Tribuna:

El pataleo general

La agitación creciente de estos días en torno a la huelga general ha vuelto a poner de relieve, entre otras muchas cosas, el páramo intelectual de nuestra vida pública. Entre quienes comprenden la huelga pero no la apoyan, los que la apoyan y la comprenden, los que ni la comprenden ni la apoyan, y los que la apoyan aunque no la comprendan, han logrado organizar una formidable confusión a la que pienso me es lícito contribuir ahora.La tradición de la huelga general es un hecho que se inscribe en toda gloriosa o vergonzante historia revolucionaria, y, si bien se mira, o es así o resulta absurda:...

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La agitación creciente de estos días en torno a la huelga general ha vuelto a poner de relieve, entre otras muchas cosas, el páramo intelectual de nuestra vida pública. Entre quienes comprenden la huelga pero no la apoyan, los que la apoyan y la comprenden, los que ni la comprenden ni la apoyan, y los que la apoyan aunque no la comprendan, han logrado organizar una formidable confusión a la que pienso me es lícito contribuir ahora.La tradición de la huelga general es un hecho que se inscribe en toda gloriosa o vergonzante historia revolucionaria, y, si bien se mira, o es así o resulta absurda: o trata de derribar, sea un! Gobierno, sea un régimen, por vías de hecho o es un puro flatus social, un pataleo tan azacaneado que sólo puede acabar en el cansancio de quienes lo protagonizan.

En la acumulación de movilizaciones a favor de la convocatoria podría decirse, y le robo la frase a Pío Cabanillas, que estarnos ante la solidaridad de los cabreos: todo el que le tiene ganas al Gobierno se suma mas o menos activamente a este castigo espectacular. No se trata ahora de negar las razones -algunas discutibles, otras evidentes- de: la indignación contra el equipo de Felipe González, pero tan obvio como eso es insistir en la inutilidad de la huelga en relación con los fines que supuestamente se persiguen: una rectificación de la política gubernamental en su capítulo de empleo y en su tratamiento salarial a funcionarios, jubilados y cuantos dependen de un sueldo público. Si nos halláramos ante un proceso de negociación en que una de las partes -los sindicatos- acude al último y severo recurso que tiene en sus manos para tratar de forzar resultados positivos, la huelga podría ser desconvocada en el caso de que el Gobierno cediera en algunos de sus principios. Sin embargo, las ofertas de diálogo hechas por González en su última comparecencia pública han sido casi despreciadas. Y es que nos encontramos frente a una protesta organizada por los sindicatos, pero a la que se suman los políticos desalojados del poder, los columnistas a la moda, los artistas en busca de popularidad y los intelectuales creyentes de que criticar es, en cualquier caso, oponerse. Condición que no se necesita, empero, para reflexionar a secas.

Yo no veo en todo esto sino la reiterada repetición de signos de nuestra política nacional que ya conocíamos desde hace años, y que se encontraban en el origen de las protestas estudiantiles de las Navidades de 1986 y de las escaramuzas mayores vividas en tomo al referéndum sobre la OTAN, Me refiero a la suposición gratuita que los socialistas exhiben de que la mayoría absoluta en las Cortes les concede también la absoluta capacidad de razonamiento. En una palabra: su recalcitrante empeño en destruir toda disidencia, desoír toda crítica, anular todo debate y destruir toda mediación posible con los ciudadanos que no sea la del voto. Los grupos minoritarios en las Cortes son avasallados; los sindicatos, desoídos; la oposición, arrinconada; la Prensa, corrompida; la televisión, sojuzgada; la cultura, sobornada; los intelectuales, diezmados. Y sólo una circunstancia adversa -un retroceso considerable en las elecciones municipales, unas manifestaciones que paralizan Madrid durante semmas, una huelga general-, sólo una oposición desde fuera del aparato, de representación política, parece poder hacer meditar a Felipe González sobre la eventualidad de que existan maneras diferentes de hacer las cosas, por buenas que sean las que él imagina.

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Todo esto es verdad, pero nada de esto concede la razón a los huelguistas, que están empeñados en una batalla de orígeres dudosos y consecuencias preocupantes. Mucho menos posible es endosar al Gobierno la responsabilidad del propio paro y de las alteraciones ciudanas que provoque. Ésta es, con o resulta obvio, de los convocantes, y sus acusaciones de presiones gubernamentales contra la huelga resultan ingenuas si se piensa en las presiones de piquetes organizados y en la anunciada estrategia de colapsar puntos neurálgicos -comunicaciones y transportes- de la vida ciudadana que obliguen a parar al que no quiere y que produzcan el espejismo de que una huelga parcial es general. La actitud de los dirigentes sindicales en esto no es mucho mejor -y aún es peorque la de los políticos. Tampoco hay disidencia posible en UGT. La huelga es tan satanizada por unos como sacramentada por otros, y se ha convertido simplemente en una demostración de fuerza que acabará como los duelos entre colegiales: el músculo cansado, y todos a clase, después del recreo.

Me parece a mí que los sindicatos tienen derecho a convocar y hacer una huelga política de este género; el Gobierno, la obligación de oponerse a ella, y los ciudadanos, la oportunidad de dar razón a unos o a otros, de seguir su propia conciencia, sin presiones exteriores añadida: . Esto último, definitivamente, no se va a dar, a la vista de como vienen las centrales preparando la cosa. Lo que se está poniendo de relieve, en cuaquier caso, es que los sistemas de representación no funcionan; el Parlamento, que dedica sesiones enteras a los trajes y los pianos de los ministros, no tiene oportunidad de pronunciarse sobre un hecho tan grave como el del día 14; los instrumentos de mediación de la sociedad civil no existen, y la demagogia está mucho más extendida entre los portavoces y líderes so ciales de lo que 10 años de de mocracia activa podrían hacer nos creer.

Por eso, independientemente de lo que pase o no el día 14, es urgente que los partidos y sindicatos asuman las lecciones de esta década. La debilidad estructural de unos y otros, su financiación -en ambos casos, con cargo a onerosas dádivas de los presupuestos públicos-, su anquilosamiento en unas burocracias todopoderosas y su escaso arraigo en la voluntad ciudadana y en la sociedad civil les deberían llevar a trabajar más en recomponer los lazos rotos con sus pretendidas bases que en dedicarse a ejercicios de fuerza ante el auditorio.

¿Qué sería de sindicatos y partidos si tuvieran que nutrirse en efecto de las cuotas de sus afiliados? ¿Es imposible imaginar otras formas mediadoras entre el poder y los ciudadanos que permitan una participación más activa de éstos en las tareas políticas que su adhesión a una manifestación o el depósito de un voto? ¿Qué lugar que no sea la calle ofrece el po0er de estas burocracias -las sindicales y las políticas- a los jóvenes sin empleo, a los marginados, a los minoritarios? La desvertebración de esta sociedad se hace más patente a medida que crece el aferramiento al poder del nuevo establishment democrático. Las tensiones hacia la privatización de actitudes, también.

El próximo día 15, los sindicatos dirán -esto es seguro- que su llamamiento ha recibido un apoyo masivo. Pero su débil implantación, su desfiguración, con tonos amarillos, en zonas del funcionariado y su retórica del novecento al servicio de protagonismos personales y del desespero político seguirán ahí. Mientras esas cosas no cambien, una huelga como ésta; lejos de un medio para conseguir un fin, seguirá siendo un fin en sí misma y el ejercicio apasionantemente inútil del derecho al pataleo.

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