Tribuna:

Las barracas y el progreso

Inundaciones, accidentes pirotécnicos, flestas, luchas de símbolos y paellas componen un mosaico de tópicos en el que el País Valenciano se ve atrapado con cierta facilidad. Sobre pocos pueblos, entre los que habitan el Estado español, ha caído una lluvia de estereotipos de semejantes características hasta el punto de que, fuera de los límites del País Valenciano, da la impresión de que las preocupaciones de los naturales de estas tierras no van más allá de las luchas por el color de una bandera o de la preparación de las fallas.Mitos como el escritor Vicente Blasco Ibáñez o el pintor Joaquín ...

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Inundaciones, accidentes pirotécnicos, flestas, luchas de símbolos y paellas componen un mosaico de tópicos en el que el País Valenciano se ve atrapado con cierta facilidad. Sobre pocos pueblos, entre los que habitan el Estado español, ha caído una lluvia de estereotipos de semejantes características hasta el punto de que, fuera de los límites del País Valenciano, da la impresión de que las preocupaciones de los naturales de estas tierras no van más allá de las luchas por el color de una bandera o de la preparación de las fallas.Mitos como el escritor Vicente Blasco Ibáñez o el pintor Joaquín Sorolla han centribuido en parte, con sus obras, a proyectar una imagen rural y acomodaticia, surcada por pasiones huertanas y adornada por un radiante cielo azul. Junto a una verborrea regionalista y un hueco anticentralismo, la derecha social y económica ha fomentado históricamente estos tópicos en un claro intento de ocultar los conflictos de fondo de una sociedad, cuyo ritmo ya no está determinado por las cosechas de las huertas ni por las redes de los pescadores. Entre otras cosas, porque el peso de estos sectores ya no es decisivo en la economía valenciana. La tantas veces denunciada incapacidad de la burguesía española para llevar a cabo una revolución industrial y politica adquiere tintes dramáticos en Valencia, Alicante y Castellón.

La izquierda y el nacionalismo progresista han sucumbido también con frecuencia a la tentación de reducir a esquemas simples una sociedad en constante transformación. Algunos de los principales voceros de la izquierda oficial llegan a sostener, a caballo entre el cinismo y el interés propio, que es inútil combatir las tendencias ruralistas. Pero nos hallamos ante un país extraordinariamente diverso, en el que conviven las industrias del calzado y del juguete de varias comarcas alicantinas, el turismo masivo de una amplísima zona del litoral, las ciudades volcadas hacia el sector de los servicios como Valencia y Alicante, los barrios nacidos al compás de la inn-úgración de los años sesenta y setenta, tres universidades, un canal autonómico

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de televisión y un sinfín de organizaciones culturales y cívicas.

Para estos valencianos y valencianas de la industria y de los servicios, del paro -una de las tasas más altas de España- y de la masificación universitaria, las novelas de Blasco Ibáñez o los cuadros de Sorolla sólo representan un lugar en las estanterías o en las pinacotecas. Sin entrar a discutir la relevancia que la agricultura conserva todavía, el fomento del ruralismo apunta a paralizar las iniciativas progresistas, a vaciar la cultura de un contenido vanguardista y a mantener a la sociedad valenciana como un fósil en forma de barraca mientras se cuece una aceitosa paella.

Los ciudadanos progresistas trabajan a favor de la mejora de las tres universidades valencianas, brindan su apoyo a varias editoriales, llenan a rebosar los espectáculos teatrales o cinematográficos y esperan que la futura televisión valenciana se convierta en la punta de lanza de la aparición de nuevas tecnologías y de la normalización lingüística y cultural.

No obstante, los defensores de unas barracas físicas, que la especulación inmobiliaria destruyó ya hace años, y de otras culturales y económicas, que frenan cualquier tentativa de apertura y progreso, ocupan lugares de privilegio entre las clases dirigentes. Sus filas no se nutren sólo de la derecha estatal o regional, sino también de los militantes de un partido socialista incapaz de definir la modernidad más allá de los programas electorales y de tímidas medidas reformadoras.

Estos valencianos de barraca y paella concentran su poder en la ciudad de Valencia, campo de una sorda y diaria batalla entre unos hábitos rurales que se resisten a ceder el paso a los nuevos modos de un país renovado y complejo. Lamentablemente, el tapón de las barracas de la capital impide el despegue de unos nuevos valencianos que miran al norte de Italia o al sur de Francia como modelos culturales y vitales a imitar, que viven de sus profesiones en grandes aglomeraciones urbanas, que apuestan por una sociedad equilibrada y tolerante. A escasos metros de distancia y en el reducido espacio del centro histórico y comercial de Valencia dos sociedades entran en conflicto. Como prueba de que la capital no ejerce como tal, en ocasiones pelean de espaldas a un país que, como apuntara Joan Fuster para remarcar su diversidad, más que un paisaje es una geografía.

El mercado central de Valencia, un precioso edificio modernista de principios de siglo, es el centro de un febril hormigueo y testigo de un paisaje abigarrado a primeras horas de la mañana. Entre bromas y lamentos, los huertanos venden sus productos a las campechanas vendedoras que lucen unos inmaculados delantales blancos, mientras los bares de las inmediaciones comienzan a inundarse de gentes que acuden a almorzar y se despachan con suculentos bocadillos, entrepans, en los que los pimientos, las longanizas y el atún con aceitunas desbordan los estrechos límites del pan.

Es la Valencia que describió Vicente Blasco Ibáñez, la de las postales turísticas, la del tópico una y mil veces repetido. Un estereotipo dibuja a los valencianos como un pueblo ruidoso y festivo, rural y bienpensante, satisfecho de la feracidad de su huerta, orgulloso de su pretendida riqueza y feliz de la bondad de su clima. Las típicas barracas, arrasadas por la especulación y la desidia en épocas pasadas, son el símbolo más adecuado de esa Valencia agrícola.

Pero a pocos metros de las puertas del mercado central se extiende el centro comercial, financiero y cultural de la ciudad. Las calles aparecen flanqueadas de entidades bancarias, teatros, centros de diseño, despachos de profesionales, tiendas de ropa y calzado. Junto a los edificios conviven los conflictos sociales y urbanos de una de las ciudades más destrozadas por la especulación inmobiliaria y que todavía aguarda un proyecto de futuro. Los atuendos de este paisanaje guardan poca relación con los delantales de las vendedoras del mercado central o con las alpargatas de los viejos labradores.

Nuevos hábitos y renovados modelos tratan de sustituir a las descripciones de Blasco Ibáñez. A pesar del innegable peso de la producción agrícola en la economía, la sociedad valenciana está abocada cada día más hacia los servicios y hacia las industrias que incluyen una tecnología avanzada. Por ello, los profesionales y los trabajadores del sector terciario se miran mucho más en los modelos europeos que en los rancios tópicos de una Valencia agrícola, que consideran superada.

"Aneu-vos-en, barraques, vosaltres que sou filles d'un viure primitiu" ("Marchaos, barracas, vosotras que sois hijas de un vivir primitivo") exclamaba el escritor Carles Salvador en una poesía publicada en los años treinta. Su reivindicación pretendía desterrar todo aquello que inmovilizaba a la sociedad valenciana. Cincuenta años después, cuando la Comunidad Valenciana celebra hoy su fiesta oficial, la pugna entre los defensores de las barracas y los partidarios del progreso y de la libertad continúa. De la resolución de este dilema depende el futuro del País Valenciano.

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