Editorial:

Viajeros de segunda

EL ACCIDENTE del jumbo de la Pan Am en Escocia, cuya atribución a un atentado terrorista en un primer momento ha sido puesta en discusión en los últimos días, está provocando en Estados Unidos una espinosa polémica que desborda el marco estrictamente local para convertirse en tema de reflexión para todas las compañías aéreas, sus usuarios y, en definitiva, también para los poderes públicos.A las pocas horas de haberse estrellado el aparato de la línea norteamericana en la localidad escocesa de Lockerbie, con la pérdida de 275 vidas, se sabía que la Pan Am había recibido en los días ante...

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EL ACCIDENTE del jumbo de la Pan Am en Escocia, cuya atribución a un atentado terrorista en un primer momento ha sido puesta en discusión en los últimos días, está provocando en Estados Unidos una espinosa polémica que desborda el marco estrictamente local para convertirse en tema de reflexión para todas las compañías aéreas, sus usuarios y, en definitiva, también para los poderes públicos.A las pocas horas de haberse estrellado el aparato de la línea norteamericana en la localidad escocesa de Lockerbie, con la pérdida de 275 vidas, se sabía que la Pan Am había recibido en los días anteriores uno o más avisos de atentado contra alguno de los vuelos de la compañía en sus rutas europeas con destino a Estados Unidos. Esa información puso en alerta a los servicios de seguridad de la aerolínea, eventualmente a la policía de alguno de los posibles aeropuertos por los que transitan los aparatos de la Pan Am y, finalmente, a determinado tipo de potenciales pasajeros que podríamos calificar de primera clase. Estos usuarios eran diplomáticos -como, por ejemplo, los que leyeron un aviso en la Embajada norteamericana en Moscú en el que se advertía de la citada amenaza de bomba-, funcionarios del Departamento de Estado en Washington y, quizá por extensión, ciertas personas importantes, de una u otra categoría, que tuvieran conocimiento de forma más o menos casual de tan grave información. Hay que suponer, por otra parte, que los pasajeros del jumbo difícilmente supieron de esa alerta, puesto que la mayoría, o la totalidad de ellos, se lo habría pensado dos veces antes de decidirse a volar con la compañía, máxime habida cuenta de la variedad de oferta en los cielos europeos. Los que murieron, por tanto, podrían considerarse pasajeros de segunda clase. Y en este sentido hay que recalcar que el hecho de que la tragedia deljumbo fuera o no accidental es irrelevante, puesto que lo que cuenta aquí es que cierto tipo de pasajeros careció de la opción de prestar o no crédito a los avisos de muerte.

El problema planteado a la Pan Am por la envergadura y responsabilidad de la decisión que entrañaba era indudablemente grave. ¿Hasta dónde Negar en la difusión de la noticia? Está claro que si se optaba por insertar un anuncio en la Prensa, para advertir de la posibilidad de un atentado, la compañía que lo hiciera estaría firmando su propio suicidio. A mayor abundamiento, en la feroz competición entre las compaftías aéreas, nada podría impedir que unos desaprensivos se dedicaran a promover campañas de amenaza de falsos atentados contra unas u otras aerolíneas, lo que produciría, de conocerse, un pánico formidable, amén de gravísimos daños al tráfico aéreo internacional. Con todo y ello, también parece que a los deudos de quienes pudieran fallecer en un accidente de estas características, sin haber tenido la oportunidad de decidir si se jugaban o no la vida, la argumentación anterior habría de serles de escaso consuelo.

Si habría que descartar, por tanto, la diseminación indiscriminada de este tipo de información, puede concluirse también que es inaceptable una canalización selectiva de la misma que incluya a unos y excluya a otros. De la misma forma, parece que en circunstancias similares ha de haber un código o reglas de comportamiento iguales para todas las líneas aéreas que las obligue a facilitar la información relevante a las autoridades nacionales e internacionales. Y así éstas adoptarían las medidas que garantizaran los mayores márgenes posibles de seguridad, sin descartar, cuando, fuera necesario, la cancelación o desvío de vuelos, cualquiera que fuese el daño que ello ocasionara a las compañías. Ésa sería la única forma de evitar que hubiera en el futuro pasajeros de primera y de segunda clase en las rutas del cielo.

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