Tribuna:

En el nombre del padre

Nada ha cambiado, al fin. El estupor me gana, como en cada otoño, al comenzar el curso. El automatismo vacío sigue perpetuándose. Munificentia regia condita... Veintiún años ya -me digo- pasando casi a diario ante esa loa de muerte que es puerta granítica de la madrileña Ciudad Universitaria (... ab hispanorum duce restaurata). Y me viene de pronto, tontamente, la sospecha de que a lo mejor está muy bien que a nadie parezca habérsele pasado por las mientes la conveniencia de volar el adefesio (junto a su primo hermano, por cierto, en lo estético, ese cáncer urbano que es la espan...

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Nada ha cambiado, al fin. El estupor me gana, como en cada otoño, al comenzar el curso. El automatismo vacío sigue perpetuándose. Munificentia regia condita... Veintiún años ya -me digo- pasando casi a diario ante esa loa de muerte que es puerta granítica de la madrileña Ciudad Universitaria (... ab hispanorum duce restaurata). Y me viene de pronto, tontamente, la sospecha de que a lo mejor está muy bien que a nadie parezca habérsele pasado por las mientes la conveniencia de volar el adefesio (junto a su primo hermano, por cierto, en lo estético, ese cáncer urbano que es la espantosa Almudena); que, a lo mejor, hasta es estupendamente lúcido que sea precisamente la sombra del general el primer saludo de llegada a esta fosa común del pensamiento, en la que ( ... florescit in consceptu Dei) el nombre venerable del orden ha sido preservado con mimo en su lugar de siempre (... armis victricibus).Oficio aquí, en el lugar del padre ausente. De ese orden despótico que nunca ocupa, sino por delegación, el primer plano de la escena, porque, de hacerlo, no sería ya despótico ni, tal vez, un poder siquiera. La invisibilidad es el ser del despotismo. En su nombre, pues, ejerzo, desde el espacio litúrgicamente configurado del aula, la posesión profesoral de la palabra. Es la topología exacta que mi máscara de funcionario me otorga y mi salario exige. La sala de juntas de la facultad sigue, creo, presidida por el mismo ostentoso crucificado de siempre. Las aulas, hace ya mucho que no. No importa. Idéntica es su simbólica. Como la sombra -hace unos años- del polvo que, en negativo, perpetuara durante algunos meses su entonces reciente ausencia de los muros, así, la sombra del Eterno sobrevuela, severa, este cerrado coto, del que toda irregularidad está proscrita. A sueldo ejerzo aquí la voz del padre. Ersatz. Y es asombrosa la impunidad sin límites que su resonancia induce.

En el aula, el profesor juega la representación ilusoria que le ha sido contractualmente encomendada por el Otro, el que nunca aparece sino bajo la forma de su omnipresente ausencia. Codificado ya el acto teatral, simbólicamente saturado aun antes de que el telón se alce y la palabra sea proferida, su actualización, en la forma del discurso docente, es casi un pleonasmo. Antes de abrir la boca, todo está ya jugado en las geometrías precisas del espacio de encierro, los bancos enfrentados a la mesa y la tarima, el reparto de las posiciones, la pizarra, la batería sistemática de los signos materiales... Un mundo ya bien hecho. Y en él, en su cuadrícula precisa de funciones, yo -un yo vicario que a fuerza de ser todo no es ya nadie, nada, emisor de sonido en un lugar que así lo exige exactamente, como la precisión del tono, los tubos fluorescentes, la tiza o los pupitres, los rostros también que ejercen el correlativo silencio sobre el que el emisor dibuja su presencia-. Podría muy bien, ahora, una vez el territorio conformado, en vez de hacerlo del agustiniano Adversus Pelagianos, comentar sesuda y detenidamente las páginas apretadas de la guía de teléfonos de Boston, Massachusetts, por ejemplo, sin que uno solo de los rostros atentos que ofician el silencio se alterara. Bastaría que el gesto fuera justo, el tono de la voz preciso, la escenografía inalterada.

Voz del poder que el platónico Gorgias supiera incuestionable productora de toda realidad. Además de incuestionable, amable. Despotismo supremo: benevolencia: no castigar con la exégesis circunspecta de las páginas amarillas, regalar, en cambio, con el comentario sabio de un hermoso pasaje del poema de Parménides, sugerir la emoción real de los corceles que lloraron la muerte de Patroclo. Y es lo mismo. Sólo que mucho peor, pues que atractivo. "Uno tiene a alguien bajo su dominio, cuando lo ha encadenado o privado de sus armas y medios de defenderse o de escapar, o bien cuando lo ha empapado de miedo, o bien cuando, mediante un beneficio, se lo ha atraído de tal modo que éste, deudor de aquél, prefiere someterse a los deseos de su benefactor mejor que seguir los suyos propios y antes ajustar su vida conforme al juicio de aquél que decidir por sí mismo. Quien domine a alguien por el primer o segundo modos dominará su cuerpo, pero no su mente; quien logre hacerlo a través del tercero o el cuarto asentará su derecho tanto sobre su mente como sobre su cuerpo" (Espinosa, Tractatus politicus, 2, 10, 6-13).

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El espacio del aula está cargado de sentido. Toda benevolencia en él no puede sino ser mistificación. La más dictatorial. Mundo armónico, orden, amable despotismo. No hay, al fin, más profesor decente que el estrictamente odioso. Aquí, sí, lo mejor es lo peor.

Me he preguntado algunas veces, en los momentos de insensata ceguera a que conduce la ira de tener que ganarse uno la vida así de nauseabundamente (pero ¿hay algún modo salarial que no lo sea?), cómo es posible que ellos, los otros, esos jóvenes bárbaros a quienes cotidianamente torturamos y aburrimos, no le pegan de una vez fuego a este carcomido teatro de telarañas y fantasmas, con todos nosotros, sus penosísimos actores, bien encerrados bajo siete llaves dentro; por qué siguen entrando niansamente en estos, más que aulas, establos, aceptando, aparentemente impávidos, la burla de un encierro que ya ni la esperanza de un más o menos lejano futuro de promoción económico- social les promete; qué extraño e intangible dictado les impide incluso preguntarse por qué ese: repetir, día tras día, gestos inútiles además de fatigosos; qué los lleva a marchitar las numerosas horas que son su limitada vida en este lugar tedioso del cual todo placer -el intelectual, el primero- ha sido desterrado. Les pusieron, en una maflana de hace ya muchos años, su primera carterita bajo el brazo. Siguen con ella a cuestas. Su peso vale ahora el de Anguises sobre los hombros de Eneas. Eso es todo. Algunos -los escasísimos que logren ser cooptados por el implacable clientelismo del mandarinazgo académico- no la soltarán ya -no la soltaremos- en el resto de la vida. Como el pobre Iznogoud, permanentemente frustrado deseo de ser califa en el lugar del califa, voz del padre en su inocupable lugar. Su gesto -nuestro gesto- de animal doméstico en el laico púlpito no sé muy bien si mueve a compasión o a risa.

No vendrán, pues, los bárbaros. Aquellos jóvenes depredadores sobre los que fantaseara hace ahora un par de años -"¡rompedIo todo!"- Fue sólo un sueño. "Porque la noche cae y ellos no llegan. / Y gente venida desde la frontera / afirma que ya no hay bárbaros. / ¿Y qué será de nosotros sin los bárbaros?".

Persistirá la simulación tan sólo. Un curso tras otro. Vacía ya de todo contenido. La inteligencia aquí ha sido proscrita. Y aun la perversa voluntad de servidumbre con que el Estado, a través de nosotros, sus funcionarios, trata de configurar las mentes de nuestra resignada clientela es irrisoria, anacrónica, prehistórica casi. Mundo visto a través de un telescopio invertido, el de nuestras universidades. Desolado paisaje de personajes casi inexistentes: jibarizados en vida. Plenitud del vacío.

Hubo un tiempo en el que lo quisimos todo. Ahora, cuando al fin nos sabemos condenados a nada poseer salvo el placer de no ser por nada poseídos, este nuestro seguir queriéndolo testarudamente más que nunca nos es última trinchera de una ética intransigente en la derrota. Del rebaño de todos cuantos aceptaron reintegrarse en el orden asesino de las cosas, sólo sabría repetirme -una vez más, con el amado maestro epicúreo- aquello de que "es así como cada cual trata vanamente de escapar de sí mismo".

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