Tribuna:

Solos y solidarios

A la hora de añadir la inevitable dosis de ficción que sirve de levadura a cualquier ideología, la derecha suele decantarse por la mentira, mientras que la izquierda prefiere la superstición. Por lo demás, ambas sacan su agua del mismo pozo clerical: la Iglesia es tan católica que tiene mitos para todos. Una de las supersticiones, más sobadas de hoy es la que clama contra la insolidaridad de la sociedad actual. Como en efecto hay mucho pobre y a todos nos ha dado plantón algún amigo, el estigma prospera sin oposición: la culpa la tiene el hedonismo consumista, el neoliberalismo, el narc...

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A la hora de añadir la inevitable dosis de ficción que sirve de levadura a cualquier ideología, la derecha suele decantarse por la mentira, mientras que la izquierda prefiere la superstición. Por lo demás, ambas sacan su agua del mismo pozo clerical: la Iglesia es tan católica que tiene mitos para todos. Una de las supersticiones, más sobadas de hoy es la que clama contra la insolidaridad de la sociedad actual. Como en efecto hay mucho pobre y a todos nos ha dado plantón algún amigo, el estigma prospera sin oposición: la culpa la tiene el hedonismo consumista, el neoliberalismo, el narcisismo egoísta, el vídeo comunitario, o sea: los americanos, o sea: cualquier bobada.Pero eso de la insolidaridad ¿qué es? Y ¿por qué hay ahora más que antes? En cuanto a la definición del término, como no viene en el María Moliner -ni tampoco solidaridad, imagínense-, habrá que aventurarla estipulativamente: insolidaridad es no preocuparse de las necesidades y desdichas ajenas, viviendo sólo para uno mismo. La cuestión tiene dos planos (como pasa con todos los vicios y virtudes): el individual o privado y el público o institucional. En el terreno individual, como característica moral brotada de la libertad de cada cual, no tenemos ninguna estadística del aumento de insolidaridad. Hay personas desprendidas y volcadas hacia el prójimo, las hay con las que no se puede contar más que en bodas y bautizos: los testimonios culturales de todas las épocas aseguran que siempre hubo de unas y de otras, que siempre se apreció a las primeras y se deploró el gran número de las segundas. La única estadística diacrónica fiable constata que entre los míseros y maltrechos suele darse más la solidaridad que entre los poderosos y afortunados, lo cual es lógico, pues tienen más necesidad de recíproca ayuda. De modo que si hoy abunda menos la solidaridad podría pensarse que es porque abunda menos la núseria, o al menos la conciencia de la propia miseria, lo cual no es malo, sino todo lo contrario.

Pero veamos el nivel público del asunto, que es sin duda el más importante para los quejosos. Es la sociedad misma la que resulta denunciada como insolidaria. Esta sociedad en que vivimos, la que nos informa al momento de cada catástrofe o cada dictadura aunque ocurra en el otro extremo del mundo, es por lo visto más insolidaria que la de antaño, en la que pocos sabían lo que pasaba a diez kilómetros de distancia. Esta sociedad, en la que hay prestaciones sociales por accidente, enfermedad, vejez, desempleo, etcétera, es más insolidaria que la de antaño, en la que o no había nada de esto o se luchaba desesperadamente por implantarlo. Esta sociedad de los ochenta en la que hablamos tanto de insolidaridad es más insolidaria que la de los sesenta, en la que toda revuelta protestaba por la falta de solidaridad, etcétera. ¿Cuál es la solidaridad que se echa de menos? ¿El corporativismo de los gremios medievales, reciclado luego por los fascismos de este siglo? ¿La solidaridad de clase, ni más ni menos maltrecha que la nitidez de diseño de las clases mismas? ¿La sopa boba de los conventos y la caridad cristiana? Convendría aclararlo, pero no se aclarará.

El crecimiento del estado moderno, basado en la invención y desarrollo del individuo, abolió muchas de las solidaridades orgánicas anteriores y las fue sustituyendo por derechos subjetivos y sociales, respaldados por protección legal. Este recambio -ha ido acompañado de resistencias, pugnas por el poder económico y político, lentos avances y traumáticos retrocesos. La sociedad actual se sabe insolidaria porque es más solidaria que nunca, porque tiene clara la universalidad aún no conseguida de los derechos reclamados, que antes se desconocían como tales o se consideraban patrimonio de unos pocos. Pero esa exigencia se eleva desde la separación individual, no desde la nostalgia organicista. Muchos conservan ésta, desde luego: muchos quisieran que fuésemos una gran familia o un solo hombre, unánimes, normales y sanos según un solo patrón. Van listos. Cuando claman contra la extendida disposición competitiva y consumista, parecen aflorar la jerárquica disciplina patriarcal. Olvidan lo que ya los griegos tenían claro: que en democracia el área de lo público es agonal y competitiva -consiste en ser visto y reconocido-, mientras que el área de la familia es jerárquica y latente. Somos ciudadanos, no hermanos.

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Decir que la sociedad actual es insolidaria puede referirse a lo incompleto aun de la extensión decisiva de los derechos humanos, inconformismo de lo más saludable, pero que desde luego no consiente ninguna nostalgia por fórmulas societarias pasadas. O puede ser una velada queja por la ausencia de un sentido colectivo de la existencia, lo cual resulta bastante más morboso y menos inocente. En tono de desilusión o en tono de cínico savoir vivre, oímos a nuestro alrededor que la gente se refugia en la vida privada. Nada parece más conveniente y razonable, si ello supone que se renuncia a esperar una justificación comunitaria de la vida, por medio de una gran tarea de todos o de cualquier unidad de destino en lo universal. Pero es un indefendible retroceso si comporta abandono del interés ciudadano por la intervención política, a todas las escalas y en todos los escenarios posibles. Aunque, claro, ¿cómo va a entender se qué es la sociedad civil en un país donde se llama guardia civil a una policía militar?

Parece urgente recuperar la función política como algo decididamente desligado de ningún unificador sentido cuasirreligioso de la existencia. No hace falta poseer la gracia de ninguna solidaridad teologal-utópica para luchar contra la indignidad política del hambre, el subdesarrollo forzoso, el militarismo, la tortura, la corrupción administrativa, el racismo, la intolerancia en nombre de la salud o la medicina: basta un real amor propio democrático y un sentido común no miope de remate. Pero la legitimación de su vida ha de buscarla cada cual por sí mismo y para sí mismo: ya no se vende al por mayor. Hay que acostumbrarse a ser a la vez solitario y solidario, como en el aforismo de Bergamín. Desde luego es un problema, porque la mayoría de la gente lleva una existencia sosa y rutinaria, guiada por la imitación del vecino y la sumisión a rituales estereotipados, a menudo crueles o vacuos: lo mismo que en las viejas teocracias, lo mismo que en los nacionalismos totalitarios. En este país, por ejemplo, el programa de televisión más visto es Un, dos, tres; los libros más vendidos, El caballo de Troya, de Benítez, y los de Vizcaíno Casas; el programa radiofánico más oído, el de José María Iñigo o el de doña Encarna. Un movimiento político empeñado en regenerar al pueblo quizá lograse cambiar el tenor de estas preferencias, pero no la incurable mediocridad estadística que revelan. Y al aplicar esta cirugía ciertamente se saldría de sus atribuciones y causaría muchos más destrozos que beneficios. Fue Hölderlin el que señaló que "lo que hace del Estado un infierno es que los hombres se empeñen en convertirlo en paraíso". Porque los paraísos, siempre perdidos, están hechos a la medida: sólo los infiernos son prét-a-porter.

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