Tribuna:

Alberto Schommer y el tiempo

Cuando miro y admiro los retratos que realiza el artista fotógrafo Alberto Schommer, me siento siempre arrastrado a meditar sobre el tiempo. Y no por casualidad. Nada hay que dé con mayor fuerza el sentimiento del paso del tiempo, de su continuo fluir, como ver una fotografía. Esa experiencia no se produce porque veamos imágenes de una misma persona tomadas en épocas distintas. Basta con una sola. Si la miramos con atención percibiremos cómo coinciden en ella los tres ahoras del tiempo. Pues hay que convenir que, además del ahora actual, tanto pasado como futuro son ahoras míos: el futu...

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Cuando miro y admiro los retratos que realiza el artista fotógrafo Alberto Schommer, me siento siempre arrastrado a meditar sobre el tiempo. Y no por casualidad. Nada hay que dé con mayor fuerza el sentimiento del paso del tiempo, de su continuo fluir, como ver una fotografía. Esa experiencia no se produce porque veamos imágenes de una misma persona tomadas en épocas distintas. Basta con una sola. Si la miramos con atención percibiremos cómo coinciden en ella los tres ahoras del tiempo. Pues hay que convenir que, además del ahora actual, tanto pasado como futuro son ahoras míos: el futuro es un futuro mío ahora, y el pasado, igualmente, un pasado mío en ese mismo ahora. Ambos coexisten en mi presente y son perspectivas mías de lo que esté por venir y de lo que ya fue. Pues bien, en un retrato fotográfico, sobre todo cuando es el de un ser querido o por el que sentimos cierta curiosidad, en suma, cuando se trata de una persona que ha intervenido o está interviniendo, para bien o para mal, en nuestra vida, vemos en aquella fotografía simultáneamente toda la trayectoria de su existencia. Pero en el caso de los retratos de Schommer la magia es aún mayor, porque, aunque desconozcamos al fotografiado, estamos viendo en el gesto, en la mirada actuales que ha sabido capar este artista hispano-alemán, algo de lo que esa persona fue antes y de lo que va a ser después.Roland Barthes -nos lo recuerda Sciascia en uno de sus últimos libros-, que se interesó mucho por el arte fotográfico, contaba que buscando, al morir su madre, la fotografía más genuina de ella, eligió una de cuando tenía cinco años, "una imagen de cuando él no estaba". En esa prueba, ya algo apagada por el tiempo, se concentraban en una sola imagen el presente de los cinco años, su pasado desde la actualidad de Barthes y el futuro que anunciaba el rostro de su madre, que murió de cierta edad.

Un retrato hecho por un pintor es, en cambio, mucho más presente que una fotografía. Está hincado en su tiempo. Y aunque reuniendo varios lienzos hechos en épocas sucesivas pudiéramos reconstruir la historia del protagonista, siempre quedará cada uno en su época. En cambio, una simple instantánea fotográfica hecha ayer nos da la clave de lo que esa persona iba a ser después. Es, como añadía Sciascia, por "la sensación, la premonición de que la fotografía tiene que ver con la identidad y con la muerte, problemas que el problema del tiempo encierra". El retrato es para mí el arte mayor de la fotografía por esa identidad del retratado que demuestra. "Todavía no le he dado las gracias", dice Turgeniev en una carta a su amigo Flaubert, "por la foto, en que tiene usted un aspecto militar y repeinado... pero es usted". Y esta identidad la confirma humorísticamente Jules Renard cuando dice en su Journal.- "¡Cuántas gentes han querido suicidarse Y se han contentado con romper su fotografía!".

Me precio de haber sido, cuando dirigía la Revista de Occidente, en los años sesenta, quien publicó primero en castellano escritos de la ensayista norteamericana Susan Sontag. Y si la traigo a cuento es porque su librito On photography, que leí después, lo tengo por una de las meditaciones más trascendentales sobre este arte. "Lo que se escribe", dice, "sobre una persona o un acontecimiento es francamente una interpretación, como lo son las pinturas o los dibujos hechos a mano. Las imágenes fotográficas no son opiniones sobre el mundo, sino más bien piezas de él, miniaturas de la realidad que cada cual puede hacer o adquirir". Y en comparación con las imágenes en movimiento, sea el cine o la televisión, para Susan Sontag las fotografías pueden ser más memorables que esas imágenes, porque son como una loncha de tiempo, no una corriente de ellas, cada una de las cuales cancela a la precedente". Pues en verdad esas fotografías quietas, mudas, tienen mayor impacto que las otras en fluencia. La escritora citada pone el ejemplo de aquella fotografía que se publicó en toda la prensa mundial, en 1972, de un niño survietnamita que acababa de ser rociado con napalm, corriendo por la autopista hacia la cámara, "imagen que hizo más contra la guerra que cientos de horas de barbaridades televisivas".

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No soy experto como crítico de arte, pero probablemente el arte de la fotografía no puede analizarse con los mismos conceptos que se emplean en las artes plásticas, en particular en la pintura. La diferencia nace de que el pintor, cualquiera que sea su estilo, interpreta el gesto, la luz y la mirada de su modelo, el cual no trabaja en el cuadro, no es actor en él. En cambio, el fotógrafo refleja una persona que está allí por sí misma, y no puede retorcerle la nariz como gustaba de hacerlo el maniático Bacon (q. e. p. d.). Todo lo más puede añadirle, como hace a veces Schommer, los objetos simbólicos de su especial quehacer, que subrayen su personalidad o su pensamiento. La fotografía, en suma, es un acto real: el salto de un caballo, la mirada de un toro bravo o el rostro de un peregrino. "Fotografiar", añade nuestra admirada Susana, "es esencialmente un acto de no intervención: la foto de un bonzo que se inmola con gasolina, el guerrillero que fusila a un colaboracionista... o el personaje de una famosa película de Hitchcock (James Stewart) que, impedido, sólo puede actuar con su cárnara".

Todo esto se da en Alberto Schommer en plenitud. Como buen artista, evoluciona y busca nuevos enfoques de la realidad, nuevos estilos de fotografiar. Varias épocas han caracterizado hasta ahora su labor: retratos psicológicos (1981 a 1989); la serie más efímera, porque sólo la trabajó en 1985, de las máscaras, a la que siguió, en tiempo más reciente, la serie de las actitudes. Las circunstancias políticas han influido en esas creaciones; así, en la primera, hecha en su mayor parte bajo la dictadura, una "época difícil para expresarse", en la que intentó -según sus propias palabras- "el fuego artificial para insinuar una imagen democrática".

La luz es, claro, el elemento esencial que maneja Schommer. En las máscaras la luz marca los rasgos profundos del modelo acentuando su tragedia o su desesperación, mientras en las actitudes prima la serenidad del personaje. Sus retratos, aunque a veces sean patéticos, no son nunca demoledores, porque -citemos una vez más a Susan Sontag- "nadie ha descubierto la fealdad por la fotografía, pero muchos por la fotografía han descubierto la belleza... No en balde el nombre bajo el cual Fox Talbot patentó la fotografía, en 1841, fue el de calotype, de kalon, bello".

En suma, los retratos de Alberto Schommer no buscan el parecido, sino la identidad del fotografiado. Unas fotografías, las suyas, que ven y prevén. Hagamos caso al genial Ramón Gómez de la Serna: "No rompáis una fotografía. La puede necesitar alguien para encontrar a alguien... o el Señor en el juicio final". Yo, por si acaso, conservo siempre una, excelente, que me hizo Alberto Schommer.

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