Tribuna:

UGT y la concertación social

Estamos asistiendo estos días al fin de toda una larga etapa de nuestro sistema de relaciones industriales, iniciada con la transición política, marcada por el signo de la concertación. El hecho no debe ser considerado con excesivo dramatismo, puesto que ésta es la forma de hacer las cosas en la mayoría de las democracias maduras, pero reclama una reflexión en profundidad para valorar sus implicaciones sobre la política futura.De hecho, lo excepcional ha sido que el período durante el cual se pudo practicar esta política concertada haya durado tanto en España. Harold Wilson decía que existe un...

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Estamos asistiendo estos días al fin de toda una larga etapa de nuestro sistema de relaciones industriales, iniciada con la transición política, marcada por el signo de la concertación. El hecho no debe ser considerado con excesivo dramatismo, puesto que ésta es la forma de hacer las cosas en la mayoría de las democracias maduras, pero reclama una reflexión en profundidad para valorar sus implicaciones sobre la política futura.De hecho, lo excepcional ha sido que el período durante el cual se pudo practicar esta política concertada haya durado tanto en España. Harold Wilson decía que existe una especie de "ley de bronce del contrato social", según la cual las políticas concertadas no suelen durar más de tres años. Aquí, de una u otra manera, han durado nueve años, desde que, en 1977, se firmaron los pactos de la Moncloa. La mayor gravedad de la crisis económica española hasta 1984 es probablemente lo que explica esa mayor perseverancia de los agentes sociales en la política de concertación. Esa política no ha sobrevivido, sin embargo, a los cuatro años que dura ya la reactivación económica.

Tres son las causas económicas que pueden explicar el menor interés de la UGT en la política de concertación a partir de 1986. En primer lugar, los trabajadores afiliados ya no sienten, como antes, la amenaza angustiosa de la pérdida del empleo, que fue el clima en el que germinó y maduró la política, de rentas concertada. Más bien sucede lo contrario, ya que una expansión tan duradera como la que disfrutamos no deja de presionar sobre la demanda de empleo especializado hasta el punto de que empiezan a producirse cuellos de botella entre los trabajadores cualificados, que constituyen la espina dorsal de los sindicatos. La euforia general que ello provoca hace concebir el espejismo de que se han terminado los problemas de empleo para todos, y con ello desciende el aprecio del objetivo en aras del cual se sacrificaba la plena libertad de acción de los sindicatos a través de pactos.

En segundo lugar, los sindicatos han debido de percibir también un menor grado de interés en mantener el clima de concertación entre los interlocutores empresariales. Hoy día es difícil encontrar manifestaciones públicas de este desinterés, porque últimamente casi nadie se atreve a hacer explícitos modelos de relaciones industriales distintos del que se basa en el acuerdo global, tan grande es el apoyo popular que ha alcanzado este modelo. Pero hace tres años, a la altura de 1986, había muchas voces en los ambientes patronales, como la del Círculo de Empresarios, que se manifestaban abiertamente por una negociación colectiva libre, en busca de una mayor fléxibilidad.

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El hecho no debió de pasar inadvertido entre los sindicalistas, ya que un menor interés patronal en los acuerdos globales produce necesariamente su depreciación, y sin contrapartidas suficientes es muy difícil defender entre los trabajadores una política de pactos sociales.

La tercera causa es lo poco que se ha hecho por fortalecer los mecanismos establecidos en los acuerdos de concertación para proyectarlos hacia el futuro. Ya desde el primer Acuerdo Marco Interconfederal (AMI) de 1980 se había previsto que las empresas tendrían que ir introduciendo fórmulas para hacer participar a sus trabajadores en los beneficios derivados de la mejora de productividad y de rentabilidad. Durante los primeros años las empresas ya tenían bastante con luchar por su supervivencia. Pero esos malos momentos deberían haberse aprovechado para invertir en sistemas que mejorasen el clima de relaciones y el interés de los trabajadores en el futuro de la empresa. No se hizo entonces, y la etapa de bonanza ha cogido a las empresas sin fórmulas de ese tipo. Muchos trabajadores consideran que el modelo retributivo de los grandes acuerdos -basado en la negociación salarial sobre las previsiones de inflación y en la participación a posteriori en los resultados de la empresa- sólo ha sido un señuelo para contener los salarios. Por eso los sindicalistas ya no se atreven a defenderlo. O las empresas se lanzan con decisión a recuperar el tiempo perdido -como están haciendo las grandes empresas americanas e italianas-, o el modelo resultará irrecuperable.

Pero la quiebra que estamos presenciando desborda con mucho el ámbito de la política de rentas y el sistema de relaciones industriales. Sus connotaciones de política general son las que aconsejaron al presidente del Gobierno asumir personalmente la dirección del proceso, con lo que se despejaron definitivamente las dudas que pudieran caber acerca de la relevancia que el Gobierno otorga al asunto. El propio Felipe González anunció el pasado día 11 que la concertación, tal como la hemos venido practicando, se ha terminado. Además, el partido socialista ha anunciado en la sesión del comité federal del 13-14 de enero que, de mantenerse la política actual de la UGT, se produciría la ruptura de un modelo de relaciones partido-sindicato que ha durado 100 años. Como además las posiciones actuales de UGT se alinean íntegramente con las de CC 00, la quiebra afecta a todo el modelo de relaciones del Gobierno socialista con los sindicatos y el papel político que éstos van a desempeñar en el futuro.

Puede remontarse a las elecciones sindicales de 1986 el momento en que se desencadena todo el proceso. Hasta entonces casi nadie hablaba en España de los sindicatos, porque la actuación de UGT poco o nada tenía que ver con la de CC OO. La UGT practicaba entonces una política reformista, como la de los sindicatos socialdemócratas del centro y el norte de Europa o la de la UIL en Italia. En ellos, sindicato y partido son dos piezasseparadas de un mismo movimiento; comparten afiliados y se especializa cada uno en las tareas que le son propias. Si un miembro del movimiento socialista desea actuar en política, lo hace a través del partido y viceversa. Ni el sindicato interfiere las tareas del partido, ni el partido las del sindicato. Aunque existan miembros comunes, los procesos de toma de decisiones son por completo independientes. Los apoyos mutuos son relativamente sutiles, lo que facilita la relación del sindicato con los poderes públicos cuando no gobierna el partido, y evita imputaciones de favoritismo cuando lo hace. Las eventuales diferencias de orientación apenas resultan perturbadoras, dada la diferencia profunda de tareas entre una y otra organización.

Las elecciones sindicales de 1986 no dieron una victoria aplastante a la UGT, aunque confirmaron su lugar preeminente. Cierto que sus expectativas resultaron defraudadas, y ello provocó una reacción de agresividad frente al partido socialista, porque los resultados de las elecciones sindicales no fueron simétricos a los de las elecciones legislativas, y UGT extrajo la conclusión de que su apoyo a la política del Gobierno le había enajenado apoyos entre los trabajadores y / o que el Gobierno no había hecho lo suficiente para reforzar las posiciones de UGT.

Desde luego, las elecciones no se celebraron en un momento en que los resultados favorables de la política económica que se venía practicando luciesen en todo su esplendor. Eso vino poco después, aunque ya por entonces empezaba a vislumbrarse lo que enseguida resultaría patente. Lástima que la amargura de la Unión General de Trabajadores ante los resultados electorales provocase un movimiento de desenganche entre el sindicato y el Gobierno que impidió desde entonces a UGT reconocer como propios resultados y políticas que de manera tan positiva ha contribuido a alcanzar o poner en marcha. Antes al contrario, el sindicato se ha dedicado desde entonces a reconstruir la historia de la concertación desde su Instituto de Estudios, haciendo ver que desde 1977 todas las políticas sociales han ido a peor en este país. ¡Curiosa manera de reivindicar su propia actuación!

Es como si de pronto los dirigentes de UGT hubiesen adoptado, con carácter retroactivo, una política mimética a la de CC OO, que siempre estuvo en contra del pacto social, excepto cuando le firmó el ANE a Calvo Sotelo bajo el síndrome del 23-F. Pero eso es un sin sentído, porque UGT tiene razón de ser precisamente en la medida en que continúa siendo un sindicato de proposición, posibilista y protagonista de las reformas sociales.

Frente a ello, CC OO es lo que nunca ha dejado de ser: un sindicato de confrontación, que propugna el antagonismo de clase como forma de acción política. Su postura actual no sorprende a nadie, salvo quizá por su agresividad extrema y por lo explícito de sus manifestaciones, que no se recatan en reclamar la caída del Gobierno y la instrumentación del movimiento social, transformándolo en votos para el PCE. Lo de ahora no es más que un paso adelante en la escalada de su política. ¿Qué se persigue, en cambio, con la política actual de UGT? Y de perseverar en esa actitud, ¿hacia dónde conduciría el abandono de su condición de sindicato socialdemócrata?

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