Tribuna:LECTURAS DE VERANO

El pequeño cadáver de R. J.

JUAN JOSÉ MILLÁS

El invierno pasado falleció el conocido autor de novelas R. J. Su muerte fue noticia de primera página; su entierro constituyó un acontecimiento social de primer orden. Acudieron a él el ministro de Cultura, el vicepresidente del Gobierno, la esposa del presidente, así como los más altos representantes de las numerosas instituciones -públicas o privadas- relacionadas directa o indirectamente con la cultura, y cuyo entramado da lugar a uno de los tejidos más polvorientos del enorme sudario bajo el que se desenvuelve la existencia creadora.La representación extranjera estuvo compuesta por embaja...

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El invierno pasado falleció el conocido autor de novelas R. J. Su muerte fue noticia de primera página; su entierro constituyó un acontecimiento social de primer orden. Acudieron a él el ministro de Cultura, el vicepresidente del Gobierno, la esposa del presidente, así como los más altos representantes de las numerosas instituciones -públicas o privadas- relacionadas directa o indirectamente con la cultura, y cuyo entramado da lugar a uno de los tejidos más polvorientos del enorme sudario bajo el que se desenvuelve la existencia creadora.La representación extranjera estuvo compuesta por embajadores, agregados de cultura, un par de ministros europeos y numerosos editores de todo el mundo, que aprovecharon la coincidencia de que pocos días después se celebraba en esta ciudad un importante encuentro internacional para matar así dos pájaros de un tiro.

En fin, a qué abundar en esta enumeración de asistentes que acabaría convirtiéndose en una torpe e imperfecta relación de olvidos. Demasiadas complicaciones protocolarias tuvieron ya los organizadores del entierro para que yo, que desconozco la distancia jerárquica entre un subsecretario y un director general, venga ahora a reproducir las numerosas descortesías oficiales que, a decir de muchos, se perpetraron en aquella fiesta mortuoria.

El suceso está en la memoria de todos y se puede, por tanto, despachar en pocas líneas. Sí me gustaría destacar, sin embargo, una rareza que pasó inadvertida a los numerosos cronistas que cubrieron esta información y al público en general; me refiero al hecho de que la mayoría de los asistentes de primera fila iban total o parcialmente disfrazados con uniformes de todos los colores, de cuyas pecheras pendían numerosos e incomprensibles símbolos de metal de tela. El cadáver de R. J. había sido cubierto con un traje especial perteneciente a algún colegio o corporación que no conozco. No es necesario recordar que la capilla ardiente fue instalada en la sede de la Real Academia, desde donde partiría el cortejo fúnebre, ni el desagradable y tercermundista espectáculo que allí se dio cuando se produjo el aviso de bomba, que constituyó uno de los platos fuertes de la noticia.

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CONFESIÓN

He de confesar que esta reprobable acción fue obra mía. No pude resistirlo. Cuando observé a aquellos señores y a aquellas damas cuchichear en torno al túmulo de R. J., luciendo absurdos vestidos y enigmáticas condecoraciones, imaginé lo que sería verlos salir en tropel a la calle y disfrutar de la expresión de sus rostros. Pensé que de ese modo quedaría anulado el artificio de los trajes que, como todo disfraz, no tenían otro objeto que disimular o ocultar la verdadera naturaleza de quienes los llevaban. Luego pensé también que esta proliferación de uniformes no hacía sino delatar una de las carencias más penosas de los seres humanos: su radical falta de identidad; si fuéramos efectivamente quienes decimos ser, o si cada uno de nosotros constituyéramos realmente un ser completo, un individuo, no sería preciso revestirse de atributos externos, ni de medallas o certificados que lo proclamaran de forma tan ruidosa. Pero ya me referiré a esto más adelante.

El caso es que salí de aquel recinto, y desde una cabina telefónica dí un aviso de bomba. Luego me situé en un lugar estratégico y comencé a ver rostros y uniformes discretamente evacuados por los servicios de seguridad de las numerosas autoridades allí congregadas. Entonces, para neutralizar tal discreción, hice correr la noticia entre el público indiferenciado de la calle. En seguida comenzaron a producirse algunas carreras -que desorganizaron la trama dispuesta para las honras fúnebres. Algunos de los disfrazados perdieron de forma transitoria la compostura ante la ineficacia policial, lo que acentuó la sensación de mascarada y contribuyó a trivializar la escena.

Con todo, lo mejor fue cuando alguien advirtió que el cadáver de R. J. no había sido evacuado, por lo que, de ser cierta la amenaza, los restos de nuestra gloria nacional saltarían hechos pedazos por los aires, dejando a todos compuestos y sin difunto. De inmediato fueron enviados al interior del edificio media docena de escoltas, que salieron al poco con aquel féretro excesivo, dentro del cual bailaba, golpeándose contra sus mullidas paredes, el pequeño cadáver del insigne escritor. De manera que también R. J. acabó por perder la compostura antes de desaparecer del todo. Confieso que sentí cierta piedad por aquel hombre que de modo enigmático me había arrebatado la gloria, así como el soporte sobre el que en otro tiempo había reposado el proyecto de mi felicidad personal.

No ignoro que esta confesión, dada la proximidad de los hechos, podría dañar seriamente mi imagen, con independencia de las responsabilidades penales a que pudieran dar lugar los desórdenes públicos que provoqué. Ninguna de las dos cuestiones me preocupa. Carezco de imagen o, en todo caso, se trata de una imagen minusválida e incapaz, por tanto, de proyectarse y ser recogida en un soporte visible. Además, qué sentido tendría molestar a un anciano de casi 80 años que pronto estará listo para reunirse con R. J., donde quiera que éste se encuentre.

Por otra parte, si alguien estaba autorizado a gastar una broma de este tipo, era yo, sobre todo si considerarnos que el pequeño cadáver arrugado, que yacía en el fondo del acolchado féretro era, en alguna medida, y por lo que a continuación explicaré, el mío.

Hace ya muchos años que perdí la volun tad, y con ella la capacidad de elegir unas cosas y rechazar otras; carezco de intenciones y, por tanto, de ambición. No comprendo la loca carrera de los hombres en busca de un destino personal que no existe o de una individualidad que, en el mejor de los casos, es un mero artificio incapaz de tapar la fálta de sustancia que, como un agujero, nos traspasa. La propia identidad, y sus pobres distintivos, no pasa de ser, en mi opinión, una ingeniosa construcción verbal, útil para crear sociedades, establecer jerarquías y levantar así edificios, trazar autopistas o plantar semáforos. Pero todo ello no justifica la pasión con la que el cardenal tiende al papado, el militar al generalato, o el escritor al Nobel.

ALGÚN PLACER

Valgan las líneas anteriores para señalar que debajo de esta declaración que ahora inicio no se esconde ningún deseo de venganza, ni de resentimiento, ni mucho menos de reivindicación de una gloria que a estas alturas de la vida me proporcionaría más incomodidades que otra cosa. Con todo, algunos pensarán que me mueve a escribir un impulso mezquino, un movimiento ruin, que resume y magnifica al tiempo mi fracaso. No es eso, pero no negaré -si ello ha de producir alguna satisfacción- que algo de placer voy encontrando, a medida que escribo, en esta historia que no habría hecho pública jamás si el propio R.J. no me lo hubiera pedido en su lecho de muerte. Quien quiera calificar de miserable ese placer, que se mire a sí mismo, que contabilice las miserias de su propia existencia, y con ellas el número de mezquindades que hubo de perpetrar no ya en la consecución de aquellos logros importantes, sino en el humilde y cotidiano ejercicio de ganarse la vida.

Pues bien, lo cierto es que a los pocos días de ser ingresado en el sanatorio del que habría de salir sin vida, R. J. me mandó llamar a través de un amigo. Cuando entré en la habitación ordenó salir a todos con su voz aflautada y me miró fijamente desde aquellas bolitas blanquecinas y llorosas en que se habían convertido sus seductores ojos. La mirada tuvo la calidad de una entrega, pero también de una invocación que me hizo revivir en segundos la complejidad en que se habían desenvuelto nuestras vidas, nuestras dos vidas anudadas, formando un solo bulto, un tumor, a punto ya de desatarse para siempre.

-¿Cómo estás? -pregunté, observando la cabecera de la cama recorrida por tubos de todos los tamaños.

-Se acabó -dijo-, y no lo siento. De manera que podríamos decir que no estoy mal. Si estos cabrones no me prolongan demasiado la tortura, la cosa puede resultar apasionante o, por lo menos, entretenida. Veo cosas e ideas, colores y formas que nunca sospeché.

-Jienes dolores?

-Dolores, no; me dan morfina cada vez que suspiro. Pero siento nostalgia de ti y de mí, como si hubiera una cuenta pendiente entre nosotros.

-No nos debemos nada -respondí en voz baja, como si el tono de mi voz tratara de poner en cuestión lo que afirmaba.

PERFIL DE TORTUGA

R. J. se revolvió en su inmensa cama. La enfermedad había reducido notablemente su tamaño. Era 10 años más joven que yo, pero parecía más viejo. Me senté en una silla situada junto a la cabecera y observé su perfil de tortuga, repleto de surcos y de grietas que descendían hacia el cuello, donde se producía una excesiva acumulación de piel, cuyos pliegues evocaban los de un calcetín derrumbado sobre el tobillo de su dueño.

-Escucha -dijo-, quiero que manipules mi posteridad. Estoy seguro de que sabrás hacerlo de la manera más adecuada. Cuéntalo como quieras, de la forma que más te guste a ti.

-Estoy muy viejo -respondí- Lo que me pides exigiría un gasto de energías de las que no dispongo. ¿Qué sacaríamos, además, de todo ello?

-No sé -dijo como desde otro lado- Es por curiosidad. Me gustaría ver qué pasa. Sabes, cuando ya se está cerca del abismo, uno tiene la impresión de que las cosas no se acaban. Mírame bien: parezco en cierto modo una crisálida, un insecto en fase de metamorfosis; me siento my alejado de todo, como en el interior de un capullo del que pronto saldré para alcanzar mi estado perfecto. Desde ese estado, quisiera ver qué pasa con nosotros.

Abandoné el sanatorio con una sensación de ligereza sorprendente, como si alguna parte de mi propia vejez se hubiera quedado allí, junto al cuerpo de R. J. Decidí, naturalmente, no hacerle caso, pues juzgué que sus impresiones eran producto de las drogas. Hacía frío, pero conseguí caminar medio kilómetro antes de detener un taxi.

Al día siguiente, los periódicos dieron la noticia de su muerte. Había fallecido durante la madrugada, en pleno tránsito hacia el amanecer. En la primera página, bajo los llamativos titulares, había una foto a tres columnas, en la que se veía al anciano moribundo, en su lecho de muerte, y junto a él a nuestro joven ministro de Cultura imponiéndole todavía una condecoración sobre el pijama.

Por mi parte, supe que me había quedado solo en este amargo mundo, que desde hace ya mucho tiempo me parece un circo inacabable.

Razones de salud que a nadie interesan, pero que en todo caso terminarán conmigo antes de que el próximo otoño nos alcance, me han hecho reconsiderar, unos meses después de su fallecimiento, la propuesta de R. J. La verdad es que todavía no me siento, como él, en el interior de un capullo, pero mi cuerpo se parece cada día más al de la última fase de las larvas. Conviene, pues, antes de que la seda del dulcísimo ataúd aprisione mis miembros, dejar las cosas arregladas, siquiera sea para no lamentar en el último instante haber sido incapaz de atender la demanda de quien vivió de mí, pero también de quien proporcionó a mi vida la posibilidad de ejercer esa extraña pasión de la escritura.

PUNTO DE PARTIDA

Seré breve y exacto, ya que en esta serie de fases aparentemente sucesivas, que conduce a la corrupción de los cuerpos, una de las primeras cosas en caer -tras el cabello, la carne y el deseo- es el gusto por la ambigüedad literaria. Vayamos, pues, al grano, al bulto, a la cuestión que nos devolverá al punto de partida tras un viaje circular que sin duda carece de sentido.

Conocí a R. J. cuando tenía 30 años y él comenzaba la veintena. Por aquella época yo había publicado una novela y un volumen de relatos breves que la crítica saludó con mayor entusiasmo que el público lector. En cualquier caso, era una promesa de la que se hablaba con fervor en determinados círculos literarios. No diré que me persiguieran los editores, pero me había ganado su respeto y comenzaban a llegarme algunas ofertas de interés.

Cierto día fui invitado a dar un par de charlas en la facultad de Letras de nuestra ciudad.

Salí bastante bien de la primera, pues aunque los estudiantes eran dogmáticos y con frecuencia hacían juicios excesivos, mi dogmatismo era por entonces mayor Y estaba reforzado, además, por una cantidad de información de la que ellos carecían.

Tras el coloquio, cuando ya estaba dispuesto a marcharme, se me acercó un joven -el mismísimo R. J.- que, con maneras tímidas y cautelosas, me dijo que quería ser escritor. Le animé a ello con las frases habituales y le firmé un ejemplar de mi novela.

Entonces, el joven R. J. sacó unos fólios de su cartera y me los entregó con rubor. Se trataba de un cuento que había presentado a un importante concurso literario -el mismo al que me había presentado tres veces en los últimos años, sin llegar siquiera a la final-, y pretendía que lo leyera y que le diera mi opinión. Al día siguiente tenía que volver a la fácultad para completar las dos conferencias contratadas, de manera que le prometí mirarlo esa noche y emitir sobre él un juicio sincero.

CUENTO DE ENCARGO

Leí el relato sin salir de mi asombro, porque era un relato mío, publicado años atrás en una revista de escasa tirada que no sobrevivió al segundo número. A decir verdad, era un cuento de encargo, escrito de forma apresurada y plagado de ingenuidades literarias. Nunca sentí por él el menor afecto.

Tuve dudas sobre la actitud que debía adoptar frente a R. J. Finalmente, decidí que cederle el relato podría ser un modo de desprenderme de un mal producto que podría manchar mi todavía breve carrera de escritor. No negaré que en el descaro de R. J. había algo que me sugestionaba, como si se tratara de un juego literario del que yo habría de obtener, al final, los mayores beneficios. Es más, aquella noche, dándole vueltas al suceso, se me ocurrió una historia para un cuento que no Regué a escribir, y que recorrería mi vida para acabar por convertirse en este informe.

Al día siguiente le devolví los folios a R. J. y le expresé mis dudas sobre las bondades del relato. Tenía -dije- los defectos típicos de toda- obra primeriza, pero se advertían en él algunos

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El pequeño cadáver de R. J.

Viene de la página anteriordestellos de gusto literario en los que debería intentar profundizar. Añadí que no debía desanimarse si no ganaba el concurso, pues se trataba dé un premio demasiado importante, al que solían presentarse los autores consagrados de la época.

R. J. escuchó con humildad mis opiniones y agradeció sinceramente los ánimos que traté de infundirle. Lo que más me sorprendió es que en ningún momento, y pese a las dos o tres oportunidades que le dí, intentara establecer una complicidad que, aunque de forma implícita, delatara su juego. Por el contrario, actuaba como si el cuento fuera realmente suyo, por lo que llegué a dudar de mí mismo, y esa noche busqué la revista donde lo había publicado, y donde aún permanecía, amarillento y sucio, pero con mi firma. Decidí que R. J. era un loco y sentí cierta aprensión por haber entrado en su juego de ese modo.

EL PREMIO

A los pocos días, leyendo el periódico, me encontré con la foto de R. J. en las páginas de cultura. Había ganado con mi cuento el premio literario y respondía con cierta inteligencia narrativa a las preguntas de un entrevistador trivial.

El juego continuaba. Sonreí con estupor y me guardé el secreto.

Durante los siguientes años, R. J. alcanzó cierta notoriedad. Publicaba artículos bien hilvanados, aunque bastante artificiosos, en el periódico más importante del país. Participaba, además, con éxito en todas las mesas redondas y acontecimientos literarios de alguna relevancia. Pero no había vuelto a escribir ningún relato, aunque se decía que llevaba años trabajando en una novela cuyo éxito sería definitivo para la consolidación de su prestigio. Era, pues, uno de esos sujetos que viven en los aledaños de la literatura y que, por una rara habilidad, acaban por ser aceptados como novelistas, aun sin haber publicado ningún libro.

En cuanto a mí, había escrito y publicado tres o cuatro novelas más, que fueron bien recibidas por la crítica, pero con las que no conseguí romper tampoco esa barrera detrás de la cual se encuentra el mundo de las grandes tiradas. No obstante, gozaba de un sólido prestigio en los ambientes universitarios y mi presencia era requerida en congresos y encuentros de todo tipo. Tenía entonces 40 años y -en la opinión de mis editores, compartida para mí- estaba a punto de dar ese difícil paso que convierte a un novelista en un hombre público. Ese lugar, el más codiciado por los escritores, significa estabilidad, dinero, fama y, con un poco de suerte, desde él se da el salto a la gloria.

ENCUENTRO

Pues bien, por 1 aquellos días se celebró en un país centroeuropeo un importante congreso internacional de escritores al que fui invitado. Coincidí en el tren con R. J., que, a pesar de su juventud y de sus escasos méritos, había conseguido de algún modo que su presencia fuera reclamada en dicho encuentro.

En los últimos años nos habíamos visto de forma ocasional en diversas presentaciones de libros y otros sucesos literarios de semejante índole, pero nuestra relación era más bien superficial. Desde luego, ninguno de los dos mencionó nunca el asunto relacionado con mi cuento.

El viaje era largo, por lo que tuvimos tiempo para intercambiar opiniones y trabar cierto conocimiento. La personalidad de R. J. tenía aspectos detestables, pero sobre ellos se alzaba una capacidad de fascinar que aún no he olvidado. Sus párpados superiores -quizá por algún defecto de la membrana parecían algo pequeños en relación con el globo ocular que debían cubrir, por lo que mantenían una tirantez que daba a su mirada un tono incomprensible y misterioso con el que conseguía seducir imperceptiblemente. Sus labios eran finos, pero bien formados, y transmitían esa sensación de crueldad de algunos cardenales en las pínturas del Renacimiento.

Por aquella época yo bebía bastante, lo que me hacía cometer algunas imprudencias. Habíamos comido en el vagón-restaurante, y en la sobremesa me sentía feliz frente a aquel aspirante a novelista. Comentamos nuestras respectivas ponencias. La suya giraría en torno al viejo tema de las relaciones entre literatura y realidad, pero parecía muy bien estructurada y deduje de sus palabras que había en ella aportaciones originales de cierto valor. El tema estaba de moda, lo que le aseguraba por lo menos una interesante polémica.

La mía era menos ambiciosa, pues no había tenido la tranquilidad ni el tiempo necesarios para prepararla. Estaba escrita en 20 folios y era una reflexión repleta de lugares comunes sobre lo imaginario y su concreción literaria. Partía de una idea general y trataba de llegar hasta el límite inferior de determinación conceptual a través de una serie de autores del pasado siglo.

A R. J. pareció interesarle mi exposición, lo que sin duda halagó mi vanidad, tocada ya por las sucesivas copas de coñá que él mismo pedía para mí. Llegados a un punto de esta borrachera unilateral, R. J. me hizo una proposición: intercambiar nuestras ponencias. Yo leería la suya y él la mía.

Por entre lo s vapores del alcohol, mi escasa inteligencia realizó un breve y confuso cálculo de intereses. Su ponencia tocaba un tema de actualidad, fuertemente polémico, y la exposición parecía inteligente; a la mía se le notaban los hilvanes y su contenido estaba descontextuado en relación a las preocupaciones del momento. Por otra parte, R. J. me debía esa satisfacción, por lo que podía aceptar el intercambio sin sentir por ello ningún movimiento de culpa.

Nos dirigimos a nuestros departamentos y al poco nos encontramos en el pasillo, donde se materializó el trato. Una vez a solas leí su ponencia y me pareció genial. Dediqué el resto del viaje a disfrutar de mi próximo éxito, tapando con la ayuda del alcohol una inquietud difusa, localizada en el vientre. "Esto es más divertido que la ruleta rusa", me había dicho R. J., con un guiño, mientras se realizaba el intercambio.

Sorprendentemente, mi actuación en el congreso no causó ninguna reacción; no hubo rechazos, ni adhesiones, ni siquiera un coloquio mínimamente sostenido. En cambio, R. J. conoció un éxito fulgurante. Su intervención nubló la del resto de los asistentes y su ponencia -la mía- fue publicada en todos los idiomas. Regresó a nuestro país convertido en una figura incontestable, lista para la gloria. En todas partes se hablaba de la novela en la que llevaba años trabajando, y los editores le ofrecían sumas fabulosas para adquirir los derechos de su publicación.

MALOS MOMENTOS

En cuanto a mí, de manera enigmática, comencé a declinar a una velocidad de vértigo. Tardaban meses en publicar mis artículos y ya no me ofrecían conferencias ni me solicitaban cuentos las revistas. Mi economía, que nunca había gozado de una gran salud, adelgazó hasta extremos insoportables. De todos modos, conseguí terminar una novela que me había ocupado los tres últimos años, y se la envié a mi editor con la esperanza de obtener un sustancioso adelanto sobre sus derechos. Era una gran novela, escrita en plena madurez, en ese instante en el que todo novelista reúne los recursos técnicos y la experiencia vital que le permiten acometer un gran proyecto.

Me la devolvieron a los pocos días, con una breve carta en la que una secretaria me explicaba que estaba cubierta toda la programación editorial de los próximos años. Creí enloquecer. La envié a tres o cuatro editores más con idéntico resultado. Me la remitían sin haberla, leído, acompañada de tres frases amables mal escritas.

Un día, finalmente, la envolví y se la envié por correo urgente y certificado a R. J. Pasé dos o tres meses de angustia, sin saber qué iba a ser de mí y de lo único que había dado sentido a mi existencia, la escritura. Transcurrido ese tiempo, comenzaron a aparecer en la Prensa noticias relacionadas con la próxima publicación de la esperada novela de R. J. Las primeras ediciones se agotaron antes de ponerse a la venta, y numerosas editoriales extranjeras pagaron grandes sumas por los derechos de traducción.

Al poco tiempo recibí un cheque de varios ceros que me permitió afrontar el futuro con cierta tranquilidad.

En fin, a qué seguir con esta relación interminable de malentendidos que ha envenenado mi existencia. Baste decir que R. J y yo no volvimos a vernos hasta que me hizo llamar a su lecho de muerte. Cada vez que terminaba una novela, se la enviaba por correo, y a los pocos meses recibía un talón que me permitía vivir un año más. Cuando yo, por maldad, tardaba más de lo acostumbrado en enviarle un nuevo libro, él menguaba mi asignación económica. De este modo, llegamos a alcanzar un raro equilibrio entre sus intereses y los míos.

Supongo que su vida no ha sido menos infernal que la mía. Ambos nos hemos acechado en secreto durante todos estos años, porque de la supervivencia de uno dependía la existencia del otro. Él consiguió la gloria que a mí me permitió transformar en materia literaria todas mis- obsesiones, y lo cierto es que ahora -al final de la vida- poco importa ya quién firmó aquellos libros, pues como ya expresé al principio de esta declaración, la identidad no existe ni existe el individuo, pues nada hay en él, excepto sus uniformes y medallas, capaz de hacerlo diferente de los demás mortales. Hay animales que están formados de otros varios y en los que los órganos correspondientes ejecutan funciones distintas; en tales casos, sólo la totalidad puede considerarse un individuo.

R. J y yo somos el símbolo de esa totalidad. Él parecía el autor de sus novelas; ese autor era yo. Pero si diéramos un paso más aún, veríamos que tampoco eran mías, sino de algo o alguien que las escribió a través de mí. El novelista no es más que un instrumento, un transmisor que realiza su trabajo como el intestino o el corazón realizan el suyo, sometidos a un impulso involuntario y ajenos al sentido final de su función.

Eximo, pues, a las autoridades de repetir conmigo la farsa llevada a cabo en los recientes funerales de R. J. Una parte de mí fue suficientemente honrada en su cadáver, y a través de él también quisiera penetrar en el dudoso futuro de los muertos. Ya nada me retiene, no hay en mi corazón un solo fuego que estas postreras páginas no hayan logrado consumir.

En fin.

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