Tribuna:

Milagro

Leí en la prensa que el lunes pasado acudieron 3.000 personas a un pueblo de Tarragona a esperar un milagro: un sacerdote de la zona, que dice recibir mensajes de los cielos, había, anunciado que para ese día, justo a las cuatro de la tarde, se curaría Miquel, un chico que padece una enfermedad cerebral irreversible. Ahí estuvieron, Miquel y su familia y 3.000 más, cantando y rezando durante horas. No sirvió de mucho. No sanó.Siempre me ha conmovido la inmensa distancia que separa al ser humano de sus sueños. Somos muy poca cosa: apenas un chispazo de vida entre dos nieblas. Pero nos emborrach...

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Leí en la prensa que el lunes pasado acudieron 3.000 personas a un pueblo de Tarragona a esperar un milagro: un sacerdote de la zona, que dice recibir mensajes de los cielos, había, anunciado que para ese día, justo a las cuatro de la tarde, se curaría Miquel, un chico que padece una enfermedad cerebral irreversible. Ahí estuvieron, Miquel y su familia y 3.000 más, cantando y rezando durante horas. No sirvió de mucho. No sanó.Siempre me ha conmovido la inmensa distancia que separa al ser humano de sus sueños. Somos muy poca cosa: apenas un chispazo de vida entre dos nieblas. Pero nos emborrachan las ansias de dicha, nos abrasa el deseo. Ambicionamos la felicidad con tanta violencia como si estuviera en nuestra mano el conseguirla, cuando lo cierto es que dependemos por completo del azar y no podemos controlar la realidad de ningún modo. Yo no sé si el cura visionario se ha hecho en algún momento todas estas reflexiones de metafísica barata. Seguramente no, porque su metafísica, me supongo, es muy otra. Pero en cualquier caso su milagro fallido me parece una patética radiografía de lo que somos.

Les imagino allí, en ese lunes cálido, ciegos de vanas esperanzas, reclamando la ayuda divina para arreglar un mal (el cerebro dañado) demasiado enorme para nuestras fuerzas. Transcurriría la mañana lentamente; parpadearían quizá el enfermo y, su familia, deslumbrados por el sol de septiembre, mientras veían pasar las horas por el cielo. Cantaban y soñaban. Deseaban. Pero es posible que los dioses también se hayan muerto, junto con Marx y Lenin. De modo que llegaron las dos, y luego las tres, y por fin las cuatro. Y al sonar la hora del milagro el planeta siguió rotando sobre su eje, sordo a toda súplica, imponente.

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