Tribuna:

Luz de tinieblas

"El mundo de la imaginación es el mundo de la eternidad". Son palabras de William Blake, referidas a la propia obra, que difícilmente podrían aplicarse a su contemporáneo Goya. Una corriente de estudios, consolidada en las últimas décadas, a partir de José López Rey y Edith Helman, ha ido perfilando una imagen de Goya en que el mundo de la imaginación es también el de la historia. Pero las tradiciones tienen la piel dura y, tal vez, nada ilustra mejor la dificultad para encajar el Goya pintor de corte con el forjador de pesadilas que la disposición de su obra en el Prado. El visitante tiene qu...

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"El mundo de la imaginación es el mundo de la eternidad". Son palabras de William Blake, referidas a la propia obra, que difícilmente podrían aplicarse a su contemporáneo Goya. Una corriente de estudios, consolidada en las últimas décadas, a partir de José López Rey y Edith Helman, ha ido perfilando una imagen de Goya en que el mundo de la imaginación es también el de la historia. Pero las tradiciones tienen la piel dura y, tal vez, nada ilustra mejor la dificultad para encajar el Goya pintor de corte con el forjador de pesadilas que la disposición de su obra en el Prado. El visitante tiene que bajar a los infiernos para buscar las pinturas de la Quinta del Sordo como si nada tuvieran que ver con La familia de Carlos IV.

El debate sigue vivo en la espléndida muestra sobre Goya y el espíritu de la Ilustración, que acaba de inaugurarse en el palacio de Villahermosa. En su breve presentación, Alfonso Pérez Sánchez acierta a situar a Goya en el seno de los círculos ilustrados que anuncian el final del Antiguo Régimen y la llegada del liberalismo. Parece asimismo justa la designación del "Si amanece, nos vamos", para caracterizar una actitud de confianza en el triunfo de la luz, de la razón, sobre las criaturas fantasmagóricas que deben ser relegadas al pasado. Pero este enfoque no resulta muy conciliable con la visión lineal que se nos ofrece unas páginas más allá, en el mismo catálogo, presentando la España de finales del XVIII como un mundo feliz en que las luces se difundían bajo el amparo de dos benéficos monarcas. "La, monarquía ilustrada", puede leerse, "durante los reinados de Carlos III y de Carlos IV pudo armonizar el respeto a las tradiciones y el culto a la libertad, de acuerdo con las exigencias de los nuevos tiempos". Por supuesto, si aceptamos semejante visión teñida de rosa, difícilmente sería explicable el juego de violentos contrastes en que se mueve la obra goyesca. Desde la Viena josefina, Mozart podía contemplar el triunfo de la razón a modo de un proceso iniciático en que el hallazgo de unas determinadas claves permitiría disipar el reino de la noche, inaugurando una perspectiva armónica para las relaciones humanas. La España de Carlos III, y sobre todo la de su sucesor, excluía la viabilidad de ese proceso. La minoría ilustrada, de un lado, y de otro el abigarrado conjunto de elementos irracionales, ligados al poder de la Iglesia, al privilegio y a la inmoralidad social, suponían una confrontación demasiado áspera, y el triunfo de la luz sólo podía ser pensado como una irrupción violenta que lograse desvanecer el predominio, hasta ese momento aplastante, de sus adversarios. En pocas palabras, no es que, como se sugiere, la Guerra de la Independencia, con sus desastres, truncara brutalmente un desarrollo histórico venturoso. Los desastres son el desenlace lógico de la pesadilla anterior. Las imágenes del rey inútil/eterno cazador que es Carlos IV o las escenas de inquisición ofrecen los datos para entender el imperio trágico de la irracionalidad que preside las escenas del tiempo de guerra. Algo que sólo el temporal reencuentro con la luz, encarnada por la Constitución, permitirá fugazmente superar.

Este enfoque puede entenderse si pensamos que en la España de finales del setecientos el liberalismo no surge de un proceso de transformaciones económicas y culturales -como fruto del ascenso burgués, en una palabra-, sino como expresión lúcida de las limitaciones del propio impulso reformador. En su retrato de Floridablanca, Goya alcanzó a expresar emblemáticamente la fórmula del despotismo ilustrado: la determinación del ministro racionalista cuenta con el apoyo del monarca absoluto para removerlos obstáculos. Pero la realidad exterior ofrecía datos menos optimistas y quizá ello se refleje en la sombra que envuelve a la figura central del personaje. De hecho, la rápida formación de corrientes de pensamiento crítico en la década de 1780 responde a esa sensación de que la política reformadora, emprendida desde el interior del mundo del absolutismo y del privilegio, será incapaz de transformar una sociedad donde la sinrazón cuenta con bazas tan poderosas. Y es precisamente una publicación protegida en sus inicios por Floridablanca, El Censor, la que mejor da cuenta de ese tránsito motivado por la impotencia del reformismo. Era demasiado fuerte la barrera formada por la casta de privilegiados ociosos, una religión marcada por las prácticas supersticiosas y la intolerancia, sin olvidar, a modo de clave de bóveda, la propia aspiración de los servidores de Carlos III de mantener a toda costa la jerarquía estamental en sus perspectivas de reforma. Otra sociedad requería otra forma de poder político y, con diversos grados de intensidad, desde el juicioso Jovellanos a los más radicales, como Manuel de Aguirre o León de Arroyal, los ilustrados críticos coincidieron en el diagnóstico. En términos ideológicos, el despotismo ilustrado creaba así las condiciones para su invalidación. Aunque, como sabemos, a través de traumas de creciente intensidad. El editor de El Censor será condenado por la Inquisición en 1787. Pronto la limitada libertad de expresión para los papeles periódicos será cortada con el cierre para las nuevas ideas que preside el largo reinado de Carlos IV, María Luisa y Godoy. No es tiempo de escribir, sino de meditar, dirá entonces a un amigo Jovellanos, poco antes de que a su breve paso por un ministerio, éste sí consignado en el catálogo, sucediesen siete años de reclusión forzada en Mallorca. Paradójicamente, la dramática coyuntura es un marco inmejorable para el estallido que registra la creatividad de Goya a partir de 1793.

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Pero los problemas vienen de atrás. Incluso en los años cenitales de las luces, cuando Goya consolida su posición de pintor en la corte de Carlos III, se advierte en sus obras un componente inevitable de inseguridad. Lo analizó muy bien Jean Starobinski en su libro Los emblemas de la razón. Aun en género tan poco propicio a las infracciones del orden como los cartones para tapices, hay siempre algo, la disposición de las figuras o el gesto de un personaje, que transmite al observador una sensación de inquietud o desequilibrio. Por lo demás, ello no es exclusivo de Goya. Se trata de un rasgo también observable en otros grandes pintores del período, como Guardi o Fragonard. Es como si, en el momento en que el mundo del privilegio parece haber conseguido tina expresión artística plenamente controlada a través de los encargos bien remunerados, el genio creador escapase del cerco de su dependencia económica anunciando por uno u otro cauce la quiebra de los valores del Antiguo Régimen. 0, por lo menos, su inestabilidad: pensemos en el valor emblemático de La gallina ciega. En este sentido, ninguna muestra mejor que el espléndido retrato de la familia del infante don Luis, rescatado para esta exposición de su exilio italiano. El pincel ha disuelto la jerarquía tradicional propia del universo representado. Falta definir qué ordenación de la sociedad vendrá a sustituirla.

Porque resulta excesivo llegar a la presentación de Goya como demócrata. En la línea mencionada de los ilustrados críticos aparecen en él con diafanidad las fracturas del orden estamental español, pero la alternativa se encuentra mucho menos perfilada. La atención prestada por Goya hacia artesanos y jornaleros puede con justicia estimarse prerrevolucionaria, pero ello no implica idealización alguna de la gente común. Sólo hay que repasar los rostros de los tipos populares en cuadros y dibujos para reconocer que el distanciamiento respecto al pueblo se mantiene intacto en Goya. El productivismo preside la escena. Las imágenes positivas corresponden a la acción de trabajo -fabricación de pólvora, afilador, el ciego laborioso contrapuesto al mendigo-, mientras las clases laboriosas, cuando incumplen su deber, se convierten en clases peligrosas -ejemplo, los dramáticos asaltos de carruajes- o, cuando menos, en objeto de censura. Hay que precaverse ante los espejismos. En El albañil herido cabe apreciar una sorprendente preocupación por el trabajador, pero, según recuerda R. Alcalá, lo esencial es el respaldo a la política carolina de represión del alcoholismo popular. Goya no es una excepción a la óptica ilustrada de control de los ilegalismos populares que ha analizado magníficamente J. Soubeyroux. La brutalidad y el cretinismo abundan en los rostros populares de los cartones. El mundo de la fiesta, muchas veces teñida de religiosidad supersticiosa, se inclina hacia un desorden y una ociosidad inconciliables con la razón. Es cierto que ésta, ocasionalmente, con la llegada al poder de Saavedra y Jovellanos en 1798, o con la Constitución de 1812 más tarde, parece imponerse, dando la vuelta al reloj de arena con el apoyo del conocimiento histórico. Ahora bien, el sujeto del cambio está ausente y los acontecimientos españoles imponen su ley en el predominio creciente de la sombra. En la famosa representación de los fusilamientos del 3 de mayo, la linterna, símbolo de la luz, y por ello de la razón, ilumina la cara del patriota que está siendo ejecutado. Pero en el semblante apenas cabe descubrir otra cosa que rebeldía y desesperación. A su lado se desploma el fraile, adversario irreductible de las luces. El espíritu de la Ilustración acota su presencia al resplandor que permite la identificación de los temibles gérmenes de brutalidad contenidos en la nueva era que se inicia para la historia del hombre.

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