Editorial:

Sefarad

"NO, ESPAÑA no es mi segunda patria, pero allí me siento como en mi casa", decía recientemente Isaac Navon, ex presidente de Israel. Explicaba así la naturaleza de su relación con la vieja Sefarad (la España de los judíos), de la que sus antepasados fueron brutalmente arrojados hace 500 años, el 31 de marzo de 1492. Navon es uno de los miles de sefardíes cuyas familias, afectadas por el edicto de expulsión de los Reyes Católicos, siguieron la ruta clásica a través de Turquía hasta llegar a Jerusalén el siglo pasado.Con el tesón que se le reconoce, el pueblo judío no ha tenido más que un objeti...

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"NO, ESPAÑA no es mi segunda patria, pero allí me siento como en mi casa", decía recientemente Isaac Navon, ex presidente de Israel. Explicaba así la naturaleza de su relación con la vieja Sefarad (la España de los judíos), de la que sus antepasados fueron brutalmente arrojados hace 500 años, el 31 de marzo de 1492. Navon es uno de los miles de sefardíes cuyas familias, afectadas por el edicto de expulsión de los Reyes Católicos, siguieron la ruta clásica a través de Turquía hasta llegar a Jerusalén el siglo pasado.Con el tesón que se le reconoce, el pueblo judío no ha tenido más que un objetivo histórico en su diáspora: el retorno a Israel. Por ello puede decirse que los establecimientos de colectividades hebreas por el mundo entero fueron siempre más compás de espera, por dilatado que resultara, que asentamiento definitivo. Con seguridad, por otra parte, una de las circunstancias que mantuvo viva la aspiración del retorno fue la persecución secular a que las sociedades cristianas y musulmanas de cada lugar sometieron a los guetos judíos, encerrándolos en sí mismos, estorbando su normal funcionamiento, haciendo de su prosperidad algo vergonzante, discriminándolos y, finalmente, expulsándolos. Así, poco a poco, fue escrita una de las peores páginas de la historia de la humanidad.

Aun cuando otros países se le adelantaran -por ejemplo, las monarquías francesa e inglesa-, España inscribió su nombre con particular indignidad en esta pizarra de la intolerancia. Aquel año de 1492, tan señalado por la gran aventura exterior de las Indias, produce especial sonrojo por cuanto supone de ruptura de la convivencia en el interior. Dos colectividades que durante siglos habían sido lo mejor de la península Ibérica por lo refinado de su civilización y lo prudente de su avance científico y moral fueron expulsadas por las peores razones posibles. La musulmana, por un prurito patriotero fruto de siglos de reconquista; la judía, a causa de la cesión de la Corona frente a la intolerancia de la Iglesia.

Asombra que la colectividad sefardí siga considerando como segunda casa el terruño del que fue echada hace cinco siglos. Pero es así. Con la obstinación clásica de los perseguidos, los sefardíes conservan entre sus costumbres el hábito social, el idioma y la leyenda que construyeron o aprendieron durante siglos de amor a sus Gironas, a sus Toledos, a sus Córdobas.

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Hoy, en el centenario del edicto, se hace recapitulación de cuantos actos de desagravio se han ofrecido a, la comunidad sefardí en las últimas décadas, por más que la España actual no pueda ser tenida en absoluto como responsable de la brutalidad de la de ayer. Madrid, hoy, y Sevilla, mañana, tienden la mano a los judíos cuyos antepasados fueron aherrojados de sus casas y tierras por los nuestros. Tal vez esta lección -consagrada en el monumento de Eduardo Chillida a la tolerancia que mañana inaugura el presidente de Israel en Sevilla- debería ser tenida en cuenta por quienes la reciben, los judíos de Israel, a quienes acaso puede servir de recordatorio a la hora de practicar la virtud de la generosidad con quienes comparten la tierra en la que viven, los palestinos.

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