Editorial:

Morosidad

¿QUÉ OCURRE si usted, como consumidor, encarga, utiliza o compra una serie de bienes por valor de decenas o centenas de miles de millones y decide no pagarlos o hacerlo tardíamente? Lo más probable es que acabe ante un juzgado. Pues bien, no siempre es así. La. Administración encarga, consume o compra desde energía eléctrica a obras públicas, teléfonos, medicamentos o material de oficina -todo lo que necesita- sin preocuparse en exceso de los plazos de pago. Y, sin embargo, esta falta de responsabilidad no es, por extraño que parezca, ni insólita ni escandalosa, pese a la cuantía de la deuda (...

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¿QUÉ OCURRE si usted, como consumidor, encarga, utiliza o compra una serie de bienes por valor de decenas o centenas de miles de millones y decide no pagarlos o hacerlo tardíamente? Lo más probable es que acabe ante un juzgado. Pues bien, no siempre es así. La. Administración encarga, consume o compra desde energía eléctrica a obras públicas, teléfonos, medicamentos o material de oficina -todo lo que necesita- sin preocuparse en exceso de los plazos de pago. Y, sin embargo, esta falta de responsabilidad no es, por extraño que parezca, ni insólita ni escandalosa, pese a la cuantía de la deuda (Telefónica reclama 70.000 millones de pesetas; las constructoras, en tomo a los 750.000 millones, y las eléctricas son acreedoras de varios miles de millones ante los ayuntamientos).Hablamos de un vetusto estilo de relaciones comerciales o financieras que se basa en la contraprestación, en el intercambio de favores o canonjías, una especie de consagración de una economía de trueque en la que se intercambian servicios por subidas de tarifas, licencias de obras o aceptación de facturas con los correspondientes intereses por el retraso del pago.

También es cierto que en esta lamentable herencia de los peores resabios administrativos, en el año de los planes de convergencia con las economías más desarrolladas de la Europa comunitaria debe haber algún perdedor. Si las empresas afectadas por la morosidad soportan la lentitud en el cobro que imponen unilateralmente las administraciones -evidentemente, comunidades autónomas y ayuntamientos aplican de buen grado el trueque- y éstas no dejan de consumir o utilizar cuanto necesitan, ¿quién soporta el peso de la ineficiencia institucionalizada? Todo parece indicar que el ciudadano. Pactos y chalaneos acaban desembocando en el encarecimiento de los servicios que utiliza la ciudadanía. Se piden aumentos de tarifas telefónicas o eléctricas, se recalifican terrenos, se conceden graciosamente prebendas, y todo ello con la indudable convicción de que el patrimonio común no es tal, sino de aquellos que lo administran. En algunos aspectos, sobre todo en los referentes a las administraciones públicas, el final del siglo XX no se distingue en demasía del final del siglo XIX.

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