Tribuna:

Tradiciones y democracia

Lo primero que evitar es la satanización. La forja de una democracia no acaba el día en que se despliegan los mecanismos previstos en su texto constitucional, y en nuestro caso la normalidad conquistada resulta bien reciente, pudiendo fecharse en el momento en que dejó de planear la sombra del sable sobre el funcionamiento regular de las instituciones, hace menos de una década. Por otra parte, tampoco la ejemplar transición estuvo libre de cargas respecto de un pasado dictatorial cuyos usos fueron reproducidos aquí y allá, incluso como garantía de estabilidad, a modo de contrapeso de un...

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Lo primero que evitar es la satanización. La forja de una democracia no acaba el día en que se despliegan los mecanismos previstos en su texto constitucional, y en nuestro caso la normalidad conquistada resulta bien reciente, pudiendo fecharse en el momento en que dejó de planear la sombra del sable sobre el funcionamiento regular de las instituciones, hace menos de una década. Por otra parte, tampoco la ejemplar transición estuvo libre de cargas respecto de un pasado dictatorial cuyos usos fueron reproducidos aquí y allá, incluso como garantía de estabilidad, a modo de contrapeso de una participación popular cuyo contenido de orden aún no se había descubierto. De modo que temas de actualidad tales como la manipulación televisiva no han surgido a la escena política con la etapa socialista, y por un azar de la historia bastante tuvieron que ver con ello dos de los líderes políticos ahora al frente de las posiciones críticas: estas no por eso quedan invalidadas, pero en éste, como en otros puntos, y precisamente para encontrar solución, conviene reconocer que el mal viene de lejos.La cuestión no es, pues, si la prolongada gestión socialista está introduciendo en un régimen democrático elementos de deformación tendentes a asegurar su perpetuación en el poder, aunque algo hay de ello, sino hasta qué punto merced a esa misma gestión algunos componentes del pasado no democrático están obteniendo carta de naturaleza y consolidándose dentro de la democracia española de hoy. El tema no es irrelevante, porque la historia de las democracias europeas, y no sólo de la británica, que constituye el ejemplo tópico, es también la historia de la persistencia y la adecuación de tradiciones que más de una vez transforman profundamente el contenido del régimen político. El caso más claro es el de la tradición bonapartista en la historia constitucional francesa, básica para explicar en su día el gaullismo, pero sin duda presente en el curioso éxito de un hombre como Mitterrand, que lanzó su carrera hablando de la política del general como un "golpe de Estado permanente". Quizá cabría encontrar una analogía para España en el reflejo de seguridad que parece caracterizar al electorado como herencia de la era franquista: Felipe González se ajusta perfectamente a este requerimiento, no precisamente porque él sea en modo alguno un neofranquista, sino porque cubre ante la sociedad española el papel de garante de la seguridad colectiva que a palos se ganara el antiguo dictador. Más o menos, todos son hoy conscientes de esa realidad, como dato con el que hay que contar, y de ahí que la competición electoral, más que una pugna entre partidos, se presente como concurso de líderes que ofrecen versiones distintas de seguridad, desde el verde paisaje cubierto por la sonrisa y la palabra de Aznar a la alternativa de traje y corbata que ofrece la izquierda. De ahí también que todos se presenten en una especie de carrera preferente por Madrid, como si el resto de las batallas electorales fueran de segundo orden.

Pero es obvio que no es este tipo de tradiciones, heredadas o en formación, las que pueden afectar al núcleo de la dernocracia. El contramodelo debería venir para nosotros del modo en el que las pautas de comportamiento político, mezcla de clientelismo y de corrupción, han sobrevivido y prosperado en zonas europeas como la Italia meridional. Cabe, pues, admitir que el funcionamiento de una democracia resulte afectado decisivamente por usos que proceden del sistema social y que incluso en su origen no tenían por qué revestir alcance político. En un lúcido artículo, Félix de Azúa recordó hace tiempo, desde estas mismas páginas, el peso de las recomendaciones y de las presiones personales en la actividad del líder republicano Manuel Azaña. Igual que ocurre con los virus, pueden darse mutaciones importantes, pero el fondo de la enfermedad permanece. Y no es arriesgado aventurar que en los últimos siete años las estructuras clientelares han encontrado perfecto encaje con un partido que alcanza el poder sin un en-

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raizamiento suficiente en el sistema social: la relación clientelar se convierte en válvula de seguridad de un poder que busca consolidación, mientras crea una doble esfera de rentabilidad y poder al beneficiado. En tiempos de Azaña la penuria del Estado daba sólo para calderilla, pero hoy cabe construir sobre esa viga maestra una orla de apoyo social de suficiente consistencia. La mitología tecnocrática hizo el resto, asociando cientificidad y adhesión. Ya he escrito más de una vez que éste me parece uno de los aspectos centrales de la relación entre el poder socialista y las capas intelectuales. Un ejemplo bien reciente en la nueva ley de remuneración del profesorado universitarlo: el trabajo académico se evalúa desde abajo, en la institución universitaria, pero, al parecer, ésta es incapaz de hacer lo mismo para la investigación, medida desde arriba, por unos expertos que sin duda se encuentran capacitados para su tarea pero que recibirán, ahora de modo formalizado, una posición de preeminencia (que muchos ya ejercían informalmente) sobre la llamada comunidad científica nacional. Al menos en lo que concierne a las ciencias sociales, el rendimiento de la operación está garantizado de antemano, y cada cual sabe quién tiene el poder, cuáles son los ciudadanos de segunda y quiénes los malditos (incluso los buenos diablos, que decoran el paraíso). Por otros cauces, la política del Ministerio de Cultura sigue parecidas orientaciones, igual que sucede con la concesión de becas o las subvenciones. También la puesta en marcha de una fundación puede ser una prueba de democracia. Y lo peor es que en éstas como en otras corrupciones -las cuales, por lo demás, conciernen más a las mores que a las leyes-, la respuesta social tiende a ser entre nosotros la resignación, cuando no el ajuste acomodaticio. Todo lo más caben sobresaltos de disgusto, como el del 14 de diciembre, sobre un fondo de aceptación generalizada de que quien tiene el poder constituye sin más su pequeño feudo, o que las conversaciones telefónicas de la oposición estén intervenidas. Las cosas han sido y son así: más vale nadar a favor de corriente.

Desde esta perspectiva resulta útil para la vitalidad de nuestra democracia que los partidos de oposición hayan cuestionado firmemente la manipulación televisiva, aunque el desenlace del pulso iniciado resulte más bien pesimista y lleve a pensar que la peor tradición de la política española de la Restauración, donde el Gobierno hace las elecciones, ha sabido dar brincos por encima de la dictadura para convertirse en una clave de la situación actual. Con la eficacia de un defensa central que, protegido por el árbitro, impone su ley a partir de un par de entradas terroríficas y luego sigue en sus trece por mucho que chille, y con razón, el graderío, la gestión gubernativa de TVE se ha mantenido en su papel de vocero de la consigna central de la campaña: Gobierno PSOE igual a "España en progreso". Según cabía vaticinar, la causa de la convocatoria anticipada, el previsible reajuste económico, debe quedar fuera del debate preelectoral. Es algo cual sería impensable en cualquier país de ese entorno europeo al que siempre se hace referencia, pero que aquí resulta posible dada la estrategia de monopolio parcial del sistema (y total de TVE), ejercido por el PSOE. En este plano, como en la otra piedra de toque -hasta ahora en negativo- del caso Amedo, lo que va cobrando forma es una patrimonialización del Estado, cuya sombra envuelve las reglas dejuego democráticas, entre las cuales habrían de destacarse la exigencia de juridicidad en la acción del Estado, la igualdad de trato a los distintos sujetos políticos (en este caso, equiparando el partido de Gobierno con la oposición) y el respeto a la perspectiva de una alternancia en el poder, existan o no en un momento dado las condiciones para este relevo. En un contexto muy diferente, la vieja tradición moderada implicaba en España el incumplimiento de tales condiciones. Desde hoy esperemos que no sea sólo la perspectiva de bienestar a favor de una coyuntura alcista lo que haga soportable el regreso a esa tradición, funcional, eso sí, para garantizar la estabilidad del poder en una sociedad marcada por una creciente desigualdad. La fórmula electoral de yuppies / tecnócratas más socialdemocracia (en siglas) está siendo sin duda rentable a esos efectos, pero quizá otras estrategias menos simples fueran a la larga más eficaces, al salvar la fractura que hoy afecta a la integración política de los ciudadanos. La gestión del propio PSOE en niveles intermedios ofrece más de una vez la muestra y el rendimiento de asumir esa complejidad, permitiendo entre otras cosas atender los intereses de su base sociológica. Ahora bien, las pautas de comportamiento del vértice del poder -y estamos en una configuración piramidal- se encuentran demasiado asentadas como para esperar un mínimo cambio si el cuerpo electoral no lo hace inevitable.

Antonio Elorza es catedrático de Historia del Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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