Tribuna:

Europa: vivan las diferencias

La Europa comunitaria puede haber igualado por fin el nivel legal de ruido de los motores de sus máquinas segadoras -lo que en el fondo redunda en beneficio de los británicos-, pero no ha igualado los estilos de gobierno de los países asociados.Ni quizá debería intentarlo. Ya tiene cierto grado de cultura, intereses y geografía comunes. Si quiere mantener una luz en relación con las economías rivales norteamericana y japonesa necesita operar a escala supranacional en un número limitado de campos. El miedo a que llegue a haber demasiado federalismo demasiado pronto no tiene mucha razón de ser. ...

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La Europa comunitaria puede haber igualado por fin el nivel legal de ruido de los motores de sus máquinas segadoras -lo que en el fondo redunda en beneficio de los británicos-, pero no ha igualado los estilos de gobierno de los países asociados.Ni quizá debería intentarlo. Ya tiene cierto grado de cultura, intereses y geografía comunes. Si quiere mantener una luz en relación con las economías rivales norteamericana y japonesa necesita operar a escala supranacional en un número limitado de campos. El miedo a que llegue a haber demasiado federalismo demasiado pronto no tiene mucha razón de ser. La Comunidad siempre tiene más frenos que acelerador, por lo que debería incentivarse siempre todo posible indicio de dinamismo.

Dicho esto, es perfectamente legítimo reconocer que las naciones de Europa, no todas antiguas, tienen y quieren conservar cierto grado de identidad completamente distinta de los casos de los Estados de Estados Unidos o Australia, de las provincias de Canadá, de los cantones suizos o de otros componentes de federaciones y confederaciones. Europa ha sufrido derrotas y degradaciones, pero no ha tenido fusiones, y sus habitantes, a diferencia de los de Estados Unidos o sus antepasados, nunca han vuelto conscientemente la espalda a sus países de origen.

Esto plantea un delicado problema de equilibrio que Europa suele resolver con dificultad. Siempre hay un alto grado de ambigüedad sobre la legitimidad y la eficacia de un poder supranacional. Son pocos los componentes de los Gobiernos de los países miembros que niegan la necesidad de la Comunidad, pero la cantidad de poder que la mayoría está dispuesta a concederle es una cuestión distinta.

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Como consecuencia de la Comunidad, los distintos Gobiernos tienen una relación mucho más íntima de lo que ni ellos ni sus ciudadanos habían tenido nunca, con excepción de en las trincheras. Pero eso no ha dado como resultado unos Gobiernos y burocracias similares. Hacer una visita de carácter oficial a las capitales de Europa es completa y felizmente distinto que hacer una serie de visitas a hoteles Hilton y Sheraton. Los edificios, el estilo, los servicios, la comida y las bebidas distan mucho de ser homogéneos.

Recordando una época de intensas negociaciones con los Gobiernos de Europa y de frecuentes visitas a las capitales, he sacado en conclusión la existencia de ciertas reglas o generalizaciones, y se pueden hacer comparaciones instructivas entre la actuación en distintos aspectos (unos más frívolos y otros más serios) del cuarteto de los países grandes -Alemania, Francia, Reino Unido e Italia- que dominan inevitablemente la vida de la Comunidad.

Antes de pasar a comparar detalladamente a los cuatro grandes quiero aclarar dos cuestiones. Primera, dos, y solamente dos de los cuatro están entre los tres únicos Estados verdaderos de Europa: son el Reino Unido y Francia; el tercero es España. Alemania e Italia no están, y no es debido a la derrota de 1945, sino a su falta de unidad política con anterioridad a 1870. Para ser un Estado se necesitan varios siglos de una tradición continuada de gobierno desde la misma capital y sobre un área de tamaño significativo dentro, aproximadamente, de las mismas fronteras. Ésta no es una consideración abstracta; se percibe la diferencia entre París y Bonn, e incluso entre Madrid y Roma.

Segundo, hay una diferencia cualitativa entre el estilo de los grandes (a escala europea) Gobiernos y el de los pequeños; parecida a la existente entre una ciudad y un pueblo. E incluso los más grandes de los países pequeños no están, ni mucho menos, a la altura de la categoría superior. Así, en Holanda el primer ministro abre él mismo la puerta de su residencia oficial, lo que es difícilmente imaginable en el Elysée o en la cancillería de Bonn.

Igualmente, los jefes de Gobierno de Dinamarca, Austria y Portugal no tienen inconveniente en recibir al presidente de la Comisión Europea en la pista de aterrizaje del aeropuerto, algo que ni al más temporal y atento primer ministro italiano se le pasaría por la cabeza. Asimismo, a los dirigentes de los países pequeños les encanta ser agasajados en los restaurantes públicos de sus capitales. Yo he invitado a Gaston Thorn en Luxemburgo, y el canciller Kreisky me invitó a pasteles de crema en el Imperial Hotel de Viena. Dudo que la señora Thatcher o el presidente Giscard se encontraran a gusto en unas circunstancias similares.

Vuelvo ahora a mis comparaciones entre los cuatro, lo que, sacrificando ciertas sutilezas en aras de la brevedad, hago disponiéndolos arbitrariamente por orden de méritos de acuerdo con nueve pruebas distintas. Las tres primeras pruebas podrían llamarse de protocolo del Gobierno, y no deben ser tomadas demasiado seriamente. Las seis restantes se refieren a cuestiones más importantes.

Primera, ¿qué Gobierno opera desde un edificio público más impresionante y espléndido? El orden que doy aquí es: 1, el francés -aunque el austriaco podría rivalizar si se incluyera en la competición; 2, el italiano; 3, el británico; 4, el alemán. Segundo, ¿qué Gobierno da mejor comida y bebida en las recepciones oficiales? Mi respuesta, que puede sorprender, es: 1, el británico (gracias, exclusivamente, a la generosa provisión de vinos del Gobierno); 2, el italiano; 3, el francés; 4, el alemán.

Mi ultimo protocolo del Gobierno se refiere a la agresividad de los motoristas de la escolta policial, y quizá aquí el mérito consista en ocupar el último lugar, que vuelve a pertenecer a la mayor potencia económica europea. La respuesta es: 1, los franceses con una gran diferencia, ya que echan del camino a los coches pequeños; 2, los italianos, que tienen más habilidad que planificación; 3, los británicos, que son bastante respetables; 4, los alemanes, que incluso se detienen en los semáforos y generalmente consiguen que uno avance más lento que sin su acompañamiento.

Paso ahora a la esencia del Gobierno, que sitúa a los alemanes más en su lugar, y empieza con una prueba de afabilidad de trato, en especial cuando se plantea alguna polémica. Ésta es mi respuesta: 1, el italiano; 2, el alemán; 3, el británico; 4, el francés. Viene ahora el Gobierno con una visión europea más amplia: 1, el italiano; 2, el alemán; 3, el francés; 4, el británico.

Si a continuación pregunto qué Gobierno es el más efectivo a la hora de hacer prevalecer su opinión en una discusión, mi respuesta podría ser deprimente para las virtudes italianas, pues sería: 1, el francés; 2, el alemán; 3, el británico; 4, el italiano. Pero esto se equilibra en la tercera prueba, relacionada con cuál es el Gobierno que más ventajas obtiene calladamente de su pertenencia a la Comunidad Europea, pues la respuesta es: 1, Italia; 2, Francia; 3, Alemania; 4, Reino Unido.

Mi penúltima prueba se refiere a qué Gobierno tiene la mejor coordinación de política interior, con independencia de si esa coordinación es acertada. Antes de la cohabitación (y quizá de nuevo a partir del próximo sábado) hubiera puesto al francés algo más arriba que a los británicos, con los italianos en tercer lugar y los alemanes, suficientemente ricos para gozar de una disonancia muy a la norteamericana entre los distintos ministerios y departamentos, en un mal cuarto puesto. Aunque quizá eso no importe demasiado, porque si concluyo preguntando qué Gobierno, cuando realmente (y raramente) decide ejercitarlos, tiene más poder e influencia mundial, mi última respuesta sería: 1, el alemán; 2, el británico; 3, el francés; 4, el italiano.

ex presidente de la Comisión Europea, fue ministro laborista británico y es escritor.

Traducción: Leopoldo Rodríguez Regueira.

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