La batalla de Kandahar

La antigua y floreciente capital afgana languidece bajo el asedio de los 'muyahidin'

ENVIADA ESPECIAL Kandahar, la antigua capital de Afganistán, era conocida hace tan sólo 10 años por sus jardines y su belleza. Canales milenarios alimentaban la ciudad, que un día tuvo 200.000 habitantes, y hacían de sus alrededores un vergel. Hoy. sitiada por los muyahidin y destruidos los canales por los bombardeos de las tropas gubernamentales, Kandahar languidece a la espera del fin de una guerra que no acaba. "No necesitamos asaltarla. En cuanto nos apoderemos del aeropuerto, Kandahar se rendirá", asegura el jefe guerrillero Sayed Abdul Ashmi.

Sayed está afiliado a NIFA, uno de los...

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ENVIADA ESPECIAL Kandahar, la antigua capital de Afganistán, era conocida hace tan sólo 10 años por sus jardines y su belleza. Canales milenarios alimentaban la ciudad, que un día tuvo 200.000 habitantes, y hacían de sus alrededores un vergel. Hoy. sitiada por los muyahidin y destruidos los canales por los bombardeos de las tropas gubernamentales, Kandahar languidece a la espera del fin de una guerra que no acaba. "No necesitamos asaltarla. En cuanto nos apoderemos del aeropuerto, Kandahar se rendirá", asegura el jefe guerrillero Sayed Abdul Ashmi.

Sayed está afiliado a NIFA, uno de los siete partidos de la Alianza muyahidin. Más importante, sin embargo, que esto es que él es uno de los 32 comandantes que formaron un shura (consejo con sultivo) hace dos meses para decidir de forma conjunta las operaciones guerrilleras en la provincia de Kandahar.La falta de un mando unifica do es uno de los principales problemas de los muyahidin en esta larga guerra. De ahí que el Shura de Kandahar haya abierto nuevas esperanzas sobre un rápido desenlace.

En este área del este de Afganistán los vínculos tribales están por encima de cualquier ideología política. Los 32 comandantes son ante todo representantes de las principales tribus: Popalzai, Barrekzai, Alikuzai, Achakzai y Norzai.

Los muyahidin están convencidos de que no necesitarán combatir contra "sus gentes" que se encuentran dentro de Kandahar sino contra los "forasteros" que en el aeropuerto ayudan al régimen comunista de Kabul.

El aeropuerto está a 15 kilómetros de la capital. Desde que los soviéticos abandonaron la zona, en agosto pasado, éste es defendido por 2.500 milicianos de la norteña provincia de Jouzjan. Los muyahidin aseguran que para éstos no habrá perdón. "Han sido entrenados en la Unión Soviética. No tienen ningún lazo que los una a estas tierras, y tampoco nadie que los defienda. Ellos no tienen otra salida que resistir hasta que hayan derramado la última gota de sangre", afirma Sayed. Cuando los muyahidin, en septiembre pasado, liberaron Spin Buldak, la primera ciudad afgana tras el puesto fronterizo de Chaman, estrecharon el cerco de Kandahar.

Actualmente sólo el corazón de la ciudad está en manos de la Quinta División y del segundo cuerpo del Ejército de Kabul. Los suburbios los controlan los muyahidin.

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Hasta hace sólo una semana, entre unas filas y otras se había trazado una línea divisoria que sólo podían atravesar mujeres y niños para buscar alimentos. Abastecidos desde Pakistán, los muyahidinofrecían a sus familiares del otro lado verduras y frutas frescas, entre otros muchos víveres. Pero los comandantes han cambiado su política y decidieron extorsionar a la población prohibiendo todo movimiento para que ello provoque la rendición de las tropas.

Las aproximadamente 50.000 personas que viven en la zona controlada por unos 7.000 soldados gubernamentales, así como estos mismos, tienen lazos familiares estrechos entre los muyahidin. Al contemplar la ruina a que ha quedado reducida Spin Buldak se comprende por qué los muyahidin no quieren asaltar Kandahar.

5.000 guerrilleros

En los alrededores de Kandahar hay unos 5.000 guerrilleros de todas las tendencias, incluidos los shiíes. Los distintos comandantes aseguran que podrán doblar o triplicar la cifra a la hora de atacar el aeropuerto. Lo que nadie sabe es cuándo llegará la hora del asalto. Parece que las condiciones climatológicas, que pasan de los primeros deshielos a las tormentas de nieve, lo desaconsejan porque impiden el movimiento de los muyahidin.

Podría decirse que la reciente historia de Kandahar es la del comandante Ismatula Muslim, hoy general del Ejército afgano. Muslim, hijo de un jefe de la tribu achakzai, por problemas con la tribu norzai y por falta de fondos para su guerrilla, decidió pasarse al Ejército afgano en 1984. Nombrado general al mando de Kandahar, Muslim es recordado por los muyahídin como "uno de ellos". Nunca vio cómo entraban los camiones de víveres para los muyahidin ni cómo eran trasladados los heridos a Pakistán. Deserción o muestra de fuerza, Muslim atravesó el año pasado la frontera paquistaní y tras un forcejeo con la policía paquistaní se volvió con sus hombres a su base de Spin Buidak.

Moscú llegó a considerarlo el sustituto de Najibulá para llevar a cabo el Gobierno de reconciliación nacional que pretendía instalar la Unión Soviética una vez retiradas sus tropas. El presidente afgano trató de evitarlo impidiéndole la entrada en el Parlamento. Muslim forzó su asistencia, y en el enfrentamiento murieron 22 personas. Tras un tiempo en Moscú para calmar las aguas ha vuelto a Kabul, pero nadie sabe cuál será su nuevo paso.

Kandahar, corno las otras tres provincias fronterizas con la paquistaní de Baluchistán, son feudos monárquicos. La política del fallecido presidente de Pakistán, general Zia Ul Haq, de apoyo a los fundamentalistas suníes más radicales, ha fracasado. En los campos que albergan a más de un millón de refugiados afiganos ondea la bandera del ex rey Zahir, exiliado en Roma.

Los jefes tribales confiesan que se han adherido a tal o cual partido porque era la única forma de obtener armas y municiones, pero se mofan de la obediencia al Gobierno interino de la Alianza, formado días atrás en Islamabad. Naim Farahi, jefe de la tribu norzai, recuerda que la monarquía afgana, y posteriormente la república de Daud, en la que el fue ministro, era "mucho más abierta" que los fundamentalistas actuales, y asegura que su tribu, como las demás de Kandahar, "no están dispuestas a admitir radicalismos".

Como los muyahidin esperan la deserción en bloque de las tropas q ue comanda en Kandahar el general Abdul Haq Ulumi, los jefes de las tribus esperan que sus guerrilleros abandonen los partidos en cuanto ya no les hagan falta más armas. Los militares paquistaníes ven con preocupación el desarrollo de la guerra en Kandahar y presionan a la Alianza para que retrase el ataque del aeropuerto.

La naturaleza también va a la guerra

Kandaliar está a 200 kilómetros de Quetta (capital de Beluchistán, Pakistán) pero tras dos días de viaje fue imposible llegar hasta la ciudad. No lo impedían los tanques del Gobierno afgano, sino la madre naturaleza. Durante 10 años, los muyahidin han librado una lucha sin fronteras contra montañas, desiertos y un clima extraordinariamente duro, enemigos tan hostiles como el Ejército Rojo. Salimos de Quetta a las 6.30 del sábado en un Toyota todo terreno. Para evitar los controles policiales paquistaníes, dejamos la carretera general internacional y nos adentramos en el desierto de Beluchistán. Entre sus inmensas rocas pela das se ha dibujado un camino que conduce al otro lado de la frontera. Esta tierra inhóspita y baldía ha servido de depósito de armas a los muyahidin hasta la firma del acuerdo de Ginebra. A partir de entonces tuvieron que darse prisa en conquistar y asegurarse las zonas fronterizas para trasladar los arsenales dentro de Afganistán.

Aún quedan pequeños escondites autorizados. Al llegar a uno de ellos, los muyahidin atiborraron el coche de misiles, ametralladoras y municiones. Kilómetros antes se nos había unido como escolta un jeep en el que viajaba uno de los comandantes encargados de la liberación de Kandahar, Sayed Abdul Ashmi. Sayed y sus 10 muyahidin se aprovisionaron de kalashirikov y lanzamisiles.

Tras un ligero almuerzo de revuelto de huevos con tomate y nan (pan de harina de trigo, en forma de torta), emprendimos de nuevo el camino. El Símiarai, cuyo curso casi seco habíamos seguido, se había hecho caudaloso con los primeros deshielos. El Toyota embarrancó. Todo esfuerzo por sacarlo parecía vano mientras continuaba subiendo el nivel del río. La aparición casi milagrosa de un tractor puso fin a la desventura.

Las autoridades paquistaníes tienen su propia vereda en el Beluchistán y, obligados a dejar el río, continuamos el camino por ésta, cuya permisividad conocen los muyahidin. Poco después, sin embargo, un grupo de guerrilleros que volvía avisó de que el río también había crecido enormemente en esa zona y que era imposible llegar a Afganistán.

Volvimos a la carretera internacional, pero antes hubo que descargar todo el armamento. Chaman, la última ciudad paquistaní, tiene un estricto control aduanero. Con un pasaporte lleno de visados paquistaníes que mostraban las buenas relaciones de esta enviada especial con el Gobierno de Islamabad, y las buenas artes de Nikiar Akbar, el muyahidin de 20 años que hacía de intérprete y guía, el funcionario dio luz verde al abandono de Pakistán.

La noche comenzaba a caer y, tras tanta desventura y el angustioso paso de Kuyak, donde cada vez que nos cruzábamos con un camión las ruedas del Toyota se quedaban a menos de cinco centímetros del abísmo rocoso del Beluchistán, la entrada en Afganistán se recibió con alborozo y gritos de "¡Viva Afganistán!".

Las estribaciones del desierto han hecho de esta zona fronteriza de la provincia de Kandahar una inmensa llanura de arena. Atravesamos las ruinas de Spin Buldak, la primera ciudad afgana. Los muyahidin se hicieron con ella en septiembre, como con gran parte de la provincia. Pero las tropas de Najibulá siguen controlando 65 kilómetros de carretera antes de llegar a Kandahar, por lo que el comandante Sayed ordenó tomar una desviación hacia el norte. Al sur de Kandahar se extiende el desierto de Sand, que el deshielo ha convertido en una ciénaga imposible de traspasar. Al llegar a la ribera del Argastán nos encontramos una treintena de camiones con alimentos y municiones. Todos esperaban que la helada nocturna disminuyera, al día siguiente, el nivel de las aguas en las que habían embarrancado varios vehículos, entre ellos un tractor.

Como los demás muyahidin, Sayed y sus hombres encendieron una fogata con las brozas del desierto y nos dispusimos a pasar la noche.

La helada dio paso, en la madrugada, a una tormenta de nieve. Si era imposible pasar el Argastán, estaba claro que se necesitaría al menos una semana para pasar el Tarnak, el otro río que nos separaba de Kandahar. Con el temor de que la nieve bloqueara cualquier movimiento, emprendimos con las orejas gachas el camino de vuelta. Esta batalla, como otras muchas de los muyahidin, la ganó la madre naturaleza.

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