Tribuna:

Del trampolín a la puerta giratoria

La tardía incorporación de España a la democracia ha dado lugar a cambios significativos en sus adiministraciones públicas. La afirmación puede provocar la sonrisa en quienes se lamentan de la resistencia infranqueable del sistema administrativo, a toda alteración. Pero lo que no consiguen los reformadores lo obtiene en ocasiones la renovación de las condiciones sociales, en las que se inserta una Administración pública menos aislada de lo que algunos piensan y otros desean. Uno de los efectos de esta interacción entre contexto social y Administración repercute sobre su personal directivo, suj...

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La tardía incorporación de España a la democracia ha dado lugar a cambios significativos en sus adiministraciones públicas. La afirmación puede provocar la sonrisa en quienes se lamentan de la resistencia infranqueable del sistema administrativo, a toda alteración. Pero lo que no consiguen los reformadores lo obtiene en ocasiones la renovación de las condiciones sociales, en las que se inserta una Administración pública menos aislada de lo que algunos piensan y otros desean. Uno de los efectos de esta interacción entre contexto social y Administración repercute sobre su personal directivo, sujeto a cambios de imagen, de cometido e incluso de ética profesional.La imagen tradicional del alto funcionario nos lo exhibe como instrumento neutral al servicio del político democráticamente elegido. Le aportaría su conocimiento técnico y su experiencia, y a la vez le serviría de control previo de regularidad en cada decisión política. Su orientación en el tratamiento de los conflictos trascendería el día a día del rito electoralista o de la presión de un problema episódico.

Es cierto que este retrato ha tenido también su contraimagen. Protegido por la práctica irresponsabilidad de una posición vitalicia, el alto funcionario deformaría o sofocaría cualquier decisión política que no se ajustase a sus ideas o a sus conveniencias de grupo. De este modo, aparecen más como servidores del cuerpo que como servidores del Estado, constituyendo un gremio segregado, ávido en la protección de sus pretensiones corporativas y nada desinteresado en el ofrecimiento de sus informaciones y conocimientos.

Imagen y contraimagen están cambiando. La expansión de las administraciones -traducida, por ejemplo, en el porcentaje del producto nacional bruto que manejan- ha ampliado también los efectivos de quienes están a la cabeza de la Administración central, las administraciones territoriales o las administraciones institucionales.

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Por otra parte, la multiplicidad de cometidos que han asumido los gestores públicos ha

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diversificado en buena medida su perfil profesional y las exigencias de su papel. En lugar del asesor profesional y experimentado -convertido a veces en rémora pesada-, se dibuja cada vez más el perfil de un ejecutor, responsable de la obtención de resultados y no sólo de la fidelidad a normas y precedentes legales. El directivo así entendido no es mero asesor del político elegido: se convierte también en mediador y negociador entre sectores e intereses, y con ello, hace política.

Todo ello repercute en los modos de reclutamiento de altos directivos. Ante la insuficiencia del método tradicional, todavía basado en el conocimiento del procedimiento formal más que en las capacidades ejecutivas, se incrementa la llamada a los profesionales de la gestión, reforzada en no pocas ocasiones por la confianza partidista o la afinidad con un grupo de interés.

De modo paralelo, aumenta la frecuencia con que servidores públicos opten por convertirse en servidores privados. De la asesoría ministerial a la empresa privada, de la Administración tributaria a la asesoría fiscal o desde la Fuerza Aérea a la aviación comercial, la gama de trasvases es amplia y conocida.

No es ajena a este transitar alternativo por lo público y lo privado la modificación en actitudes y valores -en la ética, si se prefiere- de este sector socialmente clave de profesionales. Cuenta poco un compromiso vocacional que no tendría otro límite que la jubilación. El servicio público es hoy considerado como un trabajo más -con sus rasgos propios-, pero con duración condicionada por la evolución del mercado de trabajo. El horizonte del gestor público está siempre abierto a la oportunidad de prestar su servicio profesional a la empresa o al grupo de interés, frente al modelo clásico de funcionario neutral y de por vida.

Ya hace años que la ciencia política norteamericana describió este proceso de ir y venir profesional por lo público y lo privado como el fenómeno de la puerta giratoria, que facilita la entrada y la salida sucesivas en el ámbito estatal y el ámbito socioeconómico. Como efecto positivo, señala la acumulación de capacidades profesionales que pueden traspasar experiencias útiles en ambas direcciones. Como riesgo, apunta la vulnerabilidad del gestor público ante las presiones privadas.

No es posible cerrar los ojos a la versión ibérica del proceso. Por de pronto, el intercambio de profesionales entre sector público y privado ofrece un balance rotundamente desigual, en el que prima el paso de servidores públicos al sector privado. Ello hace que el fenómeno se asemeje más al trampolín que a la puerta giratoria: la formación y los contactos obtenidos en el servicio público permiten el salto -profesional y económico- al sector privado. La empresa, los bufetes, las consultorías o las asociaciones patronales vampirizan en cierto modo los mejores recursos humanos de la Administración, sin camino de regreso.

Un sector público con objetivos de eficiencia y servicio social no puede ignorar este hecho. Debe plantearse la posible conversión del, trampolín -claramente negativo para la Administración- en puerta giratoria. Para ello se impone -entre otras cosas- reconsiderar el sistema de formación y selección de funcionarios, sus niveles retributivos, la regulación de las tradicionales excedencias o las condiciones de su retiro. Sin olvidar las garantías de transparencia en la defensa de intereses y las reglas para asegurar la corrección de las conductas individuales.

Como en otras ocasiones, el cambio en la Administración se está haciendo continuamente -no sólo a impulso de grandes proyectos de Gabinete-, sino como efecto de las condiciones sociales. A la acción política le corresponde explotar el margen de maniobra que tales condiciones ofrecen para potenciar ventajas y reducir perjuicios.

Josep Maria Vallés es catedrático de Ciencias Políticas y de la Administración en Barcelona.

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