Editorial:

Cultura bajo mínimos

EN EL umbral de agosto, mes de tradicional inactivi dad política y de reducida actividad administrativa, y a unos cinco meses del nombramiento del actual ministro de Cultura, Jordi Solé Tura, resulta complica do adivinar las ideas básicas en que se asienta la actuación del ministerio. Hasta ahora, con lentitud y sin objetivos definidos, apenas se ha cubierto el periodo de ceses y nombramientos, dentro de un organigrama continuista y en el que la naturaleza de algún organismo sigue siendo provisional. Buenas intenciones y ex celentes propósitos sin programación general no han faltado. Tampoco l...

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EN EL umbral de agosto, mes de tradicional inactivi dad política y de reducida actividad administrativa, y a unos cinco meses del nombramiento del actual ministro de Cultura, Jordi Solé Tura, resulta complica do adivinar las ideas básicas en que se asienta la actuación del ministerio. Hasta ahora, con lentitud y sin objetivos definidos, apenas se ha cubierto el periodo de ceses y nombramientos, dentro de un organigrama continuista y en el que la naturaleza de algún organismo sigue siendo provisional. Buenas intenciones y ex celentes propósitos sin programación general no han faltado. Tampoco los conflictos y carencias que aquejan a la cultura española han disminuido en los últimos meses. Antes al contrario, han venido agravándose rutinariamente, y en las últimas semanas, de manera excepcional, por la reducción del gasto público, cuota reductora que siempre será alta en este departamento, dada la parvedad presupuestaria que a la cultura se destina, pero suficiente, sin embargo, para financiar un apetecible viaje veraniego del ministro a Australia y a Nueva. Zelanda con el dudoso objetivo de promocionar el castellano en aquellas lejanas tierras.La publicación de una encuesta de perfiles desoladores sobre el estado de nuestra salud cultural, la recuperación de alguna persortalidad dimitida en la crispada etapa que precedió al relevo ministerial y gestiones en asuntos; concretos, como el del Liceo de Barcelona, aun siendo loables, pueden interpretarse como política de día, a día. Las necesidades estructurales de la industria cultural dernandan algo más que la concesión de subvenciones, el parcheo de museos y el destino indeciso del Centro Rleina Sofia, el remedio televisivo para el cine agonizante, una promoción teatral y musical a bandazos entre el supuesto refinamiento y el supuesto populismo, una protección social para escritores siempre en borrador y siempre arcaica, un apoyo a la industria editorial y una red de bibliotecas reiteradamente insuficiente. No es tanto la imaginación como la, coherenc:la frente a la diversidad de los problemas culturales lo que cabe pedir a un ministro con capacidad de pensamiento político.

La dispersión decompetenclas dentro de la Administración estatal obstaculiza la coherencia. No cabe olvidar que desidias, megalonnanías, errores e ingenuidades han retrasado el fomento oficial de nuestra cultura, lo han embarullado y, es más, justifican que los estamentos culturales pidan un proteccionismo incongruente a veces en una economía de libre mercado. Esa dispersión de competencias y esa acumulación de ineficacias deberían bastar para que, de una vez por todas, cualquier cargo público con tareas en esta materia desechara la pretensión de que la cultura ha de ser rentable a corto plazo. La arbitrariedad y el despilfarro traen su causa del exhibicionismo con fines partidistas. Por poner un ejemplo, que en muchos casos supone además una competencia abusiva de la industria editorial, puede cítarse el espectro ilimitado de publicaciones oficiales en todas las administraciones, que cada año crecen descontroladamente en loor exclusivo de la oficina que las edita.

Pasado el verano, habrá que confiar en que el Ministerio de Cultura supere la indefinición y la atonía de sus primeros pasos. El acierto no es fácil, ni cómodo, teniendo en cuenta las circunstancias pasadas y presentes. Por sus repercusiones, fulgurantes en ocasiones y en ocasiones larvadas, una política cultural necesita autonomía y flexibilidad, eliminando las cuestiones de competencias con otros órganos y soslayando las eferriérides como término de sus objetivos. La cultura y la lengua españolas, que no acabaran en el año 1992, tienen la sufliciente vivacidad para suscitar una política cultural definida, y en ningún caso merecen que sus problemas se dejen pudrir mediante el expediente de la inercia, o se maquillen con los afeites de la improvisación al hilo de las modas.

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