crimen. Por más lejos que vaya en este camino, la dictadura sólo conseguirá, debido a la inevitable matanza de inocentes que ello implica, el repudio de la comunidad internacional y enajenarse cada vez a mayores sectores de esos que ahora la apoyan. En la espiral de la violencia, éstos irán pronto descubriendo que un gobierno que pierde la legitimidad, no importa por cuanto tiempo guarde las apariencias, acaba siempre por representar una forma de barbarie semejante a la de quienes lo combaten con asesinatos y atentados. La decepción de aquellos que esperan de la dictadura más trabajo y encontrarán más desempleo, de los que confían en que traiga la paz y se descubrirán inermes frente a los peores abusos, robustecerá las filas del extremismo mucho mejor que todas las escuelas ideológicas de maoísmo y Pensamiento Gonzalo de las barriadas. Nunca, en la historia de América Latina, una revolución ha derrocado a un gobierno democrático. Las cuatro que pueden aspirar a este calificativo -las de México, Bolivia, Cuba y Nicaragua- triunfaron porque se enfrentaron a dictaduras.

Eso lo sabe Sendero Lumninoso y deberían aprenderlo de una vez mis insensatos compatriotas partidarios del "baño de sangre". El que siembra vientos cosecha tempestades, dice el refrán, y éste es el rumbo que ha tomado el Perú desde el 5 de abril, trizando esa delgada película que separa a la civilización de la ley de la jungla, aceptando que lo que era el enfrentamiento de la legalidad contra el terror, de la libertad contra el totalitarismo, de la razón contra el fanatismo, se convirtiera en la lucha entre dos formas de arbitrariedad y prepotencia, entre dos encarnaciones del salvajismo. Ese camino no conduce a la pacificación del país, sino a lo que hasta hace poco parecía impensable: una victoria de Sendero y su probable corolario, la intervención militar extranjera y la desintegración del Perú,

Todavía en los comienzos de la violencia política en el Perú, escribí una novela, Historía de Mayta, fantaseando una situación poco menos que apocalíptica, de guerra civil, terrorismo generalizado y ejércitos extranjeros invadiendo el territorio peruano. No quería proponer una anticipación histórica, sino explorar las consecuencias de la ficción en la vida, cuando ella se vuelca en la literatura o cuando, disfrazada con el ropaje de la ideología, se empeña en modelar la sociedad a su imagen y semejanza. Pero, desde 1984, he visto con espanto cómo aquella fabulación delirante iba dejando de serlo y se iba mudando en una ficción realista y, casi casi, en un reportaje de actualidad.

Nada parece ser imposible en la historia moderna, convertida poco menos que en ramal de la literatura fantástica. Ella es capaz de materializar la pesadilla, pero también, felizmente, algunos sueños en tecnicolor. Que la historia reproduzca la ficción, en el Perú es hasta ahora cierto sólo en el sentido de los más escalofriantes extremos. Pero también podría serlo en la otra dirección, la del desarrollo y el progreso, algo que pasa inevitablemente por el fortalecimiento de la ley y la expansión de la libertad, por el arraigo de la democracia. El restablecimiento de esa suma de principios, instituciones, hábitos, que dan vida a un Estado de Derecho es el requisito primero para que el Perú pueda parar su caída libre hacia una suerte de holocausto histórico y emprenda la ardua recuperación.

Fuschl, Austria, agosto de 1992. Copyright Mario Vargas Llosa, 1992. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1992.

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