Editorial:

Indignidad

DESDE QUE derrocó a su predecesor a finales de la década de los setenta, el presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, se ha preocupado mucho de consolidar su poder personal y de atender a sus fobias particulares, entre otras, una enfermiza obsesión con cuanto ocurre respecto de él en la antigua metrópoli, España, y un empeño, bastante razonable por otra parte, de ver enemigos en todos sitios. De este modo, no sólo no se ocupa de mejorar la situación de penuria económica en la que la corrupción e ineficacia de su Gobierno tienen sumido al país, sino que se empeña en negar a sus conciudad...

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DESDE QUE derrocó a su predecesor a finales de la década de los setenta, el presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, se ha preocupado mucho de consolidar su poder personal y de atender a sus fobias particulares, entre otras, una enfermiza obsesión con cuanto ocurre respecto de él en la antigua metrópoli, España, y un empeño, bastante razonable por otra parte, de ver enemigos en todos sitios. De este modo, no sólo no se ocupa de mejorar la situación de penuria económica en la que la corrupción e ineficacia de su Gobierno tienen sumido al país, sino que se empeña en negar a sus conciudadanos el derecho a la libertad y a la democracia.El último episodio de su falacia ha consistido en la detención de al menos tres miembros del opositor Partido de la Convergencia Democrática Social. Entre ellos, Plácido Micó, al que, tras arrestarle en plena calle de Malabo, los ocho esbirros que lo hicieron le propinaron una sonada paliza. Su crimen: pretender enviar a Madrid, a las sedes del PSOE y de UGT, una hoja clandestina de la oposición.

Estas detenciones chocan abiertamente con las promesas hechas por Obiang al presidente del Gobierno español cuando éste visitó Guinea Ecuatorial el pasado noviembre. En aquella ocasión, el dictador ecuatoguineano aseguró a Felipe González que haría un esfuerzo por iniciar la tantas veces retrasada democratización del país. Se comprende ahora claramente cuál era su intención: garantizar cualquier cosa con tal de asegurarse la visita del mandatario español para presentarla a sus súbditos como un espaldarazo de la antigua metrópoli. Pero a un megalómano como Obiang (que además acababa de hacerse entonces un plebiscito de autocomplacencia) nunca le convencen las buenas palabras; no entiende más lenguaje que el de la dureza. Y si tanto le preocupa el espejo en el que se mira en España, es desde España desde donde debe presionársele para que proceda a la corrección largamente requerida de su tiranía.

Es hoy un principio admitido que no existe injerencia en los asuntos internos de un país cuando se actúa en reclamación por las violaciones de derechos humanos. Ya que lo que hace Madrid es siempre tan importante para Malabo, el Gobierno español debería aprovechar todos los recursos a su disposición para presionar a Obiang y hacerle cumplir sus promesas; desde la suspensión de una ayuda económica que sólo beneficia a los poderosos hasta la interrupción cautelar de las relaciones diplomáticas.

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Cuando lo único que se le ocurre al dictador en contestación a las moderadas quejas españolas es una puerilidad como la creación de un Ministerio de la Francofonía -cuya utilidad ofensiva con respecto a Madrid no se acaba de entender- o una barbaridad como la detención y tortura de sus connacionales, no puede haber más reacción que la de no prestarse a juego alguno y dejar de gastar el dinero de los españoles a fondo perdido.

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