Editorial:

Amargo veraneo

PARA ALGUNOS españoles, los estudiantes suspendidos en junio, el veraneo es verdaderamente amargo. Al cateado le cae encima la urgencia de salvar la papeleta en septiembre para evitar el retraso que supone perder un curso. Hay quien considera, y puede estar en lo cierto, que no es ningún bochorno repetir curso, sobre todo en, COU, donde tanto importa la estrategia de la nota media para poder escoger carrera. Pero una gran mayoría, sobre todo de padres, quiere impedir a toda costa el fracaso en septiembre y busca remedios urgentes. Uno es encerrar al alumno en un tipo de academia que inc...

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PARA ALGUNOS españoles, los estudiantes suspendidos en junio, el veraneo es verdaderamente amargo. Al cateado le cae encima la urgencia de salvar la papeleta en septiembre para evitar el retraso que supone perder un curso. Hay quien considera, y puede estar en lo cierto, que no es ningún bochorno repetir curso, sobre todo en, COU, donde tanto importa la estrategia de la nota media para poder escoger carrera. Pero una gran mayoría, sobre todo de padres, quiere impedir a toda costa el fracaso en septiembre y busca remedios urgentes. Uno es encerrar al alumno en un tipo de academia que incluso anuncia sus métodos pedagógicos con la gráfica frase de "disciplina militar".La existencia de estos centros, bastantes en régimen de internado, plantea la paradoja de que para resolver un fracaso escolar se acude a un remedio contradictorio con la pedagogía teóricamente seguida el resto del año. Tras tanta literatura sobre una pedagogía no represiva, resulta que muchos padres ven en el rigor cuartelario la panacea y envían allí a su hijo, que en sus compañeros no encuentra otro modelo de conducta que el suyo propio, dada la homogeneidad social de la clientela. Pensar que en dos meses se puede remediar la indolencia de nueve es un error. A lo mejor aprueban en septiembre, pero persistirá su trágica resistencia a aprender. Incluso puede que, ante esos métodos, odien más la institución escolar que antes, cuando simplemente les aburría.

Sobre quién es el verdadero culpable de los suspensos hay criterios discordantes: desde el dicho popular de que el maestro que suspende se catea a sí mismo, porque no ha sabido despertar el afán de saber en sus pupilos, hasta el convencimiento de que hay alumnos irredentos para quienes aprender es un purgatorio. Indudablemente, en el capítulo de responsabilidades no quedan excluidos los padres que consideran que la tarea de educar a sus hijos debe delegarse por entero en los profesionales del ramo y no entienden que la educación se debe dar durante el horario escolar pero también en el propio clima doméstico. Un padre cuyo ocio no tiene jamás nada que ver con la lectura, difícilmente podrá convencer a su hijo no ya de la conveniencia de leer, sino del placer gratuito de la lectura.

Otro problema es que se asocia la escolaridad al bachillerato, y muchos padres insisten en que su hijo sea bachiller desechando la formación profesional porque socialmente está menos acreditada. El mito del bachiller, sustentado en épocas pasadas, como antesala a la universidad y el triunfo, ha quedado desdibujado pero sobrevive todavía. Si el aprendizaje va asociado a la única idea de triunfo social, si sólo sirve para ser un ingeniero bien pagado, será difícil convencer a un chaval que, por ahora, tiene la vida resuelta de que renuncie a unas gozosas vacaciones. Unas vacaciones, por otra parte, con unos plazos mal repartidos (la desproporción entre el trimestre veraniego y los largos trimestres escolares). Seguramente si la escuela o el instituto se vivieran como una necesidad íntima, sin otro cálculo que la conveniencia para la personalidad de cada cual, los suspensos serían menos.

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