Tribuna:

Más allá del Golfo

El conflicto del Golfo, provocado por la agresión iraquí, es de suyo importante. Porque afecta decisivamente a una de las fuentes energéticas mundiales con el consiguiente impacto global en la economía; porque amenaza la estabilidad de toda la zona; porque es susceptible de llegar a oponer como antagónicos al Occidente y al mundo árabe, con la subsiguiente radicalización y subversión de este último. Todo esto es posible y, por supuesto, evitable, sí bien la vía para conseguirlo no es ya otra que el despliegue militar disuasorio que nos coloca a todos en una peligrosa situación prebélica.Pero, ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

El conflicto del Golfo, provocado por la agresión iraquí, es de suyo importante. Porque afecta decisivamente a una de las fuentes energéticas mundiales con el consiguiente impacto global en la economía; porque amenaza la estabilidad de toda la zona; porque es susceptible de llegar a oponer como antagónicos al Occidente y al mundo árabe, con la subsiguiente radicalización y subversión de este último. Todo esto es posible y, por supuesto, evitable, sí bien la vía para conseguirlo no es ya otra que el despliegue militar disuasorio que nos coloca a todos en una peligrosa situación prebélica.Pero, además de los anteriores considerandos, que justifican sobradamente la atención que informadores y analistas prestan a la crisis en cuestión, ésta permite atisbar cómo se va a configurar el magno problema de la seguridad occidental en las próximas décadas. Y ello por el origen plenamente autóctono del conflicto; por su desvinculación inicial y derivada de toda estrategia indirecta de bloques; por sus implicaciones netamente regionales y sus repercusiones mundiales. Caracteres todos ellos de las crisis por venir en un mundo cuyos centros de poder económico, militar y, por tanto, político no son ya dos, como hasta hace poco ocurría, sino diversos y cada vez más numerosos.

Cuando, a fines de los años cuarenta, la guerra fría obligó a los occidentales a plantearse la organización en común de su seguridad frente a la amenaza soviética inventaron la OTAN (Tratado de Washington, 1949). Pero en aquel entonces Estados Unidos, a la vez que hacían del Elba su propia frontera, no quisieron verse implicados en los conflictos coloniales de sus aliados europeos e impusieron límites espaciales muy estrictos a la solidaridad atlántica y a las obligaciones de ella derivadas: de ahí nació el artículo VI del Tratado de Washington.

En las décadas siguientes, según Estados Unidos globalizaban sus intereses de potencia mundial y los europeos regionalizaban los suyos, cambiaron las tomas y los europeos utilizaron los límites del mencionado artículo VI para desvincularse de las responsabilidades mundiales de Estados Unidos, si bien fueron los primeros en lucrarse del ejercicio de las mismas por parte de los americanos.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Tal es el origen de la ambigüedad occidental ante los conflictos fuera del área de la Alianza Atlántica. Conflictos cada vez más numerosos e importantes para los intereses vitales de Occidente, hasta el punto de que son muchos quienes ven en ellos la principal amenaza a la seguridad de nuestros países una vez que se ha esfumado, si no la amenaza, sí la percepción de toda peligrosidad soviética. La zona del Golfo, capital por las razones antes apuntadas, fue en 1987 y es ahora un ejemplo de estas amenazas fuera de área.

La respuesta occidental a este tipo de amenazas y desafíos plantea diversos problemas de los que quiero destacar cuatro, al hilo de lo que en el Golfo está ocurriendo.

En primer lugar, la imposibilidad con que tropieza la OTAN para actuar como tal fuera de su área, tanto por las razones jurídico-políticas más atrás apuntadas como por la ausencia de planes suficientes para operar más allá de su propia zona.

La Unión Europea Occidental (UEO, Bruselas, 1948), durante mucho tiempo bella durmiente, ha servido de pretexto, ya en 1987 y nuevamente ahora, para que, una vez hecho el despliegue militar americano, los aliados europeos puedan coadyuvar a él con un mínimo de coordinación. Que la UEO haya intervenido cuando el grueso del despliegue británico y francés estuviera ya hecho y que no exista mando ni control operativo único de las fuerzas desplegadas muestra que la UEO puede ser un expediente útil, por ejemplo a la hora de acallar los escrúpulos de aliados más reluctantes, pero que sigue siendo un instrumento muy deficiente.

A la vez que aumentan la cantidad, la intensidad y la peligrosidad de los conflictos fuera de área, y buen ejemplo de ello son la magnitud y la virtualidad de la agresión iraquí, las potencias occidentales siguen careciendo de un instrumento idóneo para disuadirlas primero y hacerles frente después. Si el despliegue de 1987 fue un éxito, probablemente en bien de todos, prevalecerá el punto de vista occidental y moderado también en esta ocasión, la deficiencia estructural señalada sigue siendo un gran número rojo en el balance de nuestra común seguridad.

Y no basta consolarse propugnando el mayor protagonismo de Naciones Unidas, porque esto no pasaría de ser un deseo piadoso. La distensión eliminará uno de los lastres de esta organización: pero la radical heterogeneidad de su composición seguirá impidiendo su efectividad en el campo de la seguridad. Para bien o para mal en él seguirá imperando el protagonismo de Estados y la bandera azul, de ondear, no pasará de ser un camuflaje.

Un segundo problema que sólo cabe apuntar es el de las fuerzas susceptibles de ser desplegadas por los occidentales en escenarios de conflicto fuera de área. ¿Bastarán las fuerzas ligeras y versátiles y las aeronavales propias de una estrategia de disuasión selectiva? ¿Los progresos que sobre el teatro europeo haga el control de armamentos van a permitir otro tipo de despliegues? El actual conflicto del Golfo demuestra que una amenaza fuera de zona puede materializarse en un masivo y aguerrido ejército convencional apoyado con armas no convencionales, cuya difusión, desgraciadamente, será cada vez más fácil.

El tercero de los problemas se refiere a la índole regional de este tipo de conflictos que el doble círculo y musulmán, en el que se insertan el Golfo y su crisis, ponen especialmente de relieve. Son los ingredientes regionales los que caracterizan cada una de estas situaciones. Y así, en este caso, la común animosidad ante Israel, la primera potencia militar de la zona, que, sin embargo, es preciso mantener al margen de ella; la coincidencia de nacionalistas laicos y fundamentalistas islámicos contra los anglo-americanos; la artificial, pero muy eficaz, identificación de modernización y radicalismo, de la que el partido Baaz -gobernante en Irak- es el mejor ejemplo; la solidaridad musulmana del Atlántico a Cachemira son otros tantos factores que aconsejarían buscar una solución regional al conflicto a la vez que la dificultan en extremo. ¡Nada mejor y más difícil que una mediación árabe y una fuerza de paz árabe capaz de disuadir y hacer razonar al señor Sadam Husein!

Esta condición regional aconsejaría a la comunidad internacional en general y a las potencias occidentales en particular abordar la crisis siempre del brazo de un directorio regional o de un hegemon regional si lo hubiera. Pero algunos, indiscutibles, se dejaron perder, como era el caso del Irán prerrevolucionario, y otros, igualmente deseables, no es claro que siempre puedan ejercer de tales, como sería, en el caso que nos ocupa, Egipto.

Fuera de la zona del actual conflicto, en otras no menos abocadas a peligrosas crisis se destacan potencias convocación hegemónica regional en las que se puede confíar tanto como temer. Tal es el caso de India.

En todo caso, y éste es el cuarto problema, porque las repercusiones del conflicto regional son vitales para Occidente, en el más alto de los sentidos, las potencias especialmente interesadas por sus responsabilidades mundiales o sus vínculos de interdependencia con la zona conflictiva están llamadas a tener un protagonismo a veces decisivo y exclusivo, como cuando de poner en pie una poderosa fuerza de disuasión se trata. ¿E intervenir cómo? Sin duda en pro del desarrollo en la estabilidad hacia economías libres, sociedades plurales y Gobiernos democráticos. Pero sin sustituir sus valores y estándares a los propios de la región -error grave que ya se pagó en Irán- y sin tolerar el empleo de la fuerza como instrumento de solución de conflictos endémicos.

La política de seguridad puede y debe contar con medios efectivos capaces de prevenir las emergencias militares. Desde la presión, el fomento económico hasta el severo control del comercio de armas y difusión de tecnologías militares, pasando por una buena utilización de la inteligencia que permita a la disuasión actuar a tiempo, esto es, con menores volúmenes, costes y riesgos. También en este punto el caso iraquí muestra que resta mucho por aprender para hacer frente a los riesgos de un mundo más peligroso por más diverso e interdependiente.Miguel Herrero de Miñón es miembro del Comité Ejecutivo del Partido Popular y portavoz de este partido en la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso.

Archivado En