LA TRANSICIÓN HÚNGARA / 1

Un día de fiesta en Budapest

El buen curso de la transición económica de Hungría se reflejará este año con unas cifras positivas de crecimiento

Budapest, 15 de marzo. Las calles del centro de la ciudad rebosan de gentes que, con aire plácido y una escarapela con los colores nacionales prendida en la solapa, pasean sin que sus gestos ni el tono de las voces dejen adivinar la menor exaltación de los ánimos. En la plaza del Museo, en las escaleras donde comenzó la revolución de 1848 contra el Imperio Austriaco, el Gobierno posa para la historia rodeado de militares, curas y scouts. No más de 4.000 o 5.000 personas corean un himno nostálgico antes de disolverse.Entre el público destaca la presencia de un grupo de ...

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Budapest, 15 de marzo. Las calles del centro de la ciudad rebosan de gentes que, con aire plácido y una escarapela con los colores nacionales prendida en la solapa, pasean sin que sus gestos ni el tono de las voces dejen adivinar la menor exaltación de los ánimos. En la plaza del Museo, en las escaleras donde comenzó la revolución de 1848 contra el Imperio Austriaco, el Gobierno posa para la historia rodeado de militares, curas y scouts. No más de 4.000 o 5.000 personas corean un himno nostálgico antes de disolverse.Entre el público destaca la presencia de un grupo de cabezas rapadas, con los habituales ropajes paramilitares. Al grito de "judíos, comunistas", atacan a los periodistas que logran identificar. La policía interviene y se baten en retirada sin que lleguen a producir graves consecuencias.

En la calle Vaci, referencia obligada de visitas de turistas y cronistas foráneos, un grupo llama la atención de los paseantes. El centro del grupo lo forman un señor vestido de oso de Walt Disney tocando el violín y un niño que canta y toca la guitarra sentado en el suelo.

Vaci emboca desde la plaza de Vörösmarty, que preside una estatua del poeta nacional húngaro, quien inflamaba los corazones de sus compatriotas en una lengua que recomenzaron a utilizar las clases ilustradas en el siglo pasado. Pero no fue el suyo, sino el de Petöfi el nombre que tomaron los opositores al régimen comunista tras la sangrienta rebelión nacional y democrática de 1956. Ese contenido y la falta de perspectiva del comunismo filial de la Unión Soviética dieron a la oposición una ideología posibilista y amplia que llegó a contagiarse a numerosos cuadros del partido y el Gobierno. El comunismo era "lo de fuera", y se trataba de aguantarlo, pero de poder vivir lo mejor posible. Los húngaros formaban, mucho antes de 1989, una sociedad madura para el cambio sin necesidad de guerra civil.

La supervisión de la URSS

La política económica de los últimos años de la dictadura no escapó a estas tendencias. Por supuesto, Hungría no había escapado al reparto de trabajo diseñado por el Acuerdo de Asistencia Económica Mutua (CAME, firmado con Checoslovaquia, Polonia, Bulgaria y Rumania bajo la supervisión directa de la URSS), y la mayor parte de sus intercambios económicos se llevaban a cabo en el seno de este acuerdo. Pero Hungría tuvo la fortuna de no ser designada como un centro de producción básico de industria pesada, como fue el desgraciado caso de Checoslovaquia.

Desde los oscuros años sesenta, el régimen abrió la posibilidad de constituir empresas pequeñas, en un proceso lleno de contratiempos y cambios de ritmo. Pero, sobre todo, concibió un sistema de funcionamiento de las empresas estatales en el que se tomaba el beneficio como una de las variables fundamentales del funcionamiento. En Hungría había competencia. Y algo más; un sector agrario diversificado capaz de producir en abundancia y calidad pese a la colectivización forzosa

Los dirigentes comunistas húngaros, en todo caso, no dejaban de mirar de reojo a sus vecinos. Las explosiones de violencia polacas y la represión en Checoslovaquia por ir demasiado lejos les hicieron mantenerse a distancia de una reforma que fuera vista con malos ojos por la Unión Soviética y a la misma distancia de planes de ajuste económicos que provocaran la irritación de la población.

Las empresas mantenían un excedente de mano de obra que les permitiera hacer frente a las bruscas contracciones de la planificación de la producción. La población consumía, sin que se mejoraran las estructuras básicas productivas, una serie de productos de primera necesidad que el Estado pagaba en parte para mantener su precio a niveles asequibles. ¿Cómo se puede mantener un proceso así durante años? Sólo con una deuda exterior creciente y una brutal inflación enmascarada.

El estallido democrático de 1989 hereda estos efectos, no los crea. Con sus peculiaridades ya mencionadas, el proceso de cambio en Hungría tiene los mismos objetivos que los de los países de su entorno: se trata de poner en marcha mecanismos de mercado en el seno de la economía y proceder a una privatización generalizada de la economía.

La opción puesta en marcha por el Gobierno húngaro considera preciso abordar la reforma de las estructuras de una manera gradual, a lo largo de cuatro años, y el problema de la deuda a medio plazo. En cuanto al proceso inflacionista y el desempleo, se considera que lo peor habrá pasado a finales del presente año. Las consecuencias de las primeras medidas fueron, como se esperaba, de gran envergadura: la fijación del tipo de cambio, con sucesivas devaluaciones escalonadas, la apertura del mercado, el cese de las subvenciones al consumo y la liberalización de los precios se produjeron en el momento en que el CAME se colapsaba, con lo que ello supuso de recortes en las exportaciones.

Una de las mayores preocupaciones del Gobierno, esbozado este plan, consistía en evitar una escalada de precios / salarios. El ajuste, en términos reales, suponía primar las exportaciones y castigar el consumo interno. En términos generales, el salario medio ha experimentado unas subidas para cubrir el 60% del aumento de los precios. Y los índices de inflación han llegado en 1991 hasta el 35%. De forma paralela, el desempleo se acerca progresivamente al 10% de la población, y se considera que el número de personas que viven por debajo de lo considerado imprescindible asciende al 30% de la población.

Inflación desactivada

El panorama, en cifras, es preocupante. Sin embargo, el ministro de Finanzas, Mihaly Kupa, el hombre que zanjó las discusiones en el seno del Gobierno desde mediados del pasado año, considera que el proceso inflacionista ha sido desactivado: la inflación no ha entrado en la espiral de salarios, y ha reflejado fundamentalmente los precios del exterior y el fin de las actividades subvencionadas, con el añadido de la subida de precio del petróleo soviético.

Desde el punto de vista de la producción, los dos años anteriores han presentado balances claramente negativos, con bajas en la producción industrial del orden del 10% cada año y bajas sensibles en la agricultura, aunque éstas, debidas, en parte, a la sequía. Por sectores productivos, los responsables de la economía húngara reconocen además las derrotas en el carbón, el acero, el sector químico o los abonos agrícolas. Sin embargo, se muestran orgullosos de la capacidad de resistencia de sectores punta, como el de producción electrónica.

Para 1992, el primer periodo de transición, se espera un crecimiento económico positivo, aunque sea de orden menor. Una buena noticia para un país que ha vivido en la incertidumbre del cambio y vivió varios años sabiendo que se agotaba un modelo y no había recambio.

La integración en Occidente, que abarca todos los sectores de la actividad política, social y económica, se plasma cada día en una nueva realidad. Hungría es hoy un país en pleno proceso de cambio en profundidad, que comienza a preparar la feria de 1996, una exposición industrial que puede convertirse en la exposición de la transición del régimen comunista a la economía de mercado.

El hombre de la reforma

El ministro de Finanzas, Kupa, se expresa con lentitud, midiendo cada una de sus palabras. Pide que la entrevista se realice, con intérprete bilingüe, para evitar posibles malentendidos, aunque conoce el inglés.Kupa es uno de los hombres indiscutibles del Gobierno. Todos le reconocen su capacidad y competencia. Su papel es el del malo de la película, porque tiene que cumplir un objetivo básico: mantener el equilibrio de la economía, lo que supone mantener un férreo control sobre la inflación y los salarios, entre otras cosas.

Kupa considera, sin embargo, que ya no es preciso apretar más a la población: "No seguirá bajando el consumo este año. Subirá incluso un punto en términos reales. No tenemos que ir más allá. La población ha asumido ya el choque".

El ministro está además dominado por un prudente optimismo. En los dos últimos años, los húngaros han conseguido aumentar el nivel de reservas, parar el deterioro de la deuda externa (entre otras razones por la entrada de capital extranjero de forma masiva) y un cambio estructural de envergadura: las exportaciones húngaras se dirigen ahora, en un 60%, hacia la Europa del oeste.

No todo son, por supuesto, complacencias. Para Mihaly Kupa, es muy preocupante el nivel de deterioro del empleo. No sólo por la magnitud que puede alcanzar ("nos sobra gente en la agricultura") sino por lo que eso representa en la psicología de un país acostumbrado al pleno empleo y en la cobertura deficiente de estas situaciones.

Para mediados de este año, Kupa anuncia que se habrán completado las leyes sobre seguridad social y desempleo en el Parlamento.

"En el año 92 culminaremos la tarea del cambio de régimen y podremos continuar en los posteriores el trabajo de conseguir una economía competitiva".

El ministro de Finanzas demuestra ser un conocedor del proceso de transición en España: "Todos quisiéramos un acuerdo como el de La Moncloa, pero cuando se habla de salarios en Hungría, se acaban las discusiones", dice con ironía.

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