Tribuna:

Taracea cinematográfica

Para distraerme y no pensar por un rato en las cultas de cada día, fui al cine uno de estos últimos, y la suerte me deparó una película ya algo añeja que no sólo tuvo la virtud de divertirme sino que, alejándome de las cuestiones cotidianas, me trajo a la mente otras que, consideradas y debatidas desde la antigüedad, siguen, perennes, siendo muy actuales. La película se titula en inglés Dead men don't wear plaid, y en español, Cliente muerto no paga, enunciados uno y otro extraídos de su diálogo; y constituye una parodia admirable del cine americano negro (y, por supuesto, de la ...

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Para distraerme y no pensar por un rato en las cultas de cada día, fui al cine uno de estos últimos, y la suerte me deparó una película ya algo añeja que no sólo tuvo la virtud de divertirme sino que, alejándome de las cuestiones cotidianas, me trajo a la mente otras que, consideradas y debatidas desde la antigüedad, siguen, perennes, siendo muy actuales. La película se titula en inglés Dead men don't wear plaid, y en español, Cliente muerto no paga, enunciados uno y otro extraídos de su diálogo; y constituye una parodia admirable del cine americano negro (y, por supuesto, de la novela policial, en que éste se inspira).Admirable, digo; y diré por qué. Pero antes debo reseñar algunos de sus peculiares rasgos.

Ante todo, la cinta nos remite a la época clásica de dicho cine: está grabada en blanco y negro y para datar con aproximación la época a que alude, nos hace ver, reiterada aunque marginalmente, el retrato del presidente F. D. Roosevelt colgado en la pared de una oficina. En cuanto tal parodia, la obra tiene una decidida inflexión cómica: presenta, exagerados des de luego (pero sin exceso: mediante un subrayado casi siempre leve) todos los lugares comunes del género en sus diversas variantes. Bajo esa caricatura, a veces obvia, se advierte otro tipo de comicidad: la de una ironía sutil, basada en el refinamiento de la técnica que emplea. Pues lo más notable de esta singular película es que ha sido construida -compuesta, debiéramos decir mejor- a base de citas cinematográficas; algo análogo a lo que en literatura se denomina intertextualidad. Mediante hábil labor de taracea, se incrustan en ella pasajes de bien conocidos clásicos de Hollywood; y el espectador -si todavía lo se ha percatado para entonces- tendrá un sobresalto cuando vea aparecer en la pantalla a Humphrey Bogart y oiga su voz inconfundible tomando parte en la acción. Así, intervienen en Cliente muerto no paga no sólo el protagonista de El sueño eterno, Bogart, sino también Ava Gardner, Charles Laughton, Cary Grant, Ingrid Bergman; Bette Davis, James Cagney, Lana Turner, en fin, muchísimas de las estrellas más famosas en la historia del cine. Resulta ser, pues, una obra cuyas divertidas peripecias pueden en la superficie servirle de pasatiempo a cualquier espectador, pero que constituye sin duda una delicia exquisita para quien ponga atención en los recursos artísticos ahí puestos en juego con tanto desenfado y tan sin pedantería. En el fondo, nos encontramos ante una reflexión crítica acerca del séptimo arte, montada sobre alusiones diversas -y no sólo las mencionadas citas, sino otras varías- apuntando hacia una rama importante de su ya secular tradición.

Bastará lo dicho para comprobar que se trata aquí de una obra elaborada en plena concordancia con la fisonomía típica que en nuestro tiempo presentan las demás artes. Para empezar, notemos su carácter nostálgico. La sociedad actual se complace en celebrar revivals cada vez más próximos entre sí; y la nostalgia a que responden esas periódicas revivificaciones por las que pretendemos prestar nueva vigencia a un pasado cada vez menos remoto (así, por ejemplo, los objetos que los anticuarios ponen ahora a la venta son trastos y ropas no ya de anteayer, sino de ayer mismo) es una nostalgia que siempre se muestra con un sesgo irónico y pretensiones de desafectada superioridad intelectual, como correctivo encaminado a disculpar y hacer palatable el sentimentalismo que lleva implícita. Esos revivals recogen, restauran y marcan en su conjunto un cierto estilo de vida, pero su manifestación más ostensible se da en el sector de las recurrente s modas y en todo el campo de la expresión artística.

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Esa tendencia -tan peculiar del periodo histórico en que nos hallamos- a revivir en parodia (esto es, con una ironía o autoironía condescendiente) tal o cual momento del pasado se advierte, inequívoca, en la película comentada; aquí, en concreto, evocando el momento de auge de la novela y el cine policíacos. Y al concitarlo, repite también algo que se ha hecho demasiado frecuente en todas las demás artes, y no sólo en el cine: la reflexión sobre sí mismas. Continuamente se elabora, en efecto, cine sobre el cine, como de continuo se escribe sobre la escritura de invención, con la que tiene tanto parentesco. Producir obra de arte equivale -o al menos comporta- hoy una especulación sobre la respectiva técnica.

Que toda obra artística haya de tener por referencia la historia de aquel arte en que viene a insertarse, a cuya tradición se incorpora, y que deba asumirla de modo tácito o expreso, por vía de imitatio o tal vez para colocarse en postura de oposición, pero ello sin posible excusa, no es novedad ninguna. Más aún: el cabal entendimiento de cualquier obra de arte requiere detectar e interpretar las alusiones que contiene a la totalidad del sistema artístico donde se inserta. Lo normal, sin embargo, es que el creador opere sin hacerse cuestión de tal problemática; o sea, que produzca su obra a partir del sistema, sí, esto desde luego, pero con la vista puesta en el destinatario o receptor probable, es decir, en la sociedad dentro de la que actúa. Lo nuevo de la situación actual es que el creador artístico suele producir su obra con una muy aguda conciencia de esta problemática, y así se repite el caso del poeta o el novelista que escriben para escritores, del pintor que pinta para pintores, del cineasta que produce para círculos; de aficionados, y hasta (extremo éste grotesco) del crítico que ejerce su actividad a beneficio de otros críticos. Si siempre la obra de arte, y tanto más cuanto más grande, ha solido estar repleta de alusiones y homenajes referidos a su propia tradición, la deliberada intertextualidad, y otros recursos semejantes con que muchas obras contemporáneas se tejen, no pasan de ser un guiño de ingeniosa inteligencia dirigido a los cofrades: solipsismo de grupo. No habrá que decirlo: son éstas condiciones culturales impuestas por la época; de consiguiente, ineludibles; y por supuesto que dentro de ellas, quizá a pesar de ellas, pueden producirse -de hecho se producen-, junto a muchas convencionales naderías, obras de hondo calado y calidad suprema.

Tal situación mueve a replantearse el viejo tema de las relaciones entre el arte y la realidad de la vida; o, puesto en otros términos, entre arte y sociedad. Desde que Aristóteles formulara el concepto de mimesis, ésta ha venido siendo vulgarmente entendida como reproducción artificial de los objetos que la experiencia práctica ofrece, una copia tanto más apreciada cuanto más fiel; y así,

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Taracea cinematográfica

Viene de la página anterior por ejemplo, abundan respecto del arte pictórico, desde la antigüedad misma, falsas anécdotas que ponderan y celebran el supuesto engaño sufrido por un desprevenido espectador ante la imagen. del cuadro; incluso los pájaros pueden querer picotear unas uvas tan al natural representadas... Por contraste con las inveteradas pretensiones realistas del arte, se ha desacreditado modernamente -aunque también elogiado, es cierto- tal o cual pintura por su calidad fotográfica, desconociendo que esta técnica de reproducción de imágenes, la fotografía, es tan artificiosa como cualquier otra. Asimismo, ha podido hablarse de un cinéma vérité como contrapuesto a las películas de invención. Pero el caso es que la distinción entre arte y realidad resulta problemática en grado sumo, y la siempre repetida frase de Oscar Wilde, que invierte el mecanismo de la mimesis al afirmar que es la naturaleza quien imita al arte, expresa bajo su llamativa forma de paradoja la conciencia de que el problema es demasiado complejo para que pueda hallar solución en términos tajantes. ¿Arte frente a naturaleza? La verdad es que no sólo la creación de obras con específicas intenciones estéticas, sino toda la creación cultural en su conjunto, está basada en la naturaleza, la abarca, implica y comprende. El hombre mismo, artífice, sujeto y objeto a la vez de esa creación, como criatura biológica que es, tiene que apoyarse en la naturaleza para transformarla, aun para negarla. Vida y arte no son, pues, esferas separadas, sino que se dan en estrecha integración. En definitiva, no son prácticamente separables. Vivimos el arte como productores y en cuanto consumidores; del arte hacemos realidad nuestra de cada día. Y por lo que se refiere al, cine -este arte fundamental del presente histórico-, es evidente que no se limita a nutrir la imaginación e inspirar las actitudes, costumbres, gestos y ademanes de la gente; también alimenta a esa otra arte de la que, a su vez, él mismo suele nutrirse: la literatura; tanto, que apenas habrá hoy obra de ficción narrativa o poética de cuyo contenido pueda decirse que está ausente la experiencia cinematográfica.

es escritor y miembro de la Real Academia Española.

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