Tribuna

Periódicos y mentiras

Todos los años, en agosto me encierro en las colinas y me leo los recortes de Prensa de los últimos 12 meses. Los leo con retraso no sólo porque antes estaba ocupado, sino también por motivos de salud. Si alguien habla mal de ti en enero y tú lo lees en septiembre, la amargura es menor. Es como recordar que una mujer te rechazó hace 30 años. Te queda la frustración, pero no te matas. Siempre piensas que entonces te lo merecías, pero que ahora has cambiado.

Leyendo los recortes de Prensa se tiene una dolorosa sensación, por lo menos si se lleva en el bolsillo un carné de la asociación de...

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Todos los años, en agosto me encierro en las colinas y me leo los recortes de Prensa de los últimos 12 meses. Los leo con retraso no sólo porque antes estaba ocupado, sino también por motivos de salud. Si alguien habla mal de ti en enero y tú lo lees en septiembre, la amargura es menor. Es como recordar que una mujer te rechazó hace 30 años. Te queda la frustración, pero no te matas. Siempre piensas que entonces te lo merecías, pero que ahora has cambiado.

Leyendo los recortes de Prensa se tiene una dolorosa sensación, por lo menos si se lleva en el bolsillo un carné de la asociación de los periodistas. Los periódicos mienten. Sobre todo porque acogen a los colaboradores como yo, que, a diferencia de los enviados especiales profesionales, escriben únicamente sobre lo que han leído y no se preocupan de comprobar las fuentes. Así me he enterado de que en los últimos meses he escrito un ensayo iluminador en la revista Burocracia, que he presentado numerosos libros de poetas que publican pagando de su bolsillo, que concedí una entrevista a Voces de los raíles sobre mis relaciones con el tren, que estuve presente para recibir un premio de 200.000 pesetas en San Benedetto del Tronto junto a Giacinto Spagnoletti (me imagino que dentro de poco Hacienda me preguntará dónde he metido las 200.000 pesetas; que se lo pregunte a Spagnoletti, que de mí lo ha entendido todo), que participé en la RAM en un espectáculo con Edwige Fenech (¡ojalá fuera cierto!) que acudo habitualmente a ciertos restaurantes nuevos de moda. Una tal Pamela Villoresi, que no creo que sea una colaboradora de Gianfranco Contini, dice que para escribir una novela mía me inspiré en un libro que afortunadamente (porque era muy bonito) salió dos años después que el mío.

Me encuentro muchos artículos que explican el gran éxito de mi novela El nombre de la rosa, publicado en octubre de 1980, por el hecho de que la escribí con un ordenador. Me hubiese gustado, y me habría ahorrado los gastos de mecanografiado, pero nadie se ha preocupado de comprobar que el primer word processor Olivetti ETS 1010 salió, en Italia en 1981, y sólo en 1982 apareció el Olivetti M20, que, sin embargo, no tenía aún el programa de escritura mayúscula Oliword. Existen desde 1977 programas wordstar Apple y Commodore, pero en aquellos tiempos servían como mucho para escribir una carta.

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Leo una serie de publicaciones católicas (concretamente L'Avveniré, Il Sabato y una revista llamada Cristianita) que, después de que se hiciera una película de mi novela, se dan cuenta de que no es una novela católica. Vittorio Messori, que es un católico serio, se dio cuenta hace tiempo. Paciencia, éstos ven la película, y se dan cuenta de que, en la película, Bernardo Gui, el inquisidor, es muy malo. Murray Abrahams es un actor estupendo, y les convence. No comprueban si en el libro es igualmente malo, o si no se trata del mismo personaje. Como evidenternerite están apuntados a una biblioteca ambulante, enumeran numerosos libros en los que se dice que Gui era bueno, y que incluso fue nombrado obispo. Citan todo menos el manual escrito por Gui, la Practica hererice pravitatis, publicado por Belles Lettres, pero esos colaboradores no leen lo extranjero. Y no se dan cuenta de que todo aquello que Gui dice en mi libro fue extraído palabra por palabra del suyo. Con todo, admito que Gui no era malo, era un hijo de su tiempo.

Una vez un periodista gracioso se inventó que cuando trabajaba en televisión, en los años cincuenta, un día me quitaron mi escritorio y mi silla y yo seguí trabajando de pie en el pasillo. Era una ingeniosa metáfora para decir que de un día para otro me habían asignado a un nuevo puesto que no me gustaba. Sobre esta historia del pasillo leo montones de artículos, todos derivados del primero, y algunos se devanan los sesos sobre cómo podía escribir de pie (la respuesta es, naturalmente, con un ordenador).

Una vez dije que hay marcas que todos recuerdan, como el tapón de la Coca-Cola, y desafío a quien sea a que me demuestre que estaba equivocado. Ahora leo que afirmé que había que sustituir el emblema de la República Italiana por ese tapón.

Encuentro muchos periódicos fascistas que me acusan de haber hablado mal de los Protocolos de los sabios ancianos de Sión, y de su prologuista, Julius Evola. Conservo las revistas para dejar a mis hijos un buen recuerdo de mí. En Annabella leo que Klaus Barbie lee en la cárcel El nombre de la rosa. ¿Qué voy a decir? Se lo merece.

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