Editorial:

La nueva aldea global

HACE UN par de décadas, McLuhan describía la civilización de los mass media en los términos bucólicos de "aula sin muros" y "aldea global". Le complacía comentar que el impacto radiofónico de las ondas hercianas había suscitado en las masas de población occidental un saludable tribalismo que nos emparentaba con sociedades primitivas, tanto pretéritas como contemporáneas.Hoy la aldea global, además de haber pasado por la crisis energética, ha experimentado sensibles mutaciones. Procesos de convergencia vinculados a la explosíón tecnológica han determinado la fusión de la informática con ...

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HACE UN par de décadas, McLuhan describía la civilización de los mass media en los términos bucólicos de "aula sin muros" y "aldea global". Le complacía comentar que el impacto radiofónico de las ondas hercianas había suscitado en las masas de población occidental un saludable tribalismo que nos emparentaba con sociedades primitivas, tanto pretéritas como contemporáneas.Hoy la aldea global, además de haber pasado por la crisis energética, ha experimentado sensibles mutaciones. Procesos de convergencia vinculados a la explosíón tecnológica han determinado la fusión de la informática con las telecomunicaciones, reforzando y potenciando enormemente la denominada tecnología de la comunicación. El fruto más llamativo de esta conjunción, que tan insistentemente nos sale hoy al paso -a la mayoría de los españoles, por así decirlo, desde fuera, por el intermedio de reclamos y noticias de prensa, y a no pocos europeos y norteamericados desde dentro, en la experiencia de la vida cotidiana-, es la expansión y proliferación de redes comunicativais en todo el mundo.

La Prensa estadounidense comenta cómo legiones de ciudadanos enganchan diariamente sus ordenadores al teléfono -a la caída de la tarde, cuando bajan las tarifas- para absorber febrilmente información de bancos de datos de toda condición, sumergiéndose en un frenético enjambre de redes de tráfico electrónico que transmiten por igual consultas científicas, culturales o domésticas, claves de contacto erótico / amoroso o exhortaciones políticas o místicas. La entusiasta acogida que ha encontrado entre los franceses la puesta a punto de la red Minitel, los proyectos y realidades de televisión por cable en numerosas citidades de países avanzados, la gigantomaquia comunicativa de los satélites artificiales son manifestaciones de un mismo entramado técnico-social.

Como todo suceso tecnológico, el fenómeno de la proliferación de redes no es sólo un fenómeno de conocimiento. Implica también un avance en el control de la materia. La electrónica, por una parte, ha multiplicado extraordinariamente la capacidad transmisora de los soportes materiales clásicos de la comunicación a distancia, como el cable coaxial o el canal de haz herciano. Por otra parte, el descubrimiento de nuevos materiales y métodos -el cable de fibra óptica, que transmite luz en lugar de electricidad corrio soporte de información y conecta ya algunas ciudades en Norteamérica y en Europa, o la puesta en marcha de las diversas generaciones de satélites- ha operado el cambio.

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Pero la revolución de las comunicaciones debe ser interpretada asimismo como un fenómeno de cambio de forma en el juego de poder. El interés por controlar o, eventualmente, destruir o cegar las arterias vitales de la comunicación de un país, sus carreteras, puentes y ríos, ha guiado la estrategia militar y política de todos los tiempos, desde Roma hasta Napoleón. Al ejercicio del poder clásico, sin embargo, las tecnologías de la información están superponiendo el ejercicio de un poder menos rígido pero más sutil, el llamado poder débil, que se traduce, por ejemplo, en la indefensión y la dependencia del ciudadano respecto de las compañías telefónicas, el exclusivismo de los circuitos cerrados de información política, económica o científica, o el hermetismo elitista del qe puede rodearse el mundo de la informática.

El inmediato futuro de nuestra aldea global parece ser el de una ciudad encablada o conectada, donde la información viaja con la velocidad de la luz por cables transparentes de fibra óptica que dibujan una rutilante tela de araña, en la cual el ciudadano teme dejar prendida no sólo su capacidad física de movimiento, sino su misma identidad. La identificación personal, a través de claves que permiten la entrada y el uso del ordenador, pero también la posibilidad de ser atendido por servicios bancarios, administrativos, sanitarios o asistenciales de cualquier género, crea una radical dependencia de esa red electrónica. Parcialmente ahora, pero acaso en un grado decisivo dentro de unos años, la mayor condena que puede pesar sobre un individuo será la de ser borrado de la memoria de los computers. La expansión de la electrónica permite pensar en la inauguración de una nueva comunicación social, pero a la vez crea armas de represión política Y social que justifican toda zozobra.

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