Editorial:

La pesadilla rumana

A PESAR del aislamiento al que está sometido el país, llegan de Rumanía noticias cada vez más alarmantes sobre las irreparables consecuencias de la política llevada a cabo por un dictador en el cenit de su delirio paranoico. La opinión pública europea no puede ser indiferente ante hechos que constituyen una vergüenza para nuestro continente. Hace un año, los habitantes de Brasov, uno de los grandes centros industriales rumanos, expresaron su descontento con huelgas y manifestaciones masivas. El eco de esas acciones, que el Gobierno reprimió con brutalidad, atravesó las fronteras; desde entonce...

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A PESAR del aislamiento al que está sometido el país, llegan de Rumanía noticias cada vez más alarmantes sobre las irreparables consecuencias de la política llevada a cabo por un dictador en el cenit de su delirio paranoico. La opinión pública europea no puede ser indiferente ante hechos que constituyen una vergüenza para nuestro continente. Hace un año, los habitantes de Brasov, uno de los grandes centros industriales rumanos, expresaron su descontento con huelgas y manifestaciones masivas. El eco de esas acciones, que el Gobierno reprimió con brutalidad, atravesó las fronteras; desde entonces la situación no ha hecho sino empeorar.El fondo de la cuestión estriba en que el llamado socialismo a la rumana, plataforma sobre la que Nicolae Ceaucescu ha pretendido montar un comunismo nacional, ha resultado un fracaso total. En vez de adoptar las vías reformadoras que hoy prevalecen en algunos de los países del Este para aminorar los efectos de unas economías ahogadas por el centralismo y la burocracia, el dirigente rumano ha seguido un camino diametralmente opuesto: ha reforzado su autocracia familiar repartiendo cargos con su esposa y otros parientes, ha aumentado la represión y ha llevado el culto a su persona hasta extremos que resultarían grotescos si sus consecuencias no fuesen tan dramáticas. Rumania, que en otras épocas tuvo una agricultura rica, es hoy el polo europeo de la miseria. Pero, en lugar de paliar la penuria de la población, el Gobierno ha puesto en marcha planes faraónicos -a mayor gloria de Ceaucescu- a costa de provocar la destrucción de zonas históricas de la capital, Bucarest. Mucho más grave es el propósito de destruir 8.000 pueblos y agrupar a sus poblaciones en grandes centros agro-industriales, un movimiento migratorio forzoso que no tiene más antecedente que la Camboya de Pol Pot, de triste memoria.

La situación es particularmente dramática para las minorías nacionales, en particular para la húngara, que cuenta en Transilvania con dos millones de personas. Privada en gran parte de la posibilidad de conservar su lengua y su cultura, víctima de una rumanización forzosa, vive ahora bajo la amenaza de que sus casas y sus aldeas sean arrasadas. Unas 200.000 personas de esa minoría han emigrado ya a Hungría. Todos los ciudadanos húngaros -por encima de diferencias políticas- sienten como propia la causa de sus compatriotas de Transilvania y el conflicto entre los dos Estados es, probablemente, el más serio que opone a dos miembros del Tratado de Varsovia. Y no parece que exista ninguna perspectiva de mejora. La entrevista celebrada a finales de agosto por los dos dirigentes, Ceaucescu y Grosz, fue inútil a causa de la intransigencia del primero.

De esa imposibilidad de dar pasos positivos por la vía bilateral se desprende la necesidad de que el Gobierno de Bucarest se vea sometido a una presión internacional más fuerte que hasta ahora. El proyecto de sistematización del campo -nombre oficial de la destrucción de las aldeas- y la persecución de que es víctima la minoría húngara afectan a derechos fundamentales por los que la comunidad internacional tiene el deber -y el derecho- de velar. Entre las dos guerras mundiales, los derechos de la minoría húngara de Transilvania, protegidos por la Sociedad de Naciones, estaban enmarcados en el ámbito del derecho internacional. Por otra parte, Bucarest viola hoy puntos vitales de la Declaración de Helsinski, cuya aplicación debe vigilar la Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea. Existen, pues, firmes bases jurídicas, no sólo morales, para demandar a los Gobiernos europeos que ejerzan las acciones adecuadas.

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Aunque la URSS hace lo posible para que no salgan a la superficie contradicciones dentro de su bloque, lo cierto es que en esta cuestión hay un interés común entre Europa del Este y del Oeste. Es significativo que intelectuales de uno y otro lado hayan llamado a la solidaridad con las víctimas de la política de Ceaucescu. Se trata de una causa europea, en el sentido pleno de la palabra.

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