Tribuna:

Decencia-ficción

Cuando afloró el escándalo Juan Guerra, en la izquierda tendimos a guardar penoso silencio, al quedar todos en entredicho: puestos en evidencia, llenos de vergüenza ajena y cargados de mala conciencia. Por eso cuando estalló después el caso Naseiro nos sentimos en parte liberados, comprobando con alivio que las cosas parecían todavía más indecentes en la derecha, ante tan patente cinismo exhibido sin escrúpulos. Sin embargo, pasados los primeros efectos, quizá convenga reflexiona¿ acerca de lo que bien pudiera demostrar una cierta hipocresía por nuestra parte.La Ilustración, esco...

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Cuando afloró el escándalo Juan Guerra, en la izquierda tendimos a guardar penoso silencio, al quedar todos en entredicho: puestos en evidencia, llenos de vergüenza ajena y cargados de mala conciencia. Por eso cuando estalló después el caso Naseiro nos sentimos en parte liberados, comprobando con alivio que las cosas parecían todavía más indecentes en la derecha, ante tan patente cinismo exhibido sin escrúpulos. Sin embargo, pasados los primeros efectos, quizá convenga reflexiona¿ acerca de lo que bien pudiera demostrar una cierta hipocresía por nuestra parte.La Ilustración, escocesa propuso el axioma de que los vicios privados producen virtudes públicas: el afán privado de lucro es lo que más desarrolla e incrementa el bienestar colectivo. En efecto, el ser humano sólo persigue su propio interés: principio al que se reduce toda otra justificación moral que pueda sobreañadirse. Lo cual no es una corrupción inducida por el capitalismo, como creyó Marx en su nostálgico romanticismo, sino la base de todo cálculo racional, ampliable ad infinitum mediante mecanismos de mercado: constituye por ello la sustancia de que está hecha la naturaleza de nuestra sociedad, pues el afán de lucro es el motor de la modernidad. Ya es hora, por tanto, de reconocer que la lucha por el propio interés no sólo es un derecho personal inalienable, en vez de un vicio moral invencible, sino, lo que parece más importante, una virtud política y un bien social, por sus potenciales efectos multiplicadores, tan magistralmente ponderados por Tocqueville. Ahora bien, este principio, que sí se admite para los negocios privados de la sociedad civil, todavía no se reconoce suficientemente para la esfera política, demasiado contaminada todavía por su origen teocrático, donde la opinión pública parece exigir la representación figurada de aparentes espíritus puros, desnudos de afán de lucro y carentes de intereses personales o privados que defender. No se trata tampoco, por supuesto, de fomentar la patente de corso: los delitos públicos como el cohecho deben seguir penalmente tipificados y judicialmente perseguidos. Pero sí de sugerir un giro de 180 grados en la perspectiva moral, todavía insuficientemente secularizada, con que se juzga a los actores públicos, que no pueden ser autómatas angélicos, sino enteros seres humanos: y con esto no quiero decir que sean débiles y caigan en la tentación culpable de pecar, según la siniestra perspectiva inquisitorial, sino que están obligados por su misma naturaleza a ejercer el legítimo derecho de luchar por su propio interés.

Cuando en la vida privada se nos plantean conflictos de intereses recurrimos a los mejores abogados que podamos pagar, pues sabemos que tanto mejor defenderán nuestros intereses cuanto más coincidan con los suyos propios: es decir, damos por sentado que, en un mercado profesionalmente competitivo, un abogado no será tan eficaz cuando actúe movido tan sólo por su amor a la justicia como cuando lo haga movido además por su afán de lucro. Pues bien, en línea con la escuela de public choice, que considera el sistema político como un mercado implícito, mantengo que los mismos criterios que utilizamos para evaluar a nuestros servidores privados (asesores, expertos, técnicos, abogados) pueden ser igualmente utilizados para evaluar a aquellos servidores públicos en quienes delegamos colectivamente la representación de nuestros intereses (políticos, gobernantes, funcionarios, parlamentarios), con preferencia sobre cualesquiera otros criterios menos laicos, basados después de todo en prejuicios morales. Al fin y al cabo, la función de los actores públicos es la misma que la de los abogados, sólo que a escala diferente: la de arbitrar o defender intereses públicos, que no son otra cosa que intereses privados conflictivamente agregados. El corolario de mi silogismo parece claro: políticos y funcionarios servirán tanto mejor los intereses públicos cuanto más coincidan éstos con sus propios intereses personales o corporativos, y viceversa: tanto peores servidores públicos serán cuanto menos coincida su servicio con la mejor defensa de sus intereses privados.

Sin embargo, la actual campaña contra el tráfico de influencias, argumentada como cruzada moral de denuncia de la corrupción política, parece presuponer exactamente lo contrario: que tanto mejor es un político o un funcionario cuanto más mortifique, reprima o sacrifique sus propios intereses privados. De hecho, estas hipócritas denuncias revelan una doble moral: lo que la sociedad civil practica habitualmente con entera naturalidad (el do ut des del tráfico de influencias, gratificaciones e incentivos) se finge, sin embargo, que constituye piedra de escándalo cuando aparece públicamente reconocido en la sociedad política, que, por no se sabe qué inmaculada concepción (relacionada, sin duda, con la pretensión de sacralizar mitológicamente la democracia parlamentaria, a fin de que pudiera competir simbólicamente con la liturgia tridentina del franquismo, como si la superstición monárquica no fuera suficiente), debe aparentar el ficticio simulacro de una decencia virginalmente desinteresada.

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Una pista para explicar el enigma de esta doble moral puede hallarse en el no menos hipócrita puritanismo sexual de la política norteamericana: allí todos los políticos tienen a gala su atletismo hipersexual, pero sólo alardean de él en privado, pues el público reconocimiento de sus proezas les acarrea el seguro hundimiento de su carrera (la suerte opuesta corrida por Kennedy y Hart así lo demuestra). ¿Se trata de una credencialista prueba de obstáculos para medir la competitividad de los candidatos, que rivalizan en demostrar lo expertos que son en transgredir las normas sin que les sorprendan o en cómo salir airosos de las trampas que se les tienden? Ésta es una explicación verosímil, pero hay otras: la hipótesis más plausible quizá sea la publicitaria. En un universo puramente retórico, como es el de las campanas electorales, se trata de parecer y aparentar más que de ser y estar (justo como durante el barroco español de la honra calderoniana). Ahora bien, dada esta representación escenográficamente figurada, ¿por qué tratar de parecer decente y desinteresado en lugar de profesionalmente experto y eficaz en la defensa y representación de los intereses ajenos?: pues porque la retórica posee razones que el interés no entiende. Todo publicitario sabe que el anuncio más eficaz no es el que más interesa, sino el que mejor seduce.

La perspectiva clausewitziana quiere que haya un continuo en la vida política entre dos polos opuestos: la lucha y el pacto. Para subrayar el polo luchador, el carisma mejor comunicable publicitariamente es el de la dureza del experimentado abogado mercenario. Pero para subrayar el polo negociador, lo más comunicable es la fidelidad y la lealtad, como garantía necesaria del cumplimiento vinculante de los pactos solidarios: tanto el del contrato social como el del acuerdo entre caballeros o el del compromiso moral contraído con los representados. Ahora bien, lealtad, fidelidad y solidaridad son vínculos necesariamente desinteresados, basados no en el afán de lucro, sino en la entrega gratuita de sí. Por eso los políticos (no así los funcionarios, que no son elegidos sino nombrados, por lo que su carisma es el de la imparcialidad del juez-árbitro magistrado), para seducir electorados, deben simular decencia y disimular su interés, a fin de mantener incólume el implícito contrato que les vincula a sus representados. Algo que no se puede conseguir del todo a menos que se convenzan a sí mismos y terminen por creérselo hasta el punto de comportarse realmente de modo decente y desinteresado. Pues, como se sabe, sólo la auténtica sinceridad es capaz de fingir con verdadero engaño.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense.

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