Tribuna:

Pánico en Malasaña

La ley Corcuera, aplicada con extremado rigor y vigilante celo por el delegado del Gobierno en Madrid, se ha convertido en una pesadilla para los bares del barrio de Malasaña, fustigados y zarandeados desde hace un tiempo por el no menos celoso y vigilante concejal del distrito Centro.La autoridad puede cerrar, y cierra, cualquier establecimiento en el que se consuman estupefacientes; un solo porro encendido en el local es causa suficiente para que se lleve a cabo el cierre cautelar, cierre contra el que no se puede presentar reclamación alguna. Alertados por -la suerte -de sus colegas ...

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La ley Corcuera, aplicada con extremado rigor y vigilante celo por el delegado del Gobierno en Madrid, se ha convertido en una pesadilla para los bares del barrio de Malasaña, fustigados y zarandeados desde hace un tiempo por el no menos celoso y vigilante concejal del distrito Centro.La autoridad puede cerrar, y cierra, cualquier establecimiento en el que se consuman estupefacientes; un solo porro encendido en el local es causa suficiente para que se lleve a cabo el cierre cautelar, cierre contra el que no se puede presentar reclamación alguna. Alertados por -la suerte -de sus colegas muchos empresarios del ramo se han convertido, a su pesar, en policías, capaces de olfatear a distancia- las emanaciones de humos ilegales. Pero no es suficiente, la policía puede cerrar el local si encuentra a un solo cliente portando en sus bolsillos cualquier sustancia prohibida. La policía puede cachear a los clientes, los propietarios de los locales no están facultados ni, en ningún caso, dispuestos a hacerlo.

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La indefensión es absoluta y la arbitrariedad campa por sus respetos. En uno de los amenazados bares de Malasaña se cuenta la siguiente incidencia: el portero de un disco-pub prohíbe la entrada a un conocido traficante de drogas del barrio. Al poco tiempo el traficante regresa con la Policía Municipal y los funcionarios conminan al portero para que le franquee el paso. Minutos después se pro duce una redada en el local, los policías cachean al camello y la orden de cierre es inmediata.

Hay denuncias de policías que vieron desde el exterior de un bar, a través de los cristales, a un individuo que fumaba hachís, y en los informes no se especifican ni la cantidad incautada ni el tipo de sustancia estupefaciente. Aunque en posteriores trámites la denuncia sea desestimada, tres meses de cierre son suficientes para que muchos locales del barrio que se mantienen precariamente tengan que, cambiar de dueño.

Algunos empresarios afectados piensan que se trata de eso, que es una forma encubierta de favorecer la especulación del suelo en un barrio que gozó de la permisividad más absoluta cuando estaba ocupado mayormente por inquilinos de renta limitada, ancianos en su mayoría, que dejaron el barrio asustados por la inseguridad y los problemas que generaban las drogas. Hoy, cuando los pisos rehabilitados por las inmobiliarias se han revalorizado, una indiscriminada operación limpieza trata de poner en manos de empresas de mayor fuste los codiciados locales de la zona. Algo muy parecido a lo que pudo haber ocurrido en la plaza de Santa Ana y sus aledaños.

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