Tribuna:

Las nuevas protestas estudiantiles

Durante el franquismo, que era una dictadura ordenada, había ciertos meses que tenían una especial significación. Así, mayo expresaba el entusiasmo oficialista marlano, y febrero, sin ser exclusivo, el de la contestación y protesta universitarias. En febrero, en efecto, se culminaba un proceso invariable: las protestas se iniciaban en noviembre, se interrumpían en diciembre por las vacaciones navideñas y alcanzaban su plenitud en febrero. La astucia gubernamental, que no disponía de institutos de sondeos, ni se apoyaba en la modernización bondadosa de las nuevas tecnologías, estableció un corr...

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Durante el franquismo, que era una dictadura ordenada, había ciertos meses que tenían una especial significación. Así, mayo expresaba el entusiasmo oficialista marlano, y febrero, sin ser exclusivo, el de la contestación y protesta universitarias. En febrero, en efecto, se culminaba un proceso invariable: las protestas se iniciaban en noviembre, se interrumpían en diciembre por las vacaciones navideñas y alcanzaban su plenitud en febrero. La astucia gubernamental, que no disponía de institutos de sondeos, ni se apoyaba en la modernización bondadosa de las nuevas tecnologías, estableció un correctivo paternalista y simple: los exámenes extraordinarios para cortar las protestas, pero sin mucho éxito. Febrero, por encima de todo, se imponía como mes contestatario.Por otra parte, en el franquismo, ni la contestación sorprendía ni las peticiones y objetivos de los universitarios engañaban a nadie. Las motivaciones eran claras: la oposición al sistema político dominante. A veces, ciertamente, las reivindicaciones corporativas entraban en juego, pero más como complemento que como exigencia principal. En todo caso, no había sorpresas, ni alteración de protagonistas: la opinión pública entendía, y el régimen tenía que asumir, que estudiante (universitario) y opositor a la dictadura, desde 1956, eran términos coincidentes e intercambiables. Desde la no sorpresa, desde la imposibilidad de ceder ante el movimiento estudiantil (ceder era autodestruirse), los Gobiernos franquistas se limitaban a ganar tiempo y hacer una política de distracción, o, en otras ocasiones, a descalificar y reprimir (pasar del estudiante jaranero al provocador antipatriota o peligroso comunista-trotskista y demás ralea). De lo que el régimen tardó en darse cuenta es de que en toda protesta estudiantil, aunque se utilicen reivindicaciones sectoriales, hay siempre tres constantes: la idea de globalidad, aunque sea encubierta, y las ideas de anticipación política y denuncia ética. En aquellos pasados años, los estudiantes anticipaban y fueron precursores de una nueva convivencia global (la democracia), y denunciaban, desde una ética política, la contradicción entre poder y sociedad civil, entre la España oficial y la España real.

¿Qué significan hoy, en una democracia, las protestas estudiantiles? Aproximarse a este fenómeno, y fenómeno importante, lleva a lo siguiente: que estamos en un contexto distinto, que los protagonistas no son exactamente los mismos y que tampoco, aparentemente, los objetivos coinciden con los de los tiempos pasados. La sorpresa y la confusión del Gobierno, los sondeos favorables a los estudiantes (Julián Santamaría, ¿por qué nos abandonas?) y la perplejidad de la opinión pública corren parejas. No me refiero a la tabla de peticiones que en todo conflicto y en toda democracia remite a una negociación, sino al nuevo fenómeno: por lo inesperado, por su amplia extensión, por su consistencia. Desde estos hechos tal vez se puedan sacar algunas conclusiones.

En primer lugar, la novedad del contexto. Objetivamente, es distinto. Nos movemos ahora en el marco de un sistema democrático, y no de una dictadura; no sólo hay un régimen constitucional, sino también un Gobierno formalmente de izquierda, y, en consecuencia, los derechos de reunión, asociación y manifestación están plenamente garantizados. En segundo lugar, la novedad de los protagonistas. La iniciativa contestataria ha correspondido a adolescentes-estudiantes de enseñanza media. Los profesores de instituto y los universitarios se han sumado parcialmente o se sumarán, pero en todo caso la iniciativa ha correspondido a los adolescentes, que en su mayoría no pueden, por edad, votar. En tercer lugar, la novedad de los objetivos y pretensiones. No se reivindica ya la libertad (como en el franquismo), que existe, sino seguridad, eficacia y dinero, es decir, garantías para un futuro muy incierto (paro). Lo cual parece lógico: conseguida la libertad, se exige su desarrollo global y nuevas prioridades (por ejemplo, educación versus defensa).

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La novedad del problema -contexto, protagonistas, objetivos- conducirá, pasada la sorpresa y el temor a que se acumule este fenómeno a otros frentes políticos, de Norte a Sur, y de allende los mares, a distintas respuestas. Pero cualquier respuesta -salida o solución- exigirá saber previamente cómo se interpreta esta protesta estudiantil.

Una opción sería la de adoptar una actitud evasiva y de aquí-no-pasa-nada: la legitimación legal, la autosatisfacción por una concreta política educativa, la mayoría parlamentaria, podría llevar a esta conclusión. Es decir, basándose en la legalidad, condenar sin más lo que no es formalmente legal, o acudir a las conocidas descalificaciones ideológicas, de contubernios tenebrosos o de conexiones con radicalismos extremos, autóctonos o importados. Si se interpreta así el nuevo fenómeno y se rompe el diálogo, el conflicto se generalizará o quedará latente, y, aunque el tiempo puede favorecer al poder, la victoria será sólo una tregua, no la paz.

Otra opción podría ser ésta: partir de la complejidad del fenómeno y no de la simplificación. Una política prepotente es siempre una política de simplificaciones (buenos / malos, blanco / negro); una política democrática y progresista exige la concienciación de la complejidad para llegar a conclusiones transaccionales. Complejidad aquí significaría dos cosas. En primer lugar, considerar que en esta protesta hay fundamentalmente una pretensión globalizadora de cambiar la sociedad española: los estudiantes perciben la reducción política de nuestro sistema social y, en el fondo, la frustración y temor por la incertidumbre del futuro. Más aún, y esto podría ser grave, pérdida de confianza en las instituciones representativas. En segundo lugar, considerar que esta protesta global, que cubre deseo de cambio y miedo a la frustración, lleva inevitablemente al movimiento estudiantil a exigir unas reivindicaciones que en algunos puntos son maximalistas. Si conjugamos ambos supuestos desde el diálogo y la distensión con racionalidad crítica y autocrítica, la solución no está en el Ministerio de Educación solamente, sino en el Gobierno y en la sociedad. En el fondo, acceda o no el ministerio, y desde la negociación continua debería acceder lo más posible, esta protesta por el futuro hecha por los estudiantes da un aviso anticipatorio y significativo a toda la sociedad, española.

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