Editorial:

La pastoral y sus circunstancias

EL TERRORISMO contamina todo lo que toca. Contamina a los propios terroristas y a los medios sociales más próximos a él, que sucumben ante la fascinación necrófila por los efectos fulminantes, drásticos, irreversibles, de la crueldad humana. El comunicado de ETA asumiendo la autoría del atentado de Zaragoza, pero desviando la responsabilidad de sus efectos hacia las propias víctimas, acusadas de "parapetarse irresponsablemente tras familiares y población civil en general", constituye un monumento a la infamia. Comparable al silencio de Herri Batasuna, para quien el atentado iba dirigido "contr...

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EL TERRORISMO contamina todo lo que toca. Contamina a los propios terroristas y a los medios sociales más próximos a él, que sucumben ante la fascinación necrófila por los efectos fulminantes, drásticos, irreversibles, de la crueldad humana. El comunicado de ETA asumiendo la autoría del atentado de Zaragoza, pero desviando la responsabilidad de sus efectos hacia las propias víctimas, acusadas de "parapetarse irresponsablemente tras familiares y población civil en general", constituye un monumento a la infamia. Comparable al silencio de Herri Batasuna, para quien el atentado iba dirigido "contra un objetivo militar", lo que excusaría cualquier valoración ulterior.Pero la violencia del terrorismo infecta también a la sociedad sobre la que actúa, cuya sensibilidad moral se debilita y tiende a aceptar que, para combatir esa plaga, todo vale, incluida la suspensión ole los principios que diferencian el Estado de derecho de la ley de la fuerza. Horas después de la matanza de Zaragoza, sectores de la sociedad española, incluyendo algunos relacionados con el aparato del Estado, han lanzado una campaña por la reinstauración de la pena de muerte. El edificio abolicionista se tambalea de repente bajo el impacto del terrorismo, que sólo en este terreno preciso del retroceso de la civilización puede cantar victoria. El dolor de madres que acaban de perder a sus hijos es manipulado de manera indecente por la Prensa amarilla en apoyo de objetivos que tienen más que ver con la perpetuación del mecanismo de la represalia circular que con el deseo de que esta sea la última vez.

Preciso es reconocer, sin embargo, que algo ha cambiado. Con ocasión de los atentados producidos en Madrid en el verano de 1986, Alianza Popular presentó ocho proposiciones de ley orientadas a reforzar el arsenal jurídico antiterrorista. Las medidas propuestas significaban una agravación de los aspectos más dudosamente constitucionales de la ley antiterrorista y un recorte de las garantías democráticas de los ciudadanos. Ahora ese mismo partido se ha negado a seguir las voces que clamaban por algo similar, ha rechazado plantear la cuestión de la pena de muerte y ha reafirmado tanto su compromiso con el pacto recientemente firmado en Madrid en relación a la lucha contra el terrorismo como su apoyo a las iniciativas del Gobierno en ese terreno.

Otra cosa es lo sucedido con las reacciones suscitadas por la pastoral de los obispos vascos. Su contenido es, desde luego, discutible. La proclamada voluntad de abstenerse de valoraciones políticas concretas no impide que todo su discurso moral se exprese en clave nacionalista y con arreglo a una lógica interna que viene a constituir la condensación de los valores y pautas de comportamiento característicos de esa ideología. Desde luego, la pastoral es bastante más matizada de lo que algunas lecturas apresuradas quieren dar a entender. Hay en ella un rechazo neto de la práctica de la violencia, pero a la vez se dan por incuestionables principios que, si bien forman parte de la cultura tradicional del nacionalismo vasco, no dejan de estar sometidos a debate. Y se llega a aceptar como algo natural que las instituciones democráticamente legitimadas deban ceder a los requerimientos de quienes exigen "un precio político" -la expresión es de los obispos- por dejar de matar. Es posible que, en aras de la reconciliación, sea conveniente, en un momento dado y con arreglo a ciertas condiciones, ceder a determinadas exigencias. Pero jamás ello podrá ser presentado como un ineludible requerimiento ético, que es en el terreno en el que quiere situarse el documento episcopal.

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En resumidas cuentas, la actitud de los obispos vascos, estimable en muchos aspectos, sigue siendo, no obstante, deudora de algunas de las contradicciones que paralizan moralmente a amplios sectores de la sociedad vasca. Para acabar con la presencia de la violencia es imprescindible, junto al rechazo de los medios abominables utilizados por los terroristas, la renuncia a toda confusión respecto a los fines en que se escudan aquéllos para cometer sus tropelías. Y ello implica por parte de todos los que conservan capacidad de influencia sobre los ciudadanos vascos una actitud de mayor altura moral, de generosidad para decir y hacer algo más de lo que las clientelas respectivas están inmediatamente dispuestas a aceptar.

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