Tribuna:

Ella tenía un truco para no envejecer

El otro día, mientras desayunaba y leía el periódico en el bar, estuve escuchando una conversación que puede interesar mucho a cuantas mujeres y hombres están hoy día preocupados por el deterioro físico y lamentan las huellas que los años van dejando en su cara. Pero vayamos por partes y situemos convenientemente la acción: me hallaba en una esquina de la barra, saboreando el segundo café, cuando entraron en el establecimiento varios individuos; uno de ellos era una de esas mujeres inclasificables y, al mismo tiempo, arquetípicas, aficionadas a toda clase de doctrinas mitad esotéricas, mitad a...

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El otro día, mientras desayunaba y leía el periódico en el bar, estuve escuchando una conversación que puede interesar mucho a cuantas mujeres y hombres están hoy día preocupados por el deterioro físico y lamentan las huellas que los años van dejando en su cara. Pero vayamos por partes y situemos convenientemente la acción: me hallaba en una esquina de la barra, saboreando el segundo café, cuando entraron en el establecimiento varios individuos; uno de ellos era una de esas mujeres inclasificables y, al mismo tiempo, arquetípicas, aficionadas a toda clase de doctrinas mitad esotéricas, mitad apocalípticas, que tan de moda están en este final de milenio. Tenía la dama en cuestión cierto aire árabe y, a la vez, cierto aire balcánico, y al mismo tiempo, cierto aspecto argentino..., ¡es difícil explicarlo! Y bien, durante unos minutos, estuvo informando a su pequeño, pero muy agradecido auditorio, sobre los terribles acontecimientos que nos esperaban, derivados todos ellos de la pasada guerra del Golfo. Sus juicios apenas si habían sobrepasado el vago límite de lo razonable hasta que empezó a citar a Nostradamus, y la fragilísima objetividad en la que se había movido hasta entonces derivó en franco y apasionado delirio. Tras hacer un repaso a las monstruosas mutaciones que se avecinaban, empezó a hablar de su belleza, que ella consideraba incorruptible, como la flor de oro de los alquimistas. Todas sus amigas, hacia las que ahora sentía, según confesó, "una infinita piedad y una infinita ternura", habían envejecido trágicamente; pero ella no, "porque tenía un truco". Como cabía esperar, todos los que en ese momento habíamos convergido en el café pusimos oídos de lince. Antes de revelar lo que dijo, y puesto que es cosa que no ha de divulgarse así como así, en la medida en que atañe a una de las más seculares preocupaciones de la humanidad, quisiera advertir que el truco que nos iba a revelar no tenía nada que ver con la cosmética ordinaria. No se trataba de productos químicos que mantuviesen más o menos joven la piel hasta edades imposibles, y tampoco se trataba exactamente de magia, aunque algo de eso había, como comprobarán en seguida vuesas mercedes. El truco en sí era de una sencillez escalofriante. Bastaba simplemente con colocarte todas las mañanas ante el espejo y durante una hora (aunque para los muy vanidosos y optimistas podía bastar con media) repetirte a ti mismo que eres "francamente guapo, irremediablemente seductor e irrefutablemente sensual". Se trataba, según nos dijo, de una disciplina muy rigurosa, en la que no cabían las bromas, ni la ironía, ni los sarcasmos, ni las sonrisas más o menos sardónicas, pues había que decirlo con la misma seriedad con que se dice un mantra o se recita una oración. Tampoco cabía la derrota y era preciso hacerlo todos los días. Como en el yoga, se exigía coraje, atrevimiento, perseverancia, conocimiento discriminatorio, fe y devoción. No viéndome portador de esas virtudes en el grado suficiente como para iniciar una reconstrucción física y moral de mi persona como la que ella proponía, desistí de seguir escuchándola y seguí con el periódico. Ciertamente, pensé para mí, hacía falta un coraje homérico, además de un atrevimiento, una fe y una devoción sobrehumanas, para establecer un diálogo de esas características con tu propia imagen sin ganarte con ello la ira de Apolo, que soportaba cualquier cosa de los mortales salvo que no se conocieran a sí mismos, tanto en sus limitaciones como en sus excesos, conocimiento sin el cual no era posible funcionar para un griego. Así razoné al principio, pero después recordé lo que acerca del poder del lenguaje habían dicho precisamente los griegos. Georgias, Protágoras, y hasta el mismo Platón, tendían a creer que el poder del lenguaje era absoluto. También en Oriente habían creído en ese poder desmedido de las palabras, y no en vano habían inventado los mantras, sentencias en las que, se suponía, las sílabas concentraban una poderosísima energía, capaz de modificar la mente. Si el lenguaje todo lo puede, como decía Georgias y repitió Harthes, el lenguaje podía hacer milagros en cualquier parte, también en el rostro humano... Fue el momento en que decidí mirar con más detenimiento a la mujer para comprobar con relativa desilusión que en ella el lenguaje no había hecho maravillas, a pesar de su infinito poder. Probablemente parecía un poquitín más joven de lo que era, pero, por el aspecto de su piel, más parecía debido al abuso de ciertas cremas, esas que dan al cutis calidad de pergamino barnizado, que a la vivificante energía de ciertas palabras. Ya me iba del café cuando pensé que quizá los mantras y todas las fórmulas más o menos religiosas en relación con eso que llamamos autosugestión pueden servir a veces, pero teniendo en cuenta siempre que la autosugestión, como gimnasia permanente, es el mejor fármaco para empezar a alucinar y tiende a generar personalidades de pesadilla.

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